miércoles, 26 de diciembre de 2012

«Hay jóvenes pensando en que sí se puede» –Entrevista con Daniel Ulloa


¿Se puede confiar en la nueva ola de escritores nacidos a finales
de los ochenta? ¿Es posible que hagan un cambio?

Por Maynor Xavier Cruz*

Cuando vos, Mitre, Lanzas y Araica fundan Tarantela,  ¿cuál era su objetivo principal?
Buscábamos proyección, simple y llanamente, ya que en los periódicos y revistas del momento era imposible publicar, entonces decidimos crear nuestro propio espacio desde nuestra ciudad, así surgió el grupo Tarantela. Habíamos conseguido algunos escritos que consideramos de calidad, y cuando eso pasa pues necesitás hacerlos públicos, y lo hicimos. Lo interesante es que una vez que salió la revista, los escritores que estaban en la escena se interesaron en el proyecto, porque había calidad y lo más importante: compromiso literario.

¿Quiénes eran los escritores que estaban en escena en ese momento?
Había grupos proyectándose, con escritores de diferentes edades, entre ellos 400 Elefantes, Literatosis, Tribal lLiterario, habían otras revistas, recuerdo El agujero, que si no me equivoco era de la UNAN-León, estaba Ojo de Papel, y los suplementos de La Prensa y El Nuevo Diario, entre otros que ahora no recuerdo; eran las voces que ahora son reconocidas como la Generación del Desasosiego y  en ese momento crucial es que aparecemos nosotros. Como era difícil encontrar quién financiara una publicación, entonces el trabajo se realizó a través de las revistas literarias. Y el trabajo en ese momento fue mantenerse vigente y que se te tomara en cuenta.

¿Cómo se llevaron ustedes con los escritores de los grupos que me mencionaste?
Muy bien, y a veces con algunos muy mal, algunos buscaban a golpe de confrontación un eco, producto de la inmadurez y de la desconexión con la generación de vacas sagradas, otros se preocupaban en escribir bien y no entrar en el ruedo de la controversia. Recuerdo que en muchas ocasiones en las mesas donde se reunían varios escritores se originaban unas discusiones interminables y encendidas, yo más de alguna vez fui protagonista de ese tipo de discusiones. Eso tenía que ver con el carácter existencial de cada escritor y cómo  se asumía este asunto que supone el escribir, y todas esas dudas que se plantean para siempre en carácter humano de cada quien.

Esta pregunta es más personal: ¿cuál es el cambio que le ves a la literatura nacional?
El cambio fue, que gente sin recursos económicos y asumiendo con valentía ser autodidactas  se metieron a escribir y lo tomaron en serio, cuando lo normal  es que gente con recursos económicos (por no decir burgueses) fueran quienes lo hacían, viajando a Europa, Estados Unidos y luego regresando a Nicaragua para traer la buena nueva, esta vez pues todo era salido del comal nica, pues pocas veces los protagonista de esta historia eran acomodados o había estudiado en el extranjero, por esta vez ricos y pobres estaban escribiendo y haciéndolo bien.


Esto de que gente sin recursos económicos se haya metido a escritor, ¿lo ves como algo negativo o positivo?
Positivo en el asunto del compromiso y negativo en una sola línea, unos la tienen más fácil que otros (risas). Me río porque yo fui y soy de los sin recursos. Imaginá a un joven que tiene la oportunidad de estudiar en Londres con todos sus gastos pagados, y sentarse en una gran biblioteca donde encontrará de todo, y a otro que tiene que rebuscar los libros de lectura obligatoria y normal, dentro del quehacer literario, en las carretas de segunda mano en el Oriental, y que para colmo no le alcanza el dinero para comprar los libros que necesita o los que quisiera leer no están ahí.

Será mi apreciación pero ahora veo más jóvenes escribiendo, y muy bien ¿vos no ves lo mismo?
Sí, tenés razón y eso es saludable. Ese fue el trabajo que se dio en ese tiempo, sin los grupos antes mencionados, para los jóvenes de hoy en día sería extraño el aventurarse a escribir, quiérase o no, sin las revistas del 90 y del 2000 al 2005 este proceso no estuviera sucediendo, fuimos el “bypass literario” entre la generación de los ochentas y noventas para entrar en el siglo XXI.

¿Pensás que sólo serán buenos escribiendo poesía y no en otros géneros literarios?
Mirá, el culpable del encasillamiento en las letras la tiene don Rubén, en buena hora tenemos a Sergio Ramírez y a Gioconda Belli  publicándose en Alfaguara, y con la iniciativa del CNE y el certamen de publicación, ahora hay jóvenes pensando en que sí se puede, y no morir anónimos en la narrativa. He leído muy buenas propuestas narrativas de escritores jóvenes este año, y por supuesto en la poesía también.

¿Hacia dónde ves que apunta nuestra literatura actual?
(Ríe de nuevo.)  Yo personalmente no puedo saberlo, apenas he leído a unos cuantos escritores actuales porque compré sus libros cuando estuve de visita en Nicaragua, pero me hacen falta varios y no tengo la posibilidad de comprarlos ahora porque vivo en Alemania, pero te puedo mencionarte que hay unos cuantos ahí comprometidos que darán de qué hablar en el futuro. Algo que es verdad: es que no se ha presentado un escritor que represente realmente la literatura actual, como lo hizo por ejemplo Calos Martínez Rivas, PAC,  Coronel Urtecho o Joaquín Pasos, hablando de gente joven, esperemos que surja pronto.

A los escritores nuevos de Matagalpa,  ¿pensás que puedan aportar mucho?
Para mí la literatura no tiene que ver con que yo haya nacido en un lugar u otro, tiene que ver con un compromiso literario personal, no puedo opinar por otra gente,  joven o vieja de mi departamento, cada quien tiene su propia vida y sus propios compromisos, al final todos somos nicaragüenses y eso es lo que representamos en verdad y muchas veces ni siquiera eso.

[*] Maynor  Xavier Cruz (1988). Chagüitillo-Matagalpa. Licenciado en Comunicación Social. Miembro del grupo literario Conciliábulo. Escribe cuentos  y poesía.


Retorno al futuro [*]

 
Luis Cardoza y Aragón rompe con "Retorno al futuro" dos telarañas tenebrosas de la América Latina, tejidas por la misma araña: la literatura "desinteresada" y la diplomacia vendida. Mientras más azotada y oscura ha sido la vida de nuestros pueblos de América, con más ahínco ha existido en cada uno de ellos un grupo de arañas que ruidosamente ha tejido la indiferencia y el olvido.
Mientras Trujillo, sátrapa demencial de Santo Domingo, aniquilaba preciosas vidas de combatientes en la tortura y en la horca, allí existió o existe aún un grupo de mozalbetes que “pulsan la lira” al mejor estilo surrealista. También en Nicaragua, convertida por un tal Somoza desde hace 25 años en pocilga infernal, los poetas se han dedicado a oscurecer su literatura para proteger al mandón. En Chile, en estos tiempos en que el perverso González Videla, judas marshalizado, abre campos de concentración, encarcela y mata, hay poetas que escriben ratoniles imitaciones, traducidas de las revistas surrealistas de hace veinte años, o de las existencialistas, que aunque tengan sólo algunas semanas, huelen a ultratumba.
La diplomacia latinoamericana hace el juego también a las fuerzas regresivas, torpes y brutales, que encadenan nuestros pueblos. Son su opresión de falsedad y mentira, como esta literatura de arañas. En todas partes del globo se hallarán representantes que no representan nada y en esta vacuidad brillan, con fosforescencia única, los Embajadores y Ministros de la América Latina. Embajadores hay, designados en París por haber hecho disparar sobre una manifestación en masa, en la Plaza de Gobierno, en Santiago.
Estos sí han comprado sus empleos con sangre, pero no con sangre de ellos, sino con la de nuestros muy martirizados pueblos. Hay otros, truhanes empedernidos, que son nombrados representantes supremos de Chile ante la ONU sin contar los que detentan desde hace muchos años, el prestigio de haber representado, sin cambiar de sitio, las proezas y el progreso de Honduras, de Venezuela mártir o del Perú desgarrador.
Luis Cardoza y Aragón no ha roto sin impunidad estas dos tramas mortales en las que podía haber caído. Poeta de preclara estirpe y diplomático singular, Cardoza y Aragón no vendió su alma a la taumaturgia ni a la mentira.
Guatemala es bella y enmarañada, inocente y sombría. Jamás me fatigué de recorrer sus altos bosques de resinas recónditas y pájaros deslumbrados y en las ciudades entré cuando cada puerta me echaba al rostro una bocanada de aroma a caoba. Conocí Guatemala, esclavizada por una de sus largas dictaduras y antes de que la libertad hubiera sido conquistada con la victoriosa sangre de los obreros y estudiantes. Todo allí era silencio y sombra. Imperaba la espada del espantoso caudillo, caballero y caballo cuyas bridas eran alargadas o acortadas desde Washington.
Toda la América Central sufre estos desmandados payasos de manos ensangrentadas, que obedecen al monopolio de la United Fruit y a otros intereses. Durante cuarenta años los “libertadores” de los Estados Unidos andan dando tiros cariñosos a los centroamericanos, hasta que en ellos venciera la “democracia occidental”. Y el Señor Truman está contento, duerme feliz cada noche, porque ya logró, junto con la colonización traidora de Puerto Rico, cárceles atestadas de prisioneros políticos en Nicaragua, en Santo Domingo, en Panamá y en Costa Rica.
Guatemala, con la contribución de su pueblo y de algunos hombres como Cardoza y Aragón, con una espléndida y luchadora juventud, logró recia victoria en la que han tenido que expulsar al Embajador norteamericano. Wall Street escogió a expertos que, como Patterson, se adiestraron en Yugoslavia, junto al traidor Tito y su banda. Sin embargo, fueron expulsados de Guatemala, creada por los intereses de los antiguos dictadores y por la voracidad norteamericana.
¡Qué bello país! Llegué hasta sus confines. Hasta Río Dulce, inmenso y vegetal, trémulo de trinos y follaje, hundiéndose en lagos virginales como en el útero sagrado y silencioso de América.
Vi las ceremonias de los dulces y atrasados indios de Chichicastenango. Enterrados bajo una doble losa de paganismo y clericalismo, son los herederos del pueblo Quiché, que relució en América precolombina como diadema deslumbrante.
En Guatemala se comienza a hablar de reforma agraria y el gobierno de Arévalo ha hecho de la educación pública su gran cruzada, pero las fuerzas reaccionarias, asociadas con Wall Street y con el gobierno de Washington, combaten ferozmente estos adelantos populares.
De este pueblo, que recién renace de una larga agonía, viene Luis Cardoza y Aragón. Exiliado en México durante la tiranía, puso toda su atención en ese fenómeno, el más importante de la pintura mundial: el muralismo mexicano. Aclaró, con su poesía y su pensamiento, sectores mal iluminados, entrando en toda la actividad intelectual de México, con la calidad y la claridad que le son propias.
Tenía que verse a este hombre singular ante el impacto que la Unión Soviética da, como una claridad mayor en la historia humana. Porque podría esperarse, tal vez, por los mal intencionados, y por los interesados que este escritor, surgido de disciplinas torturadas, al llegar a la Unión Soviética hubiera retrocedido en vez de avanzar, como lo hizo: hubiera retrocedido hacia las telarañas de la literatura y de la diplomacia que he descrito. Hubiera así complacido a docenas de poetizoides falsamente esquizofrénicos, a decenas de diplomáticos condecorados; hubiera satisfecho el ansia voraz de la burguesía, que busca en cada visitante de la Unión Soviética la confirmación de las calumnias que ella misma crea.
Y de aquí que este intelectual de finísima contextura, que este diplomático de un pequeño país, casi invisible en el mapa del mundo, se atreva a decir su verdad y escribe este libro inquietante para los empresarios de la guerra fría y que por tanto ha sido fríamente silenciado. Es el libro de un verdadero y alto escritor y de un hombre honrado, por eso se le relega al silencio. No lo encontraréis en los salones dorados y vacío de la diplomacia latino-americana. Allí solamente se lee el “Readers Digest”.
La Unión Soviética, a pesar de la jauría, cada vez más amenazadora en sus aullidos, sigue siendo para nuestros pueblos el valuarte de la paz y de la creación. Con más razón en estos días. La guerra saca su rostro desde las fábricas de armamentos, mostrando la bomba atómica como la culminación de la cultura capitalista. Los hombres de todas las naciones nos agrupamos en torno a la Unión Soviética para cantarla y defenderla.
Este libro es un canto y una defensa de la gran nación que amamos. Tendrá, por eso y por la clarividencia iluminada de su autor, larga vida y eco sonoro, a pesar del silencio que no puede apagar su canto.

[*] Prólogo de Neruda para Retorno al futuro, antología preparada por Cardoza y Aragón. Dicho prólogo jamás fue publicado debido a las desavenencias personales entre ambos poetas.

martes, 18 de diciembre de 2012

Canción de los tres marineros




CANCIÓN DE LOS TRES MARINEROS [*]

Necesitamos apoyo para tanta pesadumbre.
     Fernando Gordillo

A Edgar Mendieta, Luis Carlos Saborío
y la misma mesa solitaria en Los Pueblos

Que el corazón del mundo cabe en el pico
de los pelícanos aunque empecinadamente 
                                  —verano tras verano—
decidan chocar contra el cielo: ya lo sabíamos.
Que este viejo madero libre
no fue lo único que restó para asirnos
mientras sin mapas ni compases
nuestra nave
                       nuestros enseres
                                                      nuestra felicidad
dormían en el silencio del cementerio marino.
—Señor Capitán, ¿a dónde vamos?
¿Existirá puerto más grato
que la cintura de la amada
demorada entre sábanas negras 
minutos antes de la partida?
¿Anclaremos en otro archipiélago
o en la cristalizada pupila de Dios?
—Lo sabremos más tarde.
Cuando el Tiempo nos sirva otra ronda.
Cuando los saltamontes secos no crujan más.
Cuando un certero disparo sea por fin nuestro himno.
—Cuando hayamos llegado.
Que todo nuevo día es siempre naufragio.
Que todas las mujeres que hemos lastimado
nos esperarán  en algún islote fuera de curso:
       también lo sabíamos.
Así que no teman, amigos; beban.
Nuestra pena no será más amarga
que el próximo frío litro de cerveza.

[*] Texto incluido en Poemas sin esquina, próximo a publicarse por Editorial EquiZZero, de El Salvador.

domingo, 21 de octubre de 2012

“Los otros departamentos son los culpables de que Managua sea el epicentro” - Entrevista a Mario Lanzas



Para nadie es un rumor: Managua tiene todos los focos y el apoyo en todo el ámbito literario, Mario Lanzas (Matagalpa, 1973) de Tarantella, tiene una respuesta sobre esto.

“Los otros departamentos son los culpables de que Managua sea el epicentro”

Por Maynor Xavier Cruz*

Mario, ¿has notado algún tipo avance en la literatura nacional en los últimos años?
En los últimos años la literatura producida por jóvenes ha avanzado, claro que sí. Y no solamente en el Pacífico, Managua como supuesto epicentro, León, Granada, Rivas, Masaya, sino también en el Norte, las Segovias, la Costa Caribe. El avance ha sido en producción de obras literarias, mayoritariamente de jóvenes, una parte por su cuenta, otra, por financiamiento, otra por concursos ganados, otra porque ése es su trabajo. Casos como en Matagalpa, Fátima Villalta y Rafael Mitre, que por concurso han logrado publicar sus obras, una narrativa, la otra poética. Pienso que el avance principal y probablemente el más palpable es que Managua ha dejado de ser el centro de la publicación de obras literarias, porque los escritores en las provincias han cortado esa cadena y han irrumpido en la literatura nicaragüense desde sus localidades, sin necesidad de buscar la venia de los residentes en Managua, que ahora van a las provincias a buscar a esos productores literarios.
A ese punto quería llegar: Managua es el epicentro ¿Y los otros departamentos qué son?
Son los culpables de que Managua sea el epicentro, porque le han dejado a la capital política, ser la capital de todo, incluso literaria.
¿Es posible botar esta imagen de Managua y que se vean los otros departamentos, surgir igual o mejor que ella?
Por supuesto que es posible y eso significaría convertir ese epicentro en una ruta más de la literatura nicaragüense, pero debe ser a punta de trabajo, de producir una obra de calidad. Hemos permitido que Managua diga su verdad, y en las provincias decir "Sí señor" y seguirlos como borregos, precisamente porque la calidad de la literatura en provincia no la hemos visibilizado nosotros, no le damos el lugar y no me refiero a la promoción solamente, me refiero a la calidad, a la superioridad, a la capacidad del escritor de proponer una sensibilidad novedosa, temas novedosos, espíritu retador, me supongo.
¿Cómo, según vos, pensás hacer tu parte para borrar esa imagen de Managua for ever, si en Matagalpa la representación literaria está en manos de viejos escritores, que le dan mala imagen a este departamento?
No pretendo ser yo quien haga ese trabajo, sino todos los escritores de Matagalpa que sean capaces de defender su obra con obras superiores. Te pongo un ejemplo: Rafael Mitre en este momento es el mejor poeta de Matagalpa, una calidad asombrosa diría; lo veo como un gran poeta nacional en el futuro, ya lo es en Matagalpa, el problema es que mientras haya escritores incapaces de forzar su imaginación al máximo nivel, lejos de las humildades que enseñan las religiones que rinden culto a la pobreza, seguirá habiendo Managua como epicentro y escritores borregos en las provincias.
¿Qué significado tiene Tarantella en Matagalpa?
El inicio de lo que he llamado "La reincorporación de Matagalpa a la vida literaria del país". Tarantella es para Matagalpa una revista que le dio respeto a Matagalpa en los ámbitos literarios de Nicaragua.
¿Ves talento en los nuevos escritores matagalpinos, miembros de otros grupos literarios?
Por supuesto, ese talento es natural, ese fluido cuidándose materializa, es invasor con pequeños piquetes con energía renovable. La pregunta es que si ese talento se mantendrá intacto, si evolucionará para ser superior o se desvanecerá en la medida que el tiempo corre... Ése es el principal reto del escritor: no conformarse con ser leído, sino recordado con facilidad.
¿Cómo ves a Matagalpa en el panorama de la literatura nacional en los próximos diez años?
Veo una Matagalpa con mayores lectores y por consiguiente con más escritores,  algunos serán leídos y recordados fácilmente como el caso de Mitre, Daniel Ulloa, la niña Villalta, otros solo pasarán inadvertidos y harán sus intentos sin sobrevivir. Lamento mucho que hayan escritores tan buenos que prefieran quedarse en sólo eso: ser buenos.
¿Cuál creés que sea el género literario que más sobresalga en este departamento?
  Aunque no hay intentos fuertes de que la narrativa se perfile como género sobresaliente o más trabajado por los escritores de Matagalpa, me atrevo a pensar que la narrativa tiene muchas armas, porque Matagalpa es sumamente deliciosa para narrar sus periplos, sus leyendas, convertir en novelas, en relatos universales los pasajes de la historia de Matagalpa, sus gentes, sus paisajes, sus verdades y mentiras, sus lugares y leyendas fantásticas. Fátima Villalta demostró que sólo se necesita intentarlo para lograrlo.

*Maynor  Xavier Cruz (1988). Chagüitillo-Matagalpa. Licenciado en Comunicación Social. Miembro del grupo literario Conciliábulo. Escribe cuentos  y poesía.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Sifilíticos e integrados



a Lorena Lozada Reyes

 No hay nada más locuaz que las víctimas, pero no tanto por sus
palabras como por el significado de sus llagas o sus cicatrices.
Jorge Volpi

Nunca fue tan perfecta una derrota. Quizá era de esperarse que semejante ola de desgracias nos aplastara, porque siempre hemos sido un par de idiotas. Y claro, con ese andar así tan desprevenido, con esa manera de estar en la vida: siempre pegados a las paredes, siempre arrastrándonos por el suelo. Nosotros y nuestros principios, nuestra fidelidad, nuestra fe en el amor, nuestra deliberada manía de destruirnos la vida sin haber aprendido nada. Vaya par de imbéciles.
Mayra me llamó el jueves en la tarde, a ver cómo seguía. Ya sabía lo de Eugenia –todo había empezado un mes antes– y mi endemoniada depresión: muerte andante. Ese rito feroz del sol negro, siempre devorando el cuerpo, las entrañas, tachando cualquier posible horizonte.
Mayra y yo somos los mejores amigos de la vida. Hace años que las cosas son así. Claro, dos perfectos idiotas que se encuentran en la infancia y ya nunca más se separan. Nos vemos, desde que tengo uso de razón, semanalmente. Y hablamos casi a diario. Si alguno de los dos anda de cabeza en cierto asunto que le robe el tiempo, la paciencia, la entereza y el ocio posible, pues no pasan más de 15 días y ya estamos en contacto otra vez. Pero claro, Eugenia me había mandado a la mierda y Mayra se ocupó de mí mientras pudo. Luego yo me perdí. Estuve haciendo el rutinario recorrido de quien tiene el pecho reventado: desde el extremo Este hasta el extremo Oeste de la ciudad, beberse todo el alcohol, fumarse todo lo que haga llama, meterse todas las drogas. Destruir el hígado, llenar de sombra los pulmones, aniquilar un montón de neuronas y ver así si este maldito, tarado, brutísimo corazón aprende algo de la vida y de la muerte.
Pero el hecho es que Mayra me llamó, a ver cómo seguía. Y a hacerme saber que Julián también la había mandado a la mierda, que se había ido con otra. Y que la había contagiado de un asqueroso herpes genital que, claro, a él no le hacía gran daño –una de las ventajas masculinas–, pero que a ella la había tumbado y la había hecho sentirse al borde de la muerte. Si a esto se le suman los embates de la depresión correspondiente, habrá que decir que el herpes la llevó no sólo al borde de la muerte, sino que le dio un tour por todos y cada uno de los rincones de su afilada y espantosa geografía.
Pero fue el herpes de Mayra el que me hizo caer en cuenta de que algo no andaba bien con mis genitales. Una picazón expansiva me había atacado desde hacía días, pero yo no le había prestado mucha atención en medio de la borrachera eterna a la que las circunstancias me impulsaron. Sí, debo admitir que Mayra siempre fue bastante más aprendida que yo en estos asuntos. Estaba prevenida constantemente de tales cosas y a la más mínima señal corría al consultorio de su ginecólogo. A veces me parecía que ella era un tanto hipocondríaca, pero en realidad era sólo una tipa con la cabeza bien puesta. Para algunas cosas, al menos. O digamos que con la cabeza bien puesta y el corazón choreto.
Decidí tomarme un descanso alcohólico y regresar a mis deberes. Había estado rindiendo muy mal en el trabajo –la amenaza de despido se agitaba como una oscura bandera en la boca de mi jefa– y me había ausentado religiosamente de cuanta clase tuviera en la universidad. Así que volví a lo mío. A la aburrida y monocorde sinfonía laboral y a ponerme al día con la vacuidad de la literatura. Y claro, a observarme en detalle.
En la emisora tuve que dedicarme seriamente a los guiones de unos programas especiales sobre Pablo Milanés y Mercedes Sosa. Debían salir al aire a mediados de semana y mi trabajo era urgente porque había que grabarlos en un par de días. Sin embargo, y para mi propia sorpresa, no me tomó demasiado tiempo la hazaña.
En la universidad no me había atrasado tanto. Sólo estaba en deuda con el profesor de Literatura Venezolana, a quien le tenía que entregar un trabajo sobre cualquier escritor del grupo La Alborada. Elegí a Salustio, porque era evidentemente un profundo equivocado en la vida, como yo. Su obra, esa extraña maravilla, había sido ignorada casi sistemáticamente por la crítica. Me dediqué a un poemario suyo cuyas articulaciones estaban enraizadas en la sífilis. Y creo que a partir de allí empezaron a salir de la sombra –erróneamente, sólo luego lo sabría– mis incómodas sospechas. En la observación de mis genitales lo primero que noté fueron unas pequeñas manchas blancas. Luego vinieron un par de llagas y más adelante unas pequeñísimas verrugas oscuras, todo aderezado con una voraz picazón que me hacía ir constantemente a los baños de la emisora y de la Escuela a rascarme. Me rascaba como si estuviera buscando un mundo feliz detrás de mi piel. Sólo cuando estaba a punto de arrancármela, y las sombras rojas se hacían una masa uniformemente siniestra, me detenía. Y así pasaban los días, entre mis uñas abalanzándose furibundas sobre mi piel, los Trece sonetos con estrambote a Sigma de Salustio y el tedio infinito del trabajo, que no me permitía en medio de la erecta rigidez de sus horarios una mínima visita al venerólogo.
            El sábado en la noche fui a casa de Mayra, quien me había pedido ayuda con los ojos reventados en llanto –¡Julián, Julián!–, para hacer una instalación que guardara el concepto y las ideas centrales de Umberto Eco en sus Apocalípticos e integrados. –¡Es que a mis profesores se les ocurren unas cosas! –decía Mayra entre moqueada y moqueada.
Mientras estaba junto a ella frente a su mesa de trabajo, mientras nos embutíamos la tercera botella de vino y yo intercalaba mis ideas respecto a su obra con uno que otro insulto a Julián –a quien conocía perfectamente por el raquetball– comencé a rascarme (ya era un acto inconsciente) con la ferocidad de costumbre. La picazón se había extendido y ya abarcaba toda la parte baja de mi costado, el vientre y la parte superior de mis piernas. Me levanté un poco la camisa y mientras mis uñas desataban su furia sobre mi barriga se desprendió, repentinamente, un mínimo pedazo de piel. Lo tomé entre mis dedos y lo observé. Entonces tuve la impresión de que la piel danzaba entre mis manos. Puse el trozo de la dermis a contraluz y la revelación se estrelló contra mis ojos como un pelotazo de raquet cuando no se tienen los lentes protectores. Efectivamente, algo allí se movía. Acerqué la cosa viva a mi vista y un helado cuchillo comenzó a recorrerme desde la punta de los pies hasta el sitio que debía ocupar mi aureola de San Idiota. Era un animal, una especie de mínima medusa que agitaba sus tentáculos desesperada al haber sido extraída de su hábitat. Horrorizado, llamé la atención de Mayra. Ella se acercó, se enjugó las últimas lágrimas, puso cara de bióloga a punto de encontrar la vacuna contra el cáncer y comenzó a gritar de felicidad: –¡Es una ladilla, un cangrejo, un piojo púbico!
            Tiré el animal al piso y corrí al baño. Me quité la ropa y hundí mi cabeza sobre mi estómago, la giré hacia mis costados, la derramé entre mis piernas. Las pequeñas manchas y cada una de las mínimas verrugas eran esos malditos animales. Los había catires, rojizos y morenos. El asco comenzó a fustigarme, una espesa náusea me recorría de punta a punta, la grima me engullía, el horror me cercaba. Empecé a rascarme con desafuero, a halarme los vellos de toda la zona afectada, a echarme agua compulsivamente, a arrancarme los malditos animales del cuerpo. Ahora lo entendía todo. Y entender era caer en el más franco de los horrores.
Me vestí y salí del baño tan aterrorizado y arrecho como toro lacerado en pleno mediodía de la corrida. Le grité a Mayra y le exigí una explicación de su alegría. Ella se atragantó en una gruesa carcajada y sólo cuando yo abría la puerta para irme, corrió, me tomó por un brazo y me aseguró que eso se quitaba así de fácil, y chasqueó los dedos.
 Eso se quitaba así de fácil. Con chasquido y todo. La frase me parecía totalmente descolgada de la realidad. Mayra comenzó una perorata sobre las formas de contagio de los piojos púbicos, sobre lo sencillo del tratamiento, sobre la multiplicación de los huevos, la reproducción de las bestias, sus formas de andar por los vellos y qué sé yo cuántas cosas más. Mayra, creo no haberlo dicho, era lectora rigurosa de Muy interesante.
Pero a mí todo me sonaba el triple de lo espantoso que era. Se contagiaban por dormir en la intemperie o en moteles cuyas sábanas estaban contaminadas, por usar toallas o ropa interior con huevos, o por tener contacto sexual con una persona invadida, ya que los piojos se desplazaban de un cuerpo al otro deslizándose por las vellosidades. Para tratarlos había que comprar alguna loción que matara a los ya creciditos, pero había también que afeitarse todo el cuerpo, del cuello hacia abajo, para que no fuera a quedar algún huevo prendido a un vello, provocando el renacimiento de la comarca entera.
Sabía perfectamente que yo no había dormido en ninguna parte que no fuera mi casa o la de Eugenia desde hacía más de tres años. Ergo: la hija de puta esa me los había pegado, porque ella seguro los había adquirido de su nuevo amante como la primera flor del enfebrecido amor. Eso me hacía olvidarme por un momento de las muérganas ladillas, cuyos movimientos de patinadoras de hielo los sentía ahora con acabada precisión por todo mi cuerpo. Me obligaba a pensar en el odio titánico que sentía por Eugenia, por su amor de anime y mentiras, por el ensangrentado puñal de su abandono, por la herida atroz de su traición, por mi largo y hondo amor nunca más correspondido.
Salimos a buscar una farmacia de turno y fue absolutamente imposible hallar alguna. Los farmaceutas del Este estarían repatingados en las playas de Margarita, Mochima, Morrocoy o Choroní. Le pedí a Mayra que me dejara en mi casa. Una vez allí me desnudé y, con una lupa en la mano derecha y una tijera desinfectada con alcohol en la izquierda, comencé a arrancarme cuánto animal se me atravesara entre la piel y la mirada. Los malditos piojos se insertaban en la epidermis y se hundían levemente en ella, cuando por fin atracaban en la dermis se aquietaban, haciendo guarida. Había que abrir con el borde de la tijera y halar hacia arriba, deslizarlos a lo largo de todo el vello que habían elegido como torre de operaciones y echarlos luego en un pote para incendiarlos después, infames pecadores, maléficos inquisidores. En eso se me fue la noche. Como a las cuatro de la madrugada desistí de tan absurda empresa. Me faltaban centenares de manchas por explorar. Me eché a la cama, agotado. Y me dormí al son de las caricias y carreras de los pequeños monstruos en mi piel.
A la mañana siguiente me despertó Mayra con un telefonazo. Que me vistiera rápido, que me iba a pasar buscando para continuar con la cacería de farmacias. Me lavé la cara y me di un baño violento para lavarme la sangre ya seca que me había dejado la guerra nocturna. Luego busqué en Internet información sobre mis enemigos y encontré el nombre de la sustancia mágica que los aniquilaría: lindano. Mayra tocó el intercomunicador y bajé raudo como suicida en azotea hasta su carro. Repetimos el recorrido de la noche anterior en vano. Luego nos dirigimos hacia el Centro de la ciudad y por fin allí encontramos una farmacia abierta. Me bajé del carro y le pregunté a una mujer delgada, ojerosa y trasnochada si tenía algún medicamento con lindano. Me miró como si le exigiera un recital de poesía turca.
–¿Para qué sirve eso?
 –Para los piojos púbicos.
 La mujer comenzó a mirarme el cierre del pantalón y se quedó así durante unos segundos, como esperando captar el movimiento de los bastardos bajo el jean. Un golpe de tos por mi parte me devolvió su mirada, de ojo a ojo, de ojera  a ojera.
  –No sabría decirle –gruñó–. Tendría que preguntarle a su médico el nombre exacto del remedio.
Me monté de nuevo en el carro y seguimos el recorrido. Pasamos al lado del edificio donde vivía Julián y a Mayra se le aguaron los ojos. Yo encendí el reproductor. En la emisora universitaria, Soledad Bravo aullaba segura y convencida que no puedo ser feliz, no te puedo olvidar. Apagué el aparato. Cruzamos la calle del edificio en el que vivía mi tía Gertrudis y en la esquina apareció otra farmacia abierta. Me bajé. Entré. Un hombre moreno arreglaba los frascos de vitamina C. Una mujer despeinada bostezaba tras el mostrador. Le pregunté si tenía algo con lindano. Arrugó la cara como un bulldog y se acercó a la computadora. Copió el nombre, pulsó un par de teclas y me miró:
     –Nada. ¿Cómo para qué sirve eso? –arrojó con voz de narcoléptica a punto de caer rendida.
            –Es contra los piojos púbicos.
El moreno dejó a un lado las vitaminas y se acercó a mirarme. La mujer había posado sus ojos en la entrepierna de mi blue jean (manía femenina, ésta, de lo más desagradable para un hombre en mi situación) y parecía ahora bastante alejada de su anterior somnolencia.
–¿Tendrá algo? –le espeté.
 –Déjeme preguntarle a la doctora... –dijo mientras parecía temblar.
 Se dio la vuelta y se acercó a un pasillo trasero mientras una ancianita calva entraba a la tienda.
–¡Doctoraaaaaaaaaa! ¿Tenemos algo para los piojos públicos?
El hombre de la vitamina C irrumpió en una sonora carcajada.
 –Púbicos, quise decir –corrigió ella.
La doctora recomendó un medicamento con nombre de culebra y la mujer lo trajo segundos después.
  –Esto sirve –aseguró.
  –Si te cura los piojos públicos también te cura los púbicos, chamo –le hizo coro el moreno. La anciana calva presenciaba con asco toda la escena.
Pagué y cuando me disponía a salir la viejecita me interpeló:
  –Oye, ¿tú no eres familia de..., de...., vive aquí mismo, cómo es que se llama?
Comencé a sudar frío y la cara horrorizada de mi tía se dibujó ante mí nitidísima. Seguramente la calva aquella era amiga de Gertrudis y tomaban juntas el té todas las tardes mientras jugaban bridge. No cabía duda: mi tía le había mostrado fotos de la familia y de allí me conocía.
 –Del cantante éste de moda, ¿cómo es que se llama?
Negué con la cabeza agradeciendo la equivocación. Luego salí disparado mientras el vendedor me deseaba suerte en el genocidio.
Cuando me monté en el carro, Mayra lloraba amargamente. Había encendido la radio de nuevo –la emisora universitaria– y Silvio Rodríguez chillaba que ojalá por lo menos que me lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones. Apagué el aparato y decidí que no escucharíamos nunca más la emisora universitaria. Los cantautores de trova y protesta eran, en el fondo, una sarta de infelices despechados.
Invité a Mayra a desayunar. Ella se limpió las lágrimas con la franela y estacionó el carro en una arepera cercana.
        –Aquí cenaba con Julián cuando volvíamos de la playa –susurró con la última moqueada. Nos bajamos y entramos al local. Tomamos la mesa de la esquina y a juzgar por el gentío calculamos que sería el único lugar de comida abierto en la ciudad. Yo pedí una Reina Pepeada y Mayra una de guayanés. Algo, aparte de los piojos púbicos corriendo por mi cuerpo, me causaba una extraña incomodidad. Una presencia en el lugar. Mayra me preguntó que por qué tenía esa cara de estreñido y le dije que no me sentía muy bien. Me dijo que de bolas que no, que ella tampoco. Y entonces encontré el factor apestoso que me causaba la tumoración del alma. Unas nueve mesas hacia la izquierda estaban Eugenia y su nuevo amante, amapuchaditos, airosos, felices. Sentí que una flor carnívora se abría en mi estómago y comenzaba a devorarlo todo desde adentro. El mesonero colocó las arepas y los jugos sobre la mesa. Comencé a quedarme sin aire. Mayra me miró preocupada y le señalé la mesa de Eugenia.
–Coño –dijo–. ¿Quieres que nos vayamos a otro sitio?
Eugenia volteó en ese momento y me vio. Alzó la mano en un saludo amistoso y siguió conversando con su nuevo galán. Seguía con su mirada constante, su palabra precisa y su sonrisa perfecta, que yo hubiera querido se le acabaran, escoñetado y pálido como estaba, sin respirar casi.
 Mayra interrumpió mis silenciosos quejidos sorprendida.
–¿Ese carajo es el nuevo novio de Eugenia? Pero si yo lo conozco. Es Marcelo. Estudiamos juntos. Siempre ha intentado salir conmigo, pero nunca le he parado bolas.
Le pedí a Mayra que nos fuéramos. El mesonero nos puso las arepas para llevar y Mayra se bebió su jugo de un trago. Agarramos la autopista y llegamos a mi casa. Le di ochocientas gracias a Mayra por todo y subí. Eché la arepa a la basura, me fui al baño y me desnudé. Recorrí mi rostro apagado, mi mirada caída, la persistencia indeleble de mi amor por Eugenia soldada a mis facciones. Decidí dejarme de autotorturas y puse un disco de Celia Cruz a todo volumen. Comencé a aplicarme el tratamiento. La loción era algo pastosa, pero a fuerza de frotarla terminaba corriendo bien por toda la piel. Seguí las instrucciones al pie de la letra y en cuestión de minutos mi cuerpo estaba empapado de la crema blanquecina. El contacto de ésta con las áreas más irritadas provocaba una especie de fuego supremo, un ardor incontenible en toda la piel, una aproximación prometeica al mundo. Celia Cruz juraba que la vida era un carnaval. Me costaba creerle. Acaso un carnaval de máscaras rotas y trajes raídos. Apagué el equipo.
Decidí ponerme al día con mi trabajo sobre Salustio. Ahora que sabía que no tenía sífilis, me era más fácil aproximarme a los sonetos con estrambote. Mayra también había pensado, en principio, que su herpes era sífilis. Desde segundo año de bachillerato, cuando hicimos una exposición juntos sobre la sífilis –en aquella ridícula materia llamada “Educación para la salud”–, se nos antojaba que cualquier posible ensañamiento genital contra el bienestar corporal propio podía devenir en sífilis. Y eso nos aterrorizaba. Nuestra exposición, unos doce años atrás, había sido de lo más escabrosa y alarmista. Busqué en una vieja enciclopedia médica de mi padre la historia de la sífilis, sus síntomas y tratamientos. Y luego devoré por tercera vez los sonetos de Salustio. “Eres un fuego fatuo muy sucio y mortecino”, le escupía el poeta a la enfermedad, mientras yo sentía el fuego fatuo de la loción apuñalando mi cuerpo. “Soy as de la sífilis y soy su asesino”, se envanecía el arsénico en una oda salustiana, mientras yo sentía que los piojos púbicos comenzaban a huir despavoridos ante el ataque del Crotamitón, que no arsénico ni lindano.
            En un par de horas tenía listo el trabajo. Cerré el libro de Salustio, apagué la computadora y me dediqué a retirar a los animalitos drogados y muertos que colgaban de mis vellos. La plaga parecía tocar a su fin. Entonces me puse a pensar en Mayra y en Julián, en Eugenia y en Marcelo; y una satánica idea invadió mi estrujado corazón; mi aún despierto, aunque aletargado, cerebro.
Llamé a Mayra inmediatamente y le conté mi plan.
–Eres un desgraciado –me dijo mientras prorrumpía nuevamente en un acceso de llanto. Luego me tiró el teléfono.
Sí, era posible que yo me estuviera convirtiendo en un desgraciado, pero las circunstancias me habían impulsado a ello. Más que probado estaba que mientras no lo fuera, el oleaje de la vida me seguiría revolcando, tirándome de cara contra la arena, clavándome corales en las piernas, el pecho, los genitales y el corazón. Sí, me estaba convirtiendo en un desgraciado, pero la historia me absolvería.
Un par de horas más tarde Mayra me llamó. Cuando iba a empezar a recordarle que ella era una mujer perfectamente sana unos meses atrás, que siempre andaba sonriente y que encontraba la luz hasta en el foso más foso del Hades, me dijo que lo había pensado.
–¿Sabías que 80% de las prostitutas y 3% de las monjas tienen herpes genital? ¿Sabías que toda mi vida he odiado a putas y monjas? No hay derecho. No es justo que a mí me pasen estas cosas. Tienes razón. ¡Que se jodan nuestros malefactores!
Aplaudí su decisión sin dejar de preguntarme cómo tres monjas de cada cien podían tener herpes. De cualquier forma estuvimos de acuerdo en salir a celebrarlo. Fuimos al bar de Conrado, el sitio perfecto para el despecho en esta urbe. Pero ni los tangos más amargos de la Rinaldi y la Varela, ni los boleros más destructivos de Toña y Daniel, ni el estruendoso dolor de garganta de La Lupe, ni las rancheras suicidas de Chavela y Jorgito nos sacaron de nuestras nuevas y jugosas sonrisas. Conrado nos observaba sorprendido desde la barra. Los borrachos tristes que pululaban por todo el local nos miraban de reojo, los ojos llenos de envidia y desdén. Por primera vez en la historia, Mayra y yo éramos un par de gallinas en el baile de las cucarachas.
Después de una larga celebración nos fuimos a casa. Cuando Mayra me dejó en el apartamento sentí unas repentinas ganas de besarla. Una alucinación, sin duda. Pensé en lo fantástica que hubiera sido Mayra para mí. En lo bien que nos la llevaríamos como pareja. A ambos nos gustaba la misma música, los mismos libros, las mismas películas. Ambos frecuentábamos los mismos lugares, amábamos las mismas playas. Vivíamos bastante cerca. Sabíamos todo el uno del otro. Nos conocíamos de toda la vida. Nunca cuajaba un silencio incómodo entre nosotros. Hubiésemos podido ser una pareja perfecta. Pero la perfección es un delicado vidrio que de nada se hace ruina, trasto, rastrojo, picadillo. A esa hipotética unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también, hubiera opinado cualquier locutor de la emisora universitaria.
            Me acosté y miré el reloj. En un par de horas debía irme al trabajo. ¿Valdría la pena dormir? Pensé en Eugenia, en su voz amarga y serena, en su manera de abrazarme y de acariciarme la nuca. Pensé en su cuerpo entre mis brazos, en el peso de sus senos –el izquierdo más voluminoso que el derecho– en la palma de mis manos, en acariciar sus firmes y deliciosas nalgas, en las palmaditas que tanto le gustaban, en el temblor de su cuerpo la primera vez. En su agudeza al conversar, en su mirada profunda sobre las cosas, sus críticas paralizantes de la literatura light, las telenovelas criollas, los partidos políticos y las religiones que restringían el delicioso abanico de la dieta diaria venezolana. En su odio profundo a Cortázar, Antonioni y Miles Davis: en nuestras peleas al respecto. Pensé en lo mucho que adoraba a esa mujer. Un piojo intentó escalar mis abdominales para llegar al pecho. Lo aniquilé entre mis uñas. Me di cuenta de cuánto extrañaba a Eugenia. Supe lo irremediablemente solo que estaba y estaría sin ella. Volví a llorar, después de casi una semana en supuesta calma.
Me levanté, entonces, y me dediqué al chequeo periódico de mi cuerpo. Sin duda la loción cumplía con su trabajo. Los movimientos de piel habían desaparecido casi por completo. Me fijé en que los animalitos, una vez separados de la dermis, no podían desplazarse con facilidad si no tenían vellos a su disposición. Noté también que los huevos permanecían intactos, como púas orgullosas en el alambrado púbico. Mayra me lo había advertido. Era imprescindible atacarlos con hojilla.
Me dispuse a iniciar el patético ritual. Aparté algunos piojos que aún se tambaleaban ante el primer ataque de la loción y los eché por la poceta. Reservé, sin embargo, uno de cada especie en un pequeño frasco vacío de antidepresivos. Guardé uno catire, semejante a un corazón albino. En el fondo de su vientre saltaba la delicada forma de su esqueleto. Rescaté también uno colorado. Esa era la variedad más hermosa. Poseía un color escandalosamente ruborizado y era todo él un magnífico cúmulo de sangre fresca y brillante. Salvé, finalmente, a uno de los oscuros. Feo, soso, menos vital que los otros, algo más gordo y pesado. Pero sentía que el Arca no estaba completa si faltaba alguna de las especies. Luego me arranqué una mínima mata de vellos para que pudieran ejercitarse en paz.
Me metí en la ducha y me di un baño de agua hirviendo. Y procedí entonces a desnudar mi cuerpo de toda protección. Unté la crema de afeitar en cada resquicio de mi piel, del cuello hacia abajo, y comencé a pasar la afeitadora. A abrir surcos pálidos en mi pecho, a aclarar mis piernas, a devastar la siembra vellosa de todo mi ser. Tardé horas en estar listo, completamente lampiño y desamparado. Y entonces me regué la loción aniquiladora por última vez. La piel parecía haberse sensibilizado y los rasguños de mi pulso tembloroso durante la afeitada se convirtieron en focos de un intenso ardor. Sudé, sufrí, padecí y casi llegué a llorar de nuevo. La guerra contra los piojos púbicos se parecía demasiado a ciertas etapas de los procesos del duelo amoroso. Pero finalizado el rito tuve la certeza de que esa batalla había concluido. Y tenía todas las razones del mundo para sospechar que la victoria total –la de la guerra– era mía. Me dediqué, entonces, a hervir toda mi ropa, todo lo que a mi alrededor pudiera albergar algún piojo púbico travieso que tomara cartas en el asunto de las venganzas y propiciara mi reinfestación. Herví sábanas, toallas, alfombras, camisas, interiores, medias, pantalones. No quedó un solo rincón del apartamento sin revisar. Sí, la batalla campal había tocado a su fin.
            Me volví a acostar. Estaba totalmente acabado, exhausto, agotado. Necesitaba una gorda dosis de descanso. Aunque pronto me debía levantar decidí dormir al menos un rato. Pero la siesta se infestó de horribles pesadillas. Soñé que era un ciclista maricón. Que me desplazaba por una carretera de montaña y de repente veía a otro ciclista que era Eugenia, pero convertida en hombre. Deteníamos nuestras bicicletas y nos quitábamos la franela. Nos echábamos sobre la grama y Eugenia (Eugenio, se llamaba en el sueño) me preguntaba los secretos de la lozanía de mi piel lampiña. Yo le daba por respuesta un beso profundo, húmedo, devorador. Con los ojos cerrados. De repente sentía un brazo suyo rodeándome. Luego el otro. Y luego otro más. Y otro. Entonces abría los ojos y Eugenia(o) se había convertido en un inmenso piojo púbico de los oscuros. Allí me desperté. Me lavé la cara y me serví un trago. El tiempo de la venganza debía comenzar.
Desde el trabajo llamé a Julián, para invitarlo a jugar raquet, que hacía tiempo que no echábamos una partidita. Quedamos en vernos al día siguiente, en la noche, porque su nueva novia tenía el cumpleaños de su papá y él no quería nada con la familia de nadie. Muy poco tiempo juntos y esas cosas, tú sabes, no vale la pena complicarse. Sí, en la cancha que esté libre, a las siete. Perfecto. Colgamos. En la emisora estaban transmitiendo el programa sobre Pablo Milanés. Me fijé en que, desde la voz de la nueva locutora, mis guiones sonaban algo rebuscados y no muy aptos para ser radiados. Imaginé las quejas de mi jefa cuando acabara la transmisión. La vida no vale nada, aseguró el trovador. Y, claro, yo no podía dejar de darle la razón.
También llamé a Mayra. Sí, ya había cuadrado con Marcelo, le había pedido ayuda para la bendita instalación, ella no entendía del todo las propuestas de McLuhan y Marcuse, al menos no las percibía como antinómicas y, en cualquier caso, cómo llevar eso a la práctica, era un kilo de estopa debajo del Titanic. Sí, Marcelo estaba encantado, había aceptado ayudarla, él era realmente bueno en eso de llevar la teoría a la práctica. Uno de esos chicos que sabe sacarle el jugo a los conceptos y validarlos como frutas, un hombre en contra de la inacción perenne de las teorías. Le dije a Mayra que con eso era suficiente, me estaba vendiendo al bastardo como el hombre ideal para Eugenia, me hacía sentir el doble de idiota de lo mucho que ya yo me sabía. El asunto –cerró Mayra a modo de disculpa eclipsada– es que mañana viene a mi casa, cuando salga de su oficina. Yo iré temprano a comprar el vinito vasco y el salmón, y antes de que llegue Marcelo mi casa estará llena de velas y rosas, las sábanas de seda negra ya en la cama y el trofeo venéreo de mi cuerpo ansioso por atacar y destruir. Cuando colgué con Mayra sentí que nos estábamos comportando como unos niños. Y entonces cayó una inmensa nube sobre mi conciencia, una nube que estaba a punto de estallar en aguaceros morales. Con esa nube me fui a la casa. Al llegar me di un par de cachetadas frente al espejo, puse un disco de Coltrane al máximo volumen y me eché de nuevo en la cama, para blanquear mi mente, alejar la nube y caer en el dulce oleaje del sueño profundo mientras tarareaba, cada vez más débilmente, “Naima”.
Y así, unas veinte horas más tarde, Julián y yo corríamos por toda la cancha, de una pared a la otra, detrás de la bola azul. Golpeábamos con ferocidad, descargando en la pelota nuestros problemas: él su estrés laboral de hombre exitoso, yo el dolor y la ira de mis bajos sentimientos, él con la seguridad de quien ha resuelto todo en la vida, yo con el horror contenido del abandono y odiándome por lo que estaba a punto de hacer. Jugamos tres partidas y Julián las ganó todas, obviamente. Luego nos fuimos a las duchas y conversamos a todo grito mientras nos bañábamos. Yo terminé rápido y salí. Me sequé velozmente y me puse manos a la obra. Le contaba de mi reciente soltería y de cómo podían cambiar las cosas para uno de la noche a la mañana mientras buscaba en mi bolso el frasquito de antidepresivos con los piojos púbicos (el catire, el colorado y el moreno) y me los colocaba en la palma de la mano (el colorado no se movía, quizás había muerto). Julián se seguía duchando y me daba ánimos tratando de convencerme de que la soltería tenía sus ventajas, bastaba imaginar la cantidad de culitos a los que ahora tendría acceso en completa libertad y sin remordimientos. Yo reía y le decía que aquélla era una gran verdad (aunque sabía que ningún culito, aparte del de Eugenia, podía representar la más mínima emoción para mí), luego le preguntaba que cómo le estaba yendo con su nueva novia o si la cosa no era tan formal y aún estaba experimentando la variedad y el caos. Mientras me respondía, aunque en medio de los nervios del delincuente primerizo no pude escuchar lo que contaba, tomé sus interiores limpios (los había dejado fuera del bolso, junto con el resto de la ropa con la que se reincorporaría al mundo después del polideportivo) y les sembré mis tres pequeñas bestias en las costuras internas, aquellas en las que descansaría el peso de sus testículos. Los observé detenidamente, eran tan pequeños que no podían ser vistos sin previa advertencia. Sólo el piojo rojizo resaltaba un poco. Julián cerró la llave del agua y yo arranqué al bicho rojo de los interiores, lo tiré al piso y coloqué la prenda de Julián encima del jean, donde estaba antes, inocentemente malicioso. Luego fingí que me terminaba de secar y me amarré la toalla a la cintura. Miraba a Julián de reojo mientras se escurría el agua del cabello y me decía que si quería me acompañaba un rato al Chicago, un nuevo bar en la avenida Sucre en el que, según le habían dicho sus amigos, había muchas mujeres solas, guapas y hambrientas. Le dije que no, que las partidas me habían chupado todas las fuerzas, que tal vez otro día, y entonces Julián tomó los interiores en sus manos y les estiró la liga para ponérselos. Un piojo púbico metafísico se abrazó a mi alma y empezó a desangrarme la conciencia. Entonces le grité que no lo hiciera. Julián me miró sorprendido y no logró articular palabra. Yo le dije que me diera los interiores, que me los entregara inmediatamente, y me acerqué a él para quitárselos. Julián alzó la mano amenazante y yo me le lancé encima para arrancarle los interiores. Él me empujaba desconcertado y en el forcejeo se me cayó la toalla. Julián me vio totalmente lampiño y enrojeció. Luego soltó una carcajada y me dijo que parecía un ciclista maricón así sin pelo, pero enseguida se enserió de nuevo y en sus ojos leí la duda, la pregunta. En ese momento le arranqué los interiores de las manos y corrí a tirarlos en una de las pocetas.
Julián se acercó con la intención de caerme a coñazos y yo le dije que sí, que aunque no era ciclista sí era maricón y siempre había estado enamorado de él. Julián detuvo el puño en el aire y me miró con náuseas. Luego regresó a su bolso, se vistió rápidamente y se dispuso a salir. Antes de hacerlo volvió hasta donde estaba y se detuvo a pocos milímetros de mí. Me dijo que si lo volvía a buscar me partiría la cara. Luego salió de los vestidores. Yo me quedé en un rincón de los baños, desnudo, desolado. Pensaba en qué diría Eugenia de todo esto. Luego empecé a reírme: una risa que fue creciendo hasta apoderarse de todo mi cuerpo y obligarme a retorcerme en el piso. Tres tipos entraron al baño. Me levanté rápidamente y me vestí. Recogí mis cosas y antes de irme me acerqué a la poceta del interior. Me asomé y descubrí a los dos piojos flotando inertes en el agua. Bajé la palanca y salí. El piojo metafísico también había muerto y yo me sentía, por primera vez desde la separación de Eugenia, en paz.
Llamé a Mayra por teléfono, debía contarle todo y evitar que le pegara el herpes a Marcelo y, por ende, a Eugenia. Me atendió con voz de Dalai Lama y antes de que le dijera nada me aseguró que Marcelo se acababa de ir y que no había hecho lo planeado. Me advirtió que esto sería doloroso para mí, pero que aunque cuando Marcelo entró a su casa ella ya había desistido de nuestros planes, él le había contado que estaba saliendo con una nueva chica que lo tenía enamoradísimo, que no hacía sino pensar en ella y que gracias a ella empezaba a entender que se podía vivir tranquilamente en fidelidad. Yo me quedé en silencio y Mayra me pidió que me fuera a su casa, que la disculpara por mandar al trasto nuestra idea, que pasara por allá, yo necesitaba su apoyo y no debía estar solo, así dijo. Le aseguré que no debía preocuparse de nada, que yo estaba bien y Julián, también, a salvo. Que mejor nos veíamos mañana, quería dormir.
Esa noche soñé con Mayra. En el sueño hacíamos el amor largamente y con desesperación. Cuando terminamos, aún desnudos y sudorosos, con las sábanas revueltas y el cuerpo saciado, hablamos del asunto y convinimos en que ambos nos sentíamos incestuosos. Me desperté en la madrugada y me preparé un sándwich de queso con mermelada. Pensé en Eugenia y me pareció que el amor tenía su ritmo y cumplía sus ciclos, que todo muere, ya se sabe, y que el tiempo, el implacable, el que pasó, sólo su huella triste nos dejó, qué cagada. Imaginé a Eugenia subiendo a un globo que se elevaba por los aires y me la arrancaba de la tierra. Eugenia y el globo interceptando los cielos, desvaneciéndose en el azul, haciéndose sombra y límite, convirtiéndose en nada. Por un momento sentí el deseo verdadero de que Eugenia fuese feliz junto a Marcelo. Y la soledad me aplastó definitivamente.
Me fui al baño y me dediqué un buen rato a observarme el cuerpo. Los primeros cañones ya asomaban en mi piel. Tomé la antología de Salustio y la acaricié un rato, pero no quise leer ningún poema. Encendí el tocadiscos y puse a girar el plato vacío. Me quedé mirándolo con fijeza y se me aguaron los ojos, pero no aparté mi vista de la aguja de diamante colgando inútil en el aire, la goma negra girando interminable. Sentí que las lágrimas comenzaban a correr copiosamente mejillas abajo y tuve la certeza, profunda y absoluta, de que nunca fue tan perfecta una derrota.


Roberto Martínez Bachrich (Venezuela, 1977)

viernes, 7 de septiembre de 2012

Juan Villoro gana el premio José Donoso


Primero, la nota de prensa:

El escritor mexicano Juan Villoro fue galardonado por su extensa y “versátil obra”, con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2012, que entrega desde 2001 la Universidad de Talca en memoria del autor chileno que le da nombre.

Villoro fue designado por “unanimidad” de los seis miembros del jurado, quienes destacaron la diversidad de géneros que ha cosechado durante su trayectoria literaria que el autor de El testigo aporta a la literatura iberoamericana, y por su “diestro manejo lingüístico” en las materias que abordan sus creaciones.

Autor de novelas como Materia dispuesta o Arrecife ; de literatura infantil como El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica o El libro salvaje , y de ensayos y crónicas deportivas, cinematográficas y musicales, Villoro (México 1956) se confesó sorprendido y “agradecido” de recibir el premio.

“Dicen que el que no acepta un premio es porque quiere dos. Estoy muy agradecido. Se trata de un estímulo y creo que la mejor manera de entenderlo es saber que los premios no escriben por ti, no son certificados de inmortalidad, pero son estímulos para que sigas arriesgando”, agradeció al ser contactado telefónicamente por el jurado, reunido en Santiago.

Asimismo, se mostró “orgulloso” de sentirse asociado con la figura del escritor chileno José Donoso (1924-1996), al que conoció en México antes de su muerte, y de quien destacó su sentido del humor, así como su aportación como novelista en el “boom” de la literatura latinoamericana entre los años sesenta y setenta.

“Con Carlos Fuentes, quien murió recientemente, solíamos acordarnos mucho de Donoso, ya que es una figura muy significativa para mí y también desde el punto de vista personal y amistoso”, reveló el autor del ensayo futbolístico Dios es redondo .

Villoro confesó además su conexión personal y literaria con Chile, en donde vivió en primera persona el terremoto del 27 de febrero de 2010 que azotó ese país y que de cuya vivencia escribió el libro 8.8: El miedo en el espejo.

La ceremonia de entrega del premio, que incluye una medalla, un diploma y 30,000 dólares, se realizará durante la Feria Internacional del Libro de Santiago.

Después, un gran relato:

Entre amigos
Juan Villoro
(Publicado en El País, de los días 27 al 31 de agosto de 2000)

El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea alguien pensaba que vivo en una hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono o que dudo mucho en tomar el auricular. Lo segundo, por desgracia, resultó cierto.Era Samuel Kramer. Había vuelto a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior, Kramer viajaba a cuenta del New Yorker. Ahora escribía para Point Blank, una de esas publicaciones donde los anunciantes perfuman sus anuncios. Tardó dos minutos en explicarme que esto significa una mejoría.
-México es un país mágico, pero confuso; necesito tu ayuda para saber qué es horrible y qué es buñuelesco -Kramer pronunció la eñe en forma lujosa, como si chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares. Entonces le conté por qué estaba ofendido.
Dos años antes, Samuel Kramer había llegado a hacer el enésimo reportaje sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales duros y me pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y explicarle cosas que juzgaba míticas. Había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los mexicanos; sabía más que yo del Partido Comunista, el atentado contra Trotsky y el tenue romance entre Frida y el profeta en el exilio. Con voz didáctica, me reveló la importancia de "la herida como noción transexual"; la pintora paralítica era sexy de un modo "muy posmoderno". En forma lógica, Madonna la admiraba sin entenderla. Kramer había investigado con minucia en los archivos; ahora necesitaba un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida. En los días que compartimos, México le pareció un espanto sin folclor. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología ni que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que, a su juicio, convertía a F. K. en un sugerente icono bisexual. De poco sirvió que la ciudad contribuyera a la crónica con un desastre ambiental; el Popocatépetl recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida en Coyoacán bajo una lluvia de cenizas. Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la perdida "región más transparente del aire". Admito que atiborré a Kramer de lugares comunes y cursilerías. Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.
México lo decepcionó como si recorriera un centro ceremonial cubierto de basura y anuncios de neón. Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar con él. Debí renuciar en ese momento; no podía seguir junto a un racista. Eri Morand es un negro de Senegal; vino a México como becario cuando el presidente Luis Echeverría decidió que nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. "No necesito a este informante", Kramer me vio como si yo traficara con etnias equivocadas.
Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de dinero. Aceptó y tuve que buscar adjetivos para sacar a flote el México profundo. También le presenté a Gonzalo Erdiozabal. Aquí, Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los años cuarenta. En Austria, se hizo reverenciar como Xochipili, presunto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma. Obtuvo fondos de ONG y la irrestricta devoción de un movedizo harén de rubias. Obviamente, hubiera sido una desgracia que le entregaran el penacho. Disfrutó la beca Moctezuma hasta que lo venció la nostalgia ("extraño el aire oloroso a gasolina y chicharrón", me dijo en una carta). Durante la primera visita de Kramer, Gonzalo montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con vitíligo que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en la pulpa.
Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Kramer encontró un ambiente típico para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes. Gonzalo y yo le permitimos investigar todo en una semana. Al día siguiente, quiso seguir ahorrando; consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara, detuvo un Volkswagen color perico y el taxista lo llevó a un callejón donde le colocó un picahielo en la yugular. Kramer sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión. Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl volvió a hacer erupción y sus cenizas entraron en las turbinas de los aviones.
Kramer pasó un último día en el hotel del aeropuerto, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me dijo que fuera a verlo. Temí que me pidiera que le regresara el dinero, pero sobre todo, temí ofrecérselo yo. Compadecí a Kramer a la distancia hasta que me mandó su reportaje. El título, de una vulgaridad dermatológica, era lo de menos: Erupciones: Frida y el volcán. El autor me describía como "uno de los locales" y transcribía, sin comillas ni escrúpulos, todo lo que yo había dicho. Su artículo era un despojo de mis ideas; su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al leerlo supe que las tenía). La crónica terminaba con una frase que dije sobre la salsa verde y el adolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido un artículo a mí. Pero la revista necesitaba la laureada firma de Samuel Kramer. Además, no escribo artículos.
El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad. ¿Cómo se atrevía a llamarme?
-Perdón por no mencionarte -dijo Kramer al otro lado de la línea, con voz educada. Hice una pausa, como si pensara en algo importante.
Vi por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme esfera de cemento. Abrió los brazos, como si conquistara la cima de una montaña. Desvié la vista a mi escritorio; la computadora, tapizada de papelitos en los que anoto ideas, parecía un doméstico dios Xipe-Totec, Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el sincretismo había creado un monumento al tema.
Mientras Kramer trataba de congraciarse conmigo ("los correctores aniquilaron adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla"), recordé el mensaje que Katy Suárez había dejado en mi contestadora: "¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú me salvabas. Acuérdate que necesitamos la sinopsis para el viernes. Gracias por salvarme. Un besito".
Oír a Katy es una maravillosa destrucción. Me encantan esas propuestas que me convienen tan poco. Por ella he escrito guiones sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Me ha visto en graves borracheras y mi prosa no siempre ha estado a la altura del aceite de cártamo que debemos promover en los documentales; tiene todos los datos para considerarme un intoxicado con tendencia a arrojar cosas inconvenientes a la cabeza de los productores, y sin embargo, me habla como si acabáramos de ganar un oscar. Ahora trabajaba en un proyecto sobre el sincretismo: "Los mexicanos somos puro collage", me dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero dicha por ella, la frase tiene su chiste. Había desconectado la contestadora para no oír a Katy. Pero el teléfono sonó veinte veces fatales y quise saber qué sociópata me buscaba. Kramer continuaba en la línea; había agotado sus fórmulas de cortesía y aguardaba una respuesta. Revisé mi cartera: dos billetes de 200, con rastros de cocaína (demasiado poca). Iba a aceptar los mil dólares cuando el enviado de Point Blank reanudó la conversación, en un tono confesional. Sus repetidas negativas de volver a México le habían creado una leyenda infausta. Un irlandés antisemita corrió el rumor de que el reportero había hecho algo turbio en su visita anterior. ¿Tenía miedo a sus contactos con la DEA, a sus corruptos informantes, a una india lúbrica y abandonada?
-Fitzgerald dijo que no hay segundos actos en la vida americana -añadió con melancolía.
Insistí en que estaba muy molesto. Yo no era "uno de los locales". Si quería referirse a mí, tenía que poner mi nombre. Fui tajante. Luego le pedí 2.000 dólares.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pensé que Kramer hacía sumas, pero ya estaba en el tema de su artículo:
-¿Qué tan violenta es la Ciudad de México?
Recordé algo que Burroughs le escribió a Kerouac o a Ginsberg o algún otro megadicto:
-No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.
La verdad sea dicha, lo único que me interesaba en la Ciudad de México era la despedida de Keiko, la ballena negra. Los domingos de los divorciados dependen mucho del zoológico y los acuarios. Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para nosotros representa un santuario ballenero.Decidí pasar la mañana con Tania viendo nadar a la ballena (que mi hija, con mayor propiedad, llama "orca"), y la tarde, buscando atractivos parajes violentos con Kramer (esto tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes). Quedaba un asunto pendiente: ¿cuándo escribiría la sinopsis? Mientras trataba de salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de sor Juana, pensé en una razón de fondo que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía La tierra de la gran promesa y donde nunca hay la menor concordancia entre lo que imagino y el apuesto varón que gimotea mis parlamentos en la pantalla? "Escribe una novela", me decía Renata, en los años en que modificaba hábitos en mi favor: "Ahí los efectos especiales salen gratis y los extras no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo interior". Nunca olvidaré esta última frase; Renata me vio con los ojos castaños que por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante y un poco difuso. Ninguna de las acusaciones posteriores ni los altercados que llevaron al divorcio me lastimó como esa expectativa generosa. Su confianza fue más devastadora que sus críticas certeras: hubo una época en que Renata me atribuyó las posibilidades que nunca tuve. Lo cual lleva a la auténtica razón por la que escribo guiones: ahí el "interior" se refiere a la escenografía y se decora con sofás.
Llamé a Gonzalo Erdiozábal. No escribe, pero su biografía parece un documental de etnología moderna. Fue un aguerrido actor de teatro universitario (recitó el monólogo de Hamlet sumido en un pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el Río Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un vídeo sobre la mariposa monarca y abrió un portal en Internet para darle voz a las 56 comunidades indígenas del país. Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores que no conoce y encuentra en mi despensa ingredientes para hacer guisos exquisitos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante. Sin embargo, en momentos de soledad resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi patético deseo de aislarme, y me visitó una y otra vez; llegaba cargado de revistas, vídeos, un ron antillano dificilísimo de conseguir.
Gonzalo me dijo por teléfono que jamás había pensado escribir una sinopsis, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que quise añadir algo:
-Kramer está en México.
La noticia no le interesó. Habló de un antiguo condiscípulo que había montado a Genet en un gimnasio. En su boca, los hechos corren el riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono.
Fui por Tania. La ciudad estaba tapizada de imágenes de la ballena. Éste es un gran sitio para criar pandas. Las orcas necesitan mayor libertad para fundar una familia. A eso se iba Keiko. Se lo expliqué a Tania, que acaba de aprender la palabra "siniestro" y le encuentra numerosas aplicaciones.
Debíamos estar contentos, Keiko tendría familia en altamar. Me vio con ojos entrecerrados. Le conté el cuento de las zanahorias carnívoras antes de que dijera "siniestro". La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo adiós con una aleta mientras cantamos Las golondrinas. Un mariachi de diez trompetas tocó canciones tristísimas y un cantante exclamó: "¡No lloro: no más me sudan los ojos!"
Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír con su boca amenazante. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable.
Había incendios forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada. Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. Tomamos la carretera, sin decir palabra. Odié a Kramer, con el que nunca podría hablar de Keiko, y a Gonzalo, que seguramente había sido instructor de cetáceos en el Pacífico. Dejé a Tania con la promesa de inflarle su ballena y fui a Los Alcatraces. Eran las cuatro de la tarde. Kramer ya había comido; le resultó intriguing que los mexicanos almorzáramos tan tarde. El sitio era ideal para torturarlo y que él me diera las gracias. Había música ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo vemos en los restaurantes típicos, seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres variedades de insectos, molestias suficientemente folclóricas para que mi contertulio las padeciera como experiencias.
La calvicie había ganado terreno en la frente de Kramer. Llevaba una camisa de cuadros y un reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos pequeños, de intensidad lapislázuli, se movían con insistencia, como si buscara una mosca perdida para su reportaje. Pidió café descafeinado (sólo había de olla, con canela y piloncillo). Quería cuidar sus alimentos; sentía un latido en las sienes: bing-bing-bing. "Es la altura, nadie digiere a 2.200 metros", lo tranquilicé. Me habló de sus problemas de trabajo. Lo odiaban en tres redacciones. Había tenido la suerte de ir a sitios que se volvían conflictivos con su llegada. Fue el primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga tóxica del complejo Carbide en Siam. Había ganado premios y enemistades por doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad (36), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiese recorrido África sin aire acondicionado. Sus ojos revisaron las otras mesas antes de decir: "No quería volver a México". ¿Era posible que alguien curtido en golpes de Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana? "Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente", se pasó los dedos por la calva. Me sirvieron un jarrito de café. El asa estaba rota y había sido afianzada con una cinta adhesiva. Señalé mi jarro: "Aquí hasta la maldad es improvisada".
Kramer me gustó más en su faceta paranoica. No era el manipulador aburrido y ambicioso de la visita anterior. Quería hacer su nota y salir huyendo. Costaba trabajo adecuarse a sus temores; había un énfasis desmedido en su conducta, como si ya advirtiera signos del peligro que debía evitar. ¿Me ocultaba algo que sabía o intuía? Más aún: ¿deseaba protegerme a mí, su informante, la Garganta Profunda que arrojaría los convincentes datos del desastre?
Le pedí su teléfono celular. Hablé con Pancho. Me citó a dos calles del restaurante, en el estacionamiento de un Oxxo. Quise que Kramer presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como pedir una Pizza Dominoes. El delito como rutina.
Pancho llegó en un Camaro gris, acompañado de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla; se recargó en ella; dejó caer un papel; tomó los 200 pesos presionados en el saludo. "Cuídate", me dijo, una palabra intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. O quizá no, quizá ejerce la seducción de un rey fenicio defectuosamente embalsamado. Samuel Kramer lo miró con avidez.
Fui al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Pero el cajero miraba con más curiosidad que horror. Desvié la vista. Del otro lado del cristal, Kramer era sacado de mi coche por un tipo de pasamontañas. Una pistola escuadra le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió del asiento trasero de mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes mirábamos la escena desde la tienda: "¡Hijos de su pinche madre!". No vimos el fogonazo de la detonación; el insulto bastó para tirarnos al suelo entre latas y cajas. Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche estaban abiertas, con el desamparo de los autos recién vandalizados. De Kramer sólo quedaba un botón que se le desprendió en la refriega. Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El secuestrador había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las otras dos letras seguían encendidas.
El teniente Natividad Carmona tenía opiniones definidas:-Si masticas, piensas mejor -me tendió un paquete de chicles sabor grosella. Tomé uno aunque no quería.
Un regusto artificial me acompañó en la patrulla. Desde el asiento del copiloto, Martín Palencia le informó a su compañero:
-El Tamal ya mamó.
Carmona no hizo el menor comentario. Yo no sabía quién era el Tamal pero me aterró que su muerte se recibiera con tal indiferencia.
Había tardado en reaccionar ante el secuestro de Kramer. Eso pasa cuando uno lleva cocaína en el bolsillo. ¿Cómo actuar entre tantos curiosos? Pancho estaba surtiendo un material finísimo; tirarlo era un crimen. Regresé al Oxxo y me dirigí a las latas de leche en polvo. Escogí una para lactantes con reflujo, de la marca que salvó a Tania en sus primeros meses. Desprendí la tapa de plástico y coloqué el papel entre la tapa y la superficie metálica. Con suerte, la recuperaría al día siguiente.
Al regresar a mi coche, encontré a dos policías a cargo de la escena. Habían puesto una bolsita con marihuana en mi cajuela de guantes. Podían llevarme a la delegación como testigo sin ese artilugio, pero la fuerza de la costumbre o el deseo de un soborno los impulsó a sembrar un motivo adicional. Iba a sacrificar mi último billete (con rastros aún más incriminatorios), cuando una patrulla reluciente frenó ante nosotros con ese rechinido que los coches nunca producen en el cine mexicano.
Así conocí a los judiciales Natividad Carmona y Martín Palencia. Tenían pelo de hurón y uñas manicureadas. Revisaron el auto con moroso deleite mientras los curiosos distinguían una cicatriz en la frente de Carmona y un Rolex en la muñeca de Palencia. Los policías de uniforme les merecían absoluto desprecio. Los obligaron a irse con su bolsita de marihuana y sus ánimos de extorsión a otra parte. Luego se comunicaron con el hotel de Kramer, Interpol, la DEA, un puesto de guardia en la Embajada. Esta eficiencia se volvió preocupante al combinarse con la frase:
-Vamos a los separos.
Subí a la patrulla. Olía a nuevo. El tablero parecía tener más botones de los necesarios.
-¿Era muy amigo de Kramer? -preguntó Carmona.
Contesté lo que sabía, en forma atropellada, esperando que mi suerte fuera inversa a la del ignoto Tamal. Ellos parecían no oír o esperar que el trayecto activara otra respuesta.
Pasamos por una colonia de casas bajas. Había llovido en esa parte de la ciudad. Cada vez que nos deteníamos junto a un auto, el conductor fingía no vernos. ¿Dónde estaría Kramer? ¿En una barriada miserable, en una casa de seguridad? Lo imaginé arrastrado por sus secuestradores, una espalda que avanzaba hacia una niebla sucia, un cuerpo que empezaba a ser anónimo, inexplicable, una víctima sin cara, producto de un azar profundo, un cadáver lamido con ansias por los perros callejeros. Le atribuí un destino atroz para no pensar en el mío. 36 años en la ciudad bastan para saber que un viaje a los separos no siempre tiene retorno. Aunque hay excepciones, gente que sobrevive una semana en una cañada, con quince heridas de picahielo, electrocutados en tinas de agua fría que regresan para contarlo y que nadie les crea. Pensé esto para darme ánimos. Me vi deforme y vivo, listo para asustar a Tania con mis caricias. Me pregunté si Renata lloraría en mi funeral. No; ni siquiera iría al velatorio; no soportaría que mi madre la abrazara y le dijera palabras tiernas y tristes que revelaban que en el fondo las dos eran culpables de mi muerte.
Quizá lo que me orillaba al melodrama era la ausencia de una amenaza abierta. La patrulla olía bien, yo masticaba un chicle de grosella, avanzábamos sin prisa, respetando las señales.
-¿Conque usted es cineasta? -dijo de pronto Martín Palencia.
-Escribo guiones.
-Le quiero hacer una pregunta: ese Buñuel le entraba a todo, ¿no? Tengo chingos de vídeos en mi casa, de los que decomisamos en Tepito. Con todo respeto, pero yo digo que Buñuel se metía de todo. Clarito se ve que era bien drogote, bien visionudo. Para mí es el Jefe -Palencia movía mucho las manos, sus ojos brillaban, como si llevara mucho tiempo tratando de exponer el tema-. ¡Que un viejito como ése se meta todo lo que quiera! Yo siempre digo: "Shakespeare era puto y a mí qué". Esos cabrones están creando, creando, creando -movió la cabeza con fuerza, a uno y otro lado, un gesto que sugería coca o anfetaminas-. ¿Se acuerda de esa de Buñuel en que dos viejas son una sola? ¡Están tan chulas las cabronas! No se parecen ni madres, pero el pinche anciano las confunde y ninguna le afloja. Yo también las confundiría, verdad de Dios. Así es el surrealismo, ¿no? ¡Puta, cómo me encantaría vivir bien surrealista! -hizo una pausa, luego de un hondo suspiro, me preguntó-: Entonces qué, ¿a qué le entraba el maestro Buñuel?
-Le gustaban los martinis.
-¡Te lo dije, pareja! -Palencia palmeó a Carmona.
Después de una hora eterna, los oficiales juzgaron que tenían suficiente información y me dejaron en el Ministerio Público. Un licenciado me hizo unas cincuenta preguntas, entre ellas si había tenido comercio sexual con Kramer o discrepancias que pudieran llevarme al asesinato. Nadie que deseara protegerse confesaría en forma tan directa. Pero la fuerza del cuestionario era de método. Al terminar, el licenciado repitió las preguntas en otro orden. En esta nueva secuencia, algunas interrogantes cambiaban de sentido, me hacían ver como si yo supiera ciertas cosas antes de que ocurrieran y las hubiese entrevisto o aun planeado.
Contesté como pude. Al llegar a mi departamento me desplomé en la cama. No podía olvidar la cocaína que escondí en el Oxxo. Pensé que no iba a poder dormir, pero caí en un sueño profundo donde, de tanto en tanto, sentía el tenue roce de una aleta.
Desperté a las 8 de la mañana. Me asomé a ver los corredores que circundaban el Parque de la Bola. La contestadora tenía dos mensajes. Uno de Katy: "¡Qué maravilla de sinopsis! Eres genial. Ya sé que los elogios no están de moda, no te ofendas, pero contigo dan ganas de ser anticuadísima. Me muero de ganas de verte. Un besito, bueno: mil". Katy estaba exultante. Yo no sabía que Gonzalo Erdiozábal le hubiera enviado el texto ni recordaba haberle dado el fax de Katy. Aunque, la verdad sea dicha, recordaba muy pocas cosas. El segundo mensaje decía: "Tienes que venir. Tania está hecha un alarido", mi ex mujer me habla como si nuestra hija fuera un incendio y yo una central de alarmas.
Desayuné una dona y un cigarro y salí a casa de Renata. En el trayecto pensé en Katy, su voz entusiasta, su deseo de ser anticuadísima, algo magnífico en un presente desastroso. Gonzalo era un amigo impar.
Encontré a Tania bastante tranquila pero Renata me vio como si calculara las noches que llevo sin dormir. Me explicó el problema: Lobito, el hamster de Tania, se había perdido en el Chevrolet, el vejestorio que causa tantos problemas y demuestra que mi pensión es raquítica.
Busqué al hamster en el Chevrolet y sólo encontré un broche de carey entre las vestiduras, en forma de signo del infinito. Renata lo usaba cuando la conocí. Me pareció tan increíble que ese delgado material translúcido proviniera de una tortuga como que mis dedos lo hubieran desabrochado alguna vez. Ahora el mecanismo se había trabado (o mis dedos perdían facultades). Decidí que Lobito fuera buscado por especialistas. Tania me acompañó al Chevrolet. Un mecánico de bata blanca recibió mi solicitud con apatía, como si todos los clientes llegaran con roedores perdidos. Quizá los gases tóxicos otorgan esa cansada eficiencia:
-Esperen en Atención a Clientes -señaló un rectángulo acristalado, donde un televisor transmitía un comercial del Gobierno que me da especial repugnancia porque yo lo escribí. Durante un minuto se promueve un país donde cuatro paredes prefabricadas califican como un aula y como un logro; la pobreza parece resuelta e imbatible al mismo tiempo: "Ya hicimos lo poco que se podía", se interpreta en la última toma, cuando un niño de ojos extraviados abre la boca ante un gotero. Cerré los ojos hasta que Tania me jaló del pantalón.
El hombre de bata blanca tenía a Lobito en sus manos:
-Tuvimos que desmontar el asiento trasero. También encontramos esto -me tendió una pelota de tenis, que había perdido su fulgor verde en la cavidad del auto.
La tomé con manos temblorosas. Supe, por el contacto velludo y los recuerdos que activaba, que el infame Erdiózabal me había traicionado.
En los años ochenta, Renata quería una vida muy libre, pero también necesitaba coche. Su padre le regaló un Chevrolet y la sumió en contradicciones. Gonzalo Erdiozábal la convenció de mitigar el drama con un rito vernáculo: un sacerdote bendecía taxis el día de San Cristóbal, patrono de los navegantes. Renata no había querido bautizar a Tania. Sin embargo, se sentía tan culpable de llegar a sus clases de antropología en un coche último modelo que el bautizo le pareció una oportunidad de mezclar un regalo burgués con un hecho social.Gonzalo se autonombró padrino de la ceremonia y llevó una hielera con cervezas y botanas del mercado de Tlalpan.
Fuimos a un confín donde la ciudad asombrosamente seguía existiendo. Llegamos tarde y tuvimos que hacer cola entre decenas de taxis. Al fondo, la capilla se alzaba como una casita de muñecas, pintada en azul celeste y rosa mexicano. Gonzalo contrató a un trío para amenizar la espera. Oímos boleros y a la cuarta cerveza sentí compasión por mi amigo. He escatimado un dato esencial: Gonzalo amaba a Renata con desesperación y descaro. Su coqueteo era tan obvio que resultaba inofensivo. Mientras escuchábamos las infinitas maneras de sufrir de amor que proponen los boleros, pensé en el vacío que definía su vida y determinaba sus cambiantes aficiones, la fuga hacia adelante en que se convertían sus años. Algunas mujeres olvidables lo habían acompañado; ninguna le interesó más tiempo que el necesario para tejer un chaleco de colores psicodélicos o aprender las posturas básicas del yoga. Renata servía de pretexto postergado para sus amoríos en falso, la mujer inaccesible y definitiva que lo mantenía en la peor de las proximidades, demasiado cerca para olvidarla, demasiado lejos para olvidar a las otras. Sentí una intensa lástima y le dije a Gonzalo esas cosas que se pronuncian en los silencios de la música sentimental que de pronto regresa a cobrar sus cuentas.
El trío se quedó sin repertorio antes de que llegáramos a la capilla. Cuando finalmente estuvimos a tres taxis de distancia, nos informaron que se había ido el agua, no en la iglesia, sino en toda la colonia. Llevaban meses con el problema y traían agua en cubetas desde una toma a dos kilómetros. Ahora tampoco ahí había agua.
Vimos el hisopo seco del sacerdote y su rostro cubierto de polvo. El viento hacía volar periódicos y bolsas de celofán.
Renata se resignó a que su auto circulara por el limbo y se estacionara en Antropología sin el prestigio compensatorio de un rito popular. Pero Gonzalo estaba borracho y decidido a ser nuestro compadre automotriz. Pidió que lo esperáramos y se perdió en una calle de tierra. Entramos a la capilla. En un altar lateral, el Santo Niño Mecánico sostenía una llave de cruz, ataviado con un ropón de mezclilla. Su rostro color de rosa, con mejillas cárdenas, parecía trabajado por un pintor de rótulos. Estaba rodeado de exvotos que narraban milagros viales y coches a escala que los taxistas dejaban como ofrendas.
Esto bastaba como sorpresa del día, pero Gonzalo había partido con mirada de poseso. Lamenté su soledad, su pasión vicaria por Renata, mi incapacidad de estar más cerca de él.
Un estruendo y una nube de polvo anunciaron su regreso. Venía al frente de un camión de Agua Electropura. Los botellones de cristal despedían un brillo azulado. Gonzalo amenazaba al conductor con el punzón que usaba para hacer signos de peace & love en madera de balsa. Cuando bajó de la cabina, su rostro tenía el desfiguro de la demencia.
El sacerdote se negó a reanudar el sacramento con agua robada (el conductor no podía vendernos un garrafón: "No me autorizan salirme de mi ruta"). Gonzalo lo abofeteó con un abanico de billetes.
-Esa agua ya fue insuflada por el pecado -sentenció el sacerdote. En el aire polvoso, los botellones refulgían como un tesoro.
-¡Por favor! -Gonzalo se arrodilló con patetismo ante el sacerdote. Dos taxistas nos ayudaron a meterlo al coche. No habló en el camino de regreso. Ya en la puerta de su edificio, me abrazó con fuerza. Olía a sudor y suciedad: "Perdóname, soy el peor amigo", masculló muy quedo. Pensé que se refería a la inútil expedición a la iglesia del Niño Mecánico. Ahora, la pelota de tenis articulaba las cosas de otro modo.
Recordé el fin de semana que pasamos con un grupo de amigos en la hacienda de los Martínez, semanas o tal vez días antes del fallido bautizo. Aunque ninguno de nosotros controlaba una raqueta, la cancha de tenis nos imantó como un oasis disponible. Lanzamos muchas pelotas más allá de la malla metálica, pero sólo importa una. Renata y Gonzalo fueron por ellas. Regresaron una hora después, con las manos vacías. Renata tenía la piel enrojecida. Se mordía obsesivamente un padrastro en el dedo índice.
Ahora la pelota había salido del asiento trasero del Chevrolet. ¡A ese mismo hueco fue a dar mi pasaporte cuando Renata y yo hicimos el amor en el Desierto de los Leones! ¿Podía tratarse de otra pelota? El número de ubicaciones de las pelotas del mundo debe ser inconcebible. Pero había otras claves; la relación con Renata se empezó a enfriar en esos días; sus manos me esquivaban, yo le sobraba en las pocas situaciones en que estábamos a solas. Quizá Gonzalo se arrepintió y el bautizo del coche fue una especie de exorcismo con la víctima como tripulante. De cualquier forma, un dato resultaba irrefutable: encontraron la pelota y la usaron de pretexto para refugiarse en el coche, donde finalmente la perdieron. Renata no volvió a interesarse en el tenis, ni en mí, ni en Gonzalo. Tal vez se divorció en bloque de los dos; no concebía a un amigo sin el otro. Quizá necesitó a Gonzalo como lo que siempre había sido, un arrebato imprescindible y breve. Aunque también él perdió a Renata, mi amigo atravesó la línea que lo separaba de ser un hijo de puta. Cuando dijo "perdóname" se refería a una traición innombrable.
La pelota de tenis me ardió en la mano. Sentí tanta rabia que no pude pensar en otra cosa el resto del día y olvidé la lata con cocaína que había dejado en el Oxxo. Traté en vano de localizar a Erdiozábal. Mis manos se movían con pulsiones de estrangulamiento; las calmé quemando los papelitos que decoraban mi computadora, uno por uno, para que eso pareciera una actividad.
Hojeé revistas viejas; en un Rolling Stone encontré una entrevista con Kramer. Una reportera candorosa le preguntaba: "¿Cuál es su lema?". Curiosamente, él tenía uno: "Flotar en las profundidades". Supuse que eso significaba ser un escritor de éxito, tener un lema. Vi mi computadora apagada. Quemé el último papel amarillo y salí a la calle.
El Parque de la Bola no era el mejor sitio para despejar la mente, sobre todo tomando en cuenta que ahí encontré a Martín Palencia. Llevaba un periódico deportivo y un capuchino en vaso de poliuretano para matar unos minutos antes de llamar a mi departamento. Me dijo que la policía judicial había revisado las pertenencias de Kramer y halló anotaciones sobre la violencia, el secuestro exprés, la ordeña en cajeros automáticos, la gente encajuelada en los coches. ¿Qué sabía yo? Dije la verdad: Kramer no había visto nada, quería escribir cosas siniestras, sus editores de Nueva York le exigían eso; México les parece una reserva para la crónica sanguinaria. Recordé el pretencioso lema de Kramer, ahora realmente lo necesitaba. Palencia estaba muy intrigado por la recurrencia del adjetivo buñuelesco en los apuntes. Era una clave, ¿o qué?
-En relación con México, quiere decir horrendo. Nada más.
Martín Palencia esperaba otra versión de mi parte:
-¿Y el pinche surrealismo? ¿No se le ocurre algún tipo de conspiración?
Me despedí, pero Palencia me detuvo de la manga, con dedos impositivos:
-¿No se le hace raro que no hayan pedido rescate?
Sí, era muy raro. Quedé de informar de cualquier clave surrealista y volví a mi edificio. Katy estaba en la puerta.
-Perdón por venir sin avisar, pero tenía muchísimas ganas de verte -sus ojos despedían un brillo adicional; la luz de la tarde les extraía un resplandor violáceo; se pasó la mano por el pelo castaño, nerviosa-. No siempre soy así, de veras.
Subimos al departamento. Lo primero que hizo fue buscar mi computadora, recién despejada de la hojarasca amarilla.
-Me encantó la idea con la que empiezas el guión: la computadora tapizada de papelitos, como un moderno dios Xipe-Totec. Ahí está la desesperación del guionista y el sentido contemporáneo del sincretismo. Pero no vine a ponerme pedante -me tomó de la mano.
Gonzalo Erdiozábal me había usado como personaje de su sinopsis. Su abusiva imaginación era sorprendente, pero no pude seguirla valorando. Los labios de Katy se acercaban a los míos.
No recuperé la cocaína que dejé en la lata de leche. Hubiera sido elegante olvidarme de algo con valor de 20 dólares, pero fui al Oxxo dispuesto a revisar cada lata para bebés con reflujo. No había ninguna. Ese producto se vende en las farmacias; estaba ahí por error durante el secuestro de Kramer.Algo ocurría en la ciudad; una ley inescrutable hacía que cada cosa estuviera en el sitio equivocado. Gonzalo Erdiozábal desapareció sin otra respuesta a mis llamadas que este mensaje en la contestadora: "Ando en la loca; me voy a Chiapas con unos visitadores suecos de derechos humanos. Suerte con el guión".
Pasaron días sin saber de Keiko. Cometí el error de volver con Tania a Reino Aventura. La alberca, atravesada por un infructuoso delfín, parecía un monumento al vacío.
Lo peor de todo era ignorar lo que yo había escrito. Lo mejor: sus consecuencias. Katy tenía un lunar maravilloso en la segunda costilla y una manera única de lamer orejas. Insistía en que se fijó en mí desde antes, pero la sinopsis acabó por convencerla. Con merecido orgullo, se sentía responsable de que yo me hubiera abierto: la sinopsis estaba dirigida a ella. Lo único que a mí me faltaba era saber qué había escritoyo. Katy mencionaba frases en señal de complicidad, con tanta frecuencia que cuando dijo "Dios es la unidad de medida de nuestro dolor", pensé que me citaba. Tuvo que explicar, con humillante clasicismo, que se trataba de una frase de John Lennon.
El texto de Gonzalo debía ser larguísimo, o mi interior muy escueto. El caso es que me mostraba por entero. A Katy le asombró mi valentía para confesar mis caídas ínfimas, mis carencias afectivas, y para sublimarlas en mi interés por el sincretismo mexicano. Nunca antes un documental etnológico había revelado tanto del guionista. Katy se enamoró del espantoso y convincente personaje creado por Gonzalo, la sombra adversa que, obviamente, yo trataba de imitar.
Poco a poco, aminoré las sórdidas mañanas que comenzaban olfateando billetes. Los días sin cocaína no eran fáciles, pero me convencían de ser otra persona, con tics repentinos y una atención aletargada, justo lo necesario para adoptar las poses que me atribuía Katy.
El caso Kramer seguía abierto y tuve que regresar al Ministerio Público. Mis declaraciones fueron confrontadas con las del cajero del Oxxo. Un agente tuerto nos tomó dictado. Escribía muy rápido, con una sola mano, como si se ufanara de una facultad desconocida para la gente con dos ojos.
Al intercalarse, nuestros testimonios pardos, reticentes, causaban una sensación de irrealidad. Había discrepancias de horarios y puntos de vista. Las nociones de antes y después variaban en forma mínima, acaso decisiva. Después de siete horas, un dato se aclaró en mi mente hasta adquirir el rango judicial de evidencia: cuando salimos de Los Alcatraces, volví a usar el teléfono de Kramer para avisarle a Pancho que íbamos en camino. Luego, lo puse en el asiento trasero. Eso fue lo que el segundo secuestrador buscó en mi coche. Me entusiasmó encontrar una pieza faltante en el caos, pero no se la comuniqué al tuerto que escribía con una mano. El teléfono hubiera probado mis vínculos con el proveedor de cocaína. Los hombres de pasamontañas actuaron con eficiencia; Kramer debía desaparecer, sin rastros telefónicos.
Acabé agotado, pero el oficial Martín Palencia aún tuvo ánimos de abordarme. Su compañero Natividad Carmona lo observaba a unos metros, explorando su boca con un mondadientes plateado.
-Mire -me mostró una muñeca Barbie-. Es de las que fabrican en Tuxtepec y les ponen Made in China. Estaba en el cuarto de Kramer.
-Un regalo para su hija, supongo.
-¿Se acuerda de Ensayo de un crimen? Matan a una rubia que está buenísima y la queman como si fuera un maniquí -acarició la cabellera de la Barbie, con intenso fetichismo-. ¡Esto es puro Buñuel, verdad de Dios!
Carmona sonrió a la distancia, con la infinita conmiseración que se concede a los chiflados que el azar situó en nuestra familia.
Palencia insistió: una rubia podría aportar una clave buñuelesca.
Dos días después, una rubia entró a escena, pero no de la clase que esperaba Palencia. Sharon vino a buscar o a resignarse a no encontrar a su marido. Usaba bermudas, como si estuviéramos en un trópico con palmeras, y unos Nike que debían de ser deportivos y parecían ortopédicos. Almorcé con ella y salí con dolor de cabeza. Le molestó que hubiera tantas mesas para fumadores y que los mexicanos sólo conozcamos el queso americano amarillo (en apariencia también hay blanco, más sano). Sus fijaciones alimenticias eran patológicas (tomando en cuenta que estaba gordísima). Sus hábitos culturales se sometían a una dieta no menos severa. Le pregunté si el secuestro de Kramer había salido en CNN.
-No tenemos televisión: es una lobotomía frontal -respondió.
Me entregó el último número de Point Blank. Había un reportaje sobre Kramer: Desaparecido: Missing. Sharon me cayó tan mal que no me pareció ofensivo leer en su presencia. Entre fotos de juventud y testimonios de amigos, el periodista era evocado como un mártir de la libertad de expresión. La Ciudad de México brindaba un trasfondo patibulario al reportaje, un laberinto dominado por sátrapas y deidades aztecas que nunca debieron salir del subsuelo. ¿Qué horrores habrían contemplado los ojos ávidos de veracidad de Samuel Kramer?
Me molestó la instantánea beatificación del periodista, pero me puse de su parte cuando Sharon dijo:
-Samy no es ningún héroe de acción. ¿Sabes cuántos laxantes toma al día? -hizo una pausa; no me extrañó que añadiera-: estábamos a punto de separarnos; veo un ángulo muy raro en todo esto: tal vez se escapó con alguien más, tal vez teme enfrentar a mis abogados.
Yo no tenía una opinión muy alta de Kramer, pero su mujer ofrecía un argumento para el autosecuestro. Estaba convencida de que al actuar sin la menor consideración emocional, cumplía un fin ético. Durante el postre, en el que por desgracia no hubo galletas bajas en calorías, me explicó sus derechos. Si cedía al sentimiento, todo estaría perdido. Había demandado a Point Blank por publicar la historia y fotos del álbum familiar sin su anuencia. Esto disminuía sus posibilidades de vender los derechos para una miniserie cuando se confirmara la desaparición de su marido. Por cierto: en Hollywood no aceptarían a un guionista mexicano. ¿Me interesaba un trabajo de asesor? Nunca una negativa me supo tan dulce:
-Soy amigo de Kramer -mentí.
La pesadilla de frecuentar a Sharon sólo fue matizada por Katy. Probó su amor llevándola a comprar artesanías al Bazar del Sábado y localizando farmacias cercanas a su hotel que abrieran las 24 horas.
Una noche, mientras dormitaba ante las noticias, sonó el teléfono.
-Estoy aquí -oír esa voz trémula significaba entender, con estremecedora sencillez, "estoy vivo".
-¿Dónde es "aquí"?
-En el parque de la Bola.
Me puse los zapatos y crucé la calle. Samuel Kramer estaba junto a la esfera de cemento. Se veía más delgado. Aun de noche, sus ojos reflejaban angustia. Lo abracé. Él no esperaba el gesto; después de un sobresalto, lloró en mi hombro. Un hombre que paseaba un afgano se desvió al vernos.
Kramer llevaba la misma camisa de cuadros. Olía a cuero rancio. Entre sollozos me dijo que lo habían liberado en un taxi. No recordaba mi dirección, pero no podía olvidar la expresión "parque de la Bola". Desvié la vista a la esfera de cemento y distinguí el tenue trazo de los continentes. Por primera vez reparé en que la bola es el mundo.
Fuimos al departamento. Kramer había pasado semanas encapuchado, en un cubil de dos por tres. Sólo le daban de comer cereal y en una ocasión se lo mezclaron con hongos alucinantes. Le quitaban la capucha una vez al día, para que contemplara un
altar con imágenes cristianas, prehispánicas, posmodernas. Una Virgen de Guadalupe, un cuchillo de obsidiana, unos lentes oscuros. En las tardes, durante horas sin término, se oía una pista sonora con The End, de los Doors, y a sus espaldas alguien imitaba la voz dolida y llena de Seconales de Jim Morrison. Una tortura que sin embargo lo ayudó a entender el apocalipsis mexicano. Durante su viaje de hongos, los adornos del altar cobraron una lógica que había olvidado y debía recuperar.
Los ojos de Kramer se desviaban a los lados, como si buscara a una tercera persona en el cuarto. Yo no tenía que buscarla. Era obvio quién lo había secuestrado.
Gonzalo Erdiozábal me recibió en pantuflas, unos objetos peludos, recuerdo de algún viaje por Alaska.
Llegué desencajado, demasiadas cosas se revolvían en mi interior, la zona que con tanto cuidado evito al escribir guiones. Mis palabras, debo admitirlo, no reflejaron la complejidad de mis emociones:
-¿Cómo pudiste? ¿Te crees Dios?
Me refería a sus 15 años de falsa amistad, a su romance con Renata, a la sinopsis donde me retrató sin consideración ni aviso, al secuestro de Kramer, en el que jugó con nuestros destinos como un titiritero enfermo. Me refería a todo eso, pero dejé que él interpretara mis preguntas como le diera la gana.
Gonzalo se sentó en un sofá recubierto de pequeñas alfombras. Todo en su departamento aludía a tribus remotas y al frenesí textil del inquilino. Había estambres huicholes, en colores que reproducían las visiones eléctricas del peyote, y cuadros de una ex novia que tuvo sus quince minutos de fama enhebrando crines de caballo en papel amate. Aquellos códices hípicos, destinados a simbolizar la colonización ecuestre del territorio indígena, habían envejecido mal; carecían de sentido lejos de las protestas y los patrocinios que repudiaron y conmemoraron el Quinto Centenario de la Conquista; además, tenían un aspecto putrefacto.
-Relájate. ¿Quieres un té?
No le di oportunidad de que me sirviera un brebaje de médico naturista. Desvié la vista al cartel de Morrison. El secuestro tenía su sello de marca. ¿Cómo pudo ser tan burdo? Arrodilló a Kramer ante un altar sincrético que tal vez, y la idea me estremeció, aparecería en mi guión. Con frases entrecortadas, sinceras, torpes, hablé de su infinito afán de manipulación. Nos había usado como fichas de un juego absurdo. ¡Podíamos ir a la cárcel! Natividad Carmona salivaba ante cualquier frase en falso que yo decía, Martín Palencia me incorporaba a sus delirios delictivos y buñuelescos. Si yo le importaba un carajo, por lo menos podía pensar en Tania. Un regusto amargo me subió a la boca. No quería ver a Gonzalo. Me concentré en los arabescos de la alfombra.
-Tienes razón. Perdóname -volvió a decir esa palabra que sólo servía para inculparlo-. No te pido que me entiendas. Pero toda historia tiene su reverso. Déjame hablar. Eso es todo.
Lo dejé hablar, no porque quisiera, sino porque los labios me temblaban demasiado para rebelarme.
Me recordó que en la visita anterior de Kramer, él inventó rituales mexicanos por petición mía. Fui yo quien lo involucró con el periodista, en calidad de simulador. Kramer le tomó afecto y le anunció que volvería a México, aun antes que a mí (por eso no se sorprendió ni se interesó cuando le dije que el periodista estaba en la ciudad). ¿Era un pecado que estableciera relaciones por su cuenta? No, claro que no. Samuel se franqueó con él: se estaba divorciando, había perdido el pulso para captar un país en permanente convulsión, sabía que su crónica sobre Frida Kahlo estaba plagada de falsedades (el supervisor de datos de la revista las dejó pasar para chantajearlo después de la publicación). No culpaba a Gonzalo del engaño. Yo era la fuente de las distorsiones, le había dicho toda clase de embustes con tal de saciar su sed de exotismo. En su segunda visita, Kramer decidió verme, pero sólo para cerciorarse de lo que no podía escribir. Mis palabras eran el límite de la credibilidad. Por eso el periodista fue tan esquivo en Los Alcatraces; no desconfiaba de las otras mesas, sino de lo que tenía enfrente. Gracias al plan concebido por Gonzalo, el secuestro lo sumió en la realidad que tanto ansiaba. Las vivencias que tuvo fueron de una devastadora autenticidad. Para ello, había que correr riesgos. En la guerra, a veces un comando elimina a sus propias tropas. El Ejército norteamericano llama a eso como friendly fire, fuego amistoso. ¿Lo sabía yo? Por supuesto que no. Sin embargo, ésta había sido una guerra sin bajas.
-¿Sabes quién pagó el rescate de Kramer? -hizo una pausa que yo no estaba dispuesto a interrum-pir-. Su revista.
Gonzalo habló con el director de Point Blank y le planteó el asunto con la franqueza que usaba ahora. Samuel Kramer estaba siendo sometido a un experimento de periodismo participativo. Si nadie se enteraba del montaje, la crónica podía ser un éxito. Si se negaban a pagar, el reportero moriría. Obviamente esto último era falso, una amenaza destinada a que el pacto adquiriera veracidad tercermundista. La negociación duró dos días. No hubo problema en establecer el monto del rescate; sin embargo, una vez que el director aceptó que su enviado sufriera un calvario controlado, exigió que no lo liberaran antes de varias semanas. Debía padecer en serio los rigores, hasta que cada vejamen encontrara acomodo en su prosa. El director supervisó la tortura psicológica de Kramer, estuvo en México, visitó la casa de seguridad y oyó la apocalíptica versión de The End. Kramer obtuvo lo que quería, un infierno a su medida, un tema para su crónica. Gonzalo sólo había sido el facilitador. Una última cosa: el dinero del rescate había ido a dar a una ONG que ayudaba a los niños pobres de Chiapas, con supervisión del Gobierno sueco. El segundo hombre de pasamontañas había sido un compañero de la organización.
Tanta filantropía me estaba asqueando, pero Gonzalo aún tenía otra dádiva. Me disponía a mencionar a Renata, cuando un teléfono comenzó a sonar. El celular de Kramer estaba en la mesa de centro. Con lentitud teatral, Gonzalo respondió la llamada.
-Para ti -me tendió el aparato.
Era Katy. Gonzalo le había dado ese número. Sólo hablaba para decirme que me quería mucho y extrañaba las arrugas en mis ojos, de pistolero que mata a muchos pero es de los buenos.
La voz de Katy silenció cualquier mención de Renata. Lo que más odiaba de Gonzalo no era lo que había tratado de quitarme y de cualquier forma iba a perder, sino lo que le debía, las palabras tibias e inconexas que Katy me decía al oído.
Entonces le exigí que me diera la sinopsis.
Salí sin el melodrama de azotar la puerta, pero con el despecho de dejarla abierta.
En los siguientes días recibí noticias de Kramer. Se oía exultante: su reportaje había sido un éxito y estaba nominado para el insuperable Meredith Non Fiction Award. Además, se había reconciliado con Sharon. El viaje a México fue un purgatorio indispensable para ambos.
En lo que toca a mi propia escritura, traté de ser fiel a la sinopsis que me proporcionó Gonzalo. El enfoque me daba asco, un manojo de efectos narcisistas, pero en apariencia eso era lo que todo el mundo esperaba de mí. Sólo al imitar una desagradable voz ajena empecé a mostrar la interioridad que alguna vez me atribuyó Renata.
No me atreví a hablar con ella de su posible affaire con Gonzalo. Mi venganza fue entregarle la pelota de tenis que salió del Chevrolet; la suya, haberse olvidado del asunto (la colocó con distracción en un frutero, como una manzana más, y habló con tedioso detalle de las encías de Tania). Katy estableció conmovedoras complicidades con mi hija, aunque nunca entendió nuestro interés por Keiko. Las noticias de la ballena eran tristes: no sabía cazar ni había encontrado pareja en altamar. Era más feliz en su acuario de la Ciudad de México. Lo único bueno es que pronto protagonizaría la película Liberad a Willy. "Tú podrías escribir el guión", me dijo Tania, con la insoportable confianza que años atrás me confirió su madre. Katy tenía razón: había llegado el momento de olvidar a la ballena negra. El último episodio relacionado con Samuel Kramer ocurrió una tarde en que yo no hacía otra cosa que fumar de cara a la ventana, viendo el parque de la Bola y los niños que patinaban en torno al mundo en miniatura. El cielo lucía limpio. Al fin habían terminado los incendios forestales. Un ruido susurrante me hizo volverme hacia la puerta. Alguien había deslizado un sobre en el departamento.
Adiviné el contenido por el peso. Abrí el sobre con sumo cuidado. Junto a los dólares, había un recado de Gonzalo Erdiozábal: "Los compañeros de la ONG me piden que aceptes esta compensación por habernos ayudado".
Media hora más tarde, el teléfono sonó veinte veces. El aire se cargó de la tensión de las llamadas no atendidas. Pero no contesté.

Ahora una foto:



Y ya nada más.