jueves, 5 de julio de 2012

La suerte loca


Roque Dalton nos contaba a Cintio, a Fina y a mí, de cuando estuvo preso en El Salvador; como se negaba a hablar lo iban a fusilar al día siguiente, y lo que más lo aterraba no era la muerte sino que iban a decir que él había delatado: ciertas cosas que ellos ya sabían iban a decir que él las dijo. Así que para los comunistas su muerte no sería de mártir sino de traidor. Desesperado se arrodilló en la cama de su celda, y oró, diciéndole a Dios que era ateo, que no podía creer en él, pero que le hiciera un milagro. Y <<la suerte loca>>, nos dice, <<hace que esa noche haya un terremoto, y se cae la cárcel y yo me escapo>>. Fina le dijo: <<Nosotros le damos otro nombre>>. Y después bromeábamos con Roque Dalton, y cuando hablábamos de Dios delante de él decíamos la Suerte Loca. Y se reía él.

Roque a los diecisiete años se hizo ateo y entró al Partido Comunista. Nos contaba que lo pusieron a recaudar fondos, y algunas veces en el fin de semana él se bebía esos fondos. Lo iban a expulsar, y recurrió a la autocrítica. Era fácil para él, porque en el colegio de los jesuitas había estado acostumbrado a la confesión. Todos los camaradas lo elogiaron por aquella confesión tan humilde, menos un comunista viejo, un sastre, que dijo que él no se dejaba engañar: que esa autocrítica había sido para recibir elogios y que con esos elogios lo volvería a hacer (y Roque reconocía que el viejo había tenido razón).

También me había dicho Roque Dalton: <<Los Partidos Comunistas de América Latina son los más corrompido que te podés imaginar. Te hablo con conocimiento de causa, porque soy miembro militante del Partido Comunista de mi país. Pero yo entré porque creo que las personas decentes deben entrar a estos partidos y no dejarlos sólo a los cabrones>>.
  

Las ínsulas extrañas, Ernesto Cardenal, Editorial Trotta.

lunes, 2 de julio de 2012

MAX MIREBALAIS, alias MAX KASIMIR, MAX VON HAUPTMANN, MAX LE GUEULE, JACQUES ARTIBONITO


Probablemente se llamaba Max Mirebalais aunque a ciencia cierta su nombre real no se sabrá nunca. Sus inicios en la literatura fueron misteriosos: un buen día apareció en las oficinas del director de un periódico y al día siguiente ya estaba recorriendo las calles en busca de noticias o, más a menudo, realizando encargos y recados para sus superiores. Su aprendizaje estuvo marcado a fuego lento por las miserias y servidumbres del periodismo haitiano. Su espíritu perseverante lo hizo acceder, al cabo de dos años, al puesto de ayudante del redactor de notas de sociedad en El Monitor de Puerto Príncipe en donde paseó su deslumbramiento y perplejidad por las fiestas y saraos de las mejores casas de la capital. No cabe duda que desde el primer momento quiso formar parte de ese mundo. Pronto comprendió que sólo existían dos maneras de acceder a él: mediante la violencia abierta, que no venía al caso pues era un hombre apacible y nervioso al que repugnaba hasta la vista de la sangre, o mediante la literatura, que es una forma de violencia soterrada y que concede respetabilidad y en ciertos países jóvenes y sensibles es uno de los disfraces de la escala social.

Fragmento de La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño.