viernes, 7 de septiembre de 2012

Juan Villoro gana el premio José Donoso


Primero, la nota de prensa:

El escritor mexicano Juan Villoro fue galardonado por su extensa y “versátil obra”, con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2012, que entrega desde 2001 la Universidad de Talca en memoria del autor chileno que le da nombre.

Villoro fue designado por “unanimidad” de los seis miembros del jurado, quienes destacaron la diversidad de géneros que ha cosechado durante su trayectoria literaria que el autor de El testigo aporta a la literatura iberoamericana, y por su “diestro manejo lingüístico” en las materias que abordan sus creaciones.

Autor de novelas como Materia dispuesta o Arrecife ; de literatura infantil como El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica o El libro salvaje , y de ensayos y crónicas deportivas, cinematográficas y musicales, Villoro (México 1956) se confesó sorprendido y “agradecido” de recibir el premio.

“Dicen que el que no acepta un premio es porque quiere dos. Estoy muy agradecido. Se trata de un estímulo y creo que la mejor manera de entenderlo es saber que los premios no escriben por ti, no son certificados de inmortalidad, pero son estímulos para que sigas arriesgando”, agradeció al ser contactado telefónicamente por el jurado, reunido en Santiago.

Asimismo, se mostró “orgulloso” de sentirse asociado con la figura del escritor chileno José Donoso (1924-1996), al que conoció en México antes de su muerte, y de quien destacó su sentido del humor, así como su aportación como novelista en el “boom” de la literatura latinoamericana entre los años sesenta y setenta.

“Con Carlos Fuentes, quien murió recientemente, solíamos acordarnos mucho de Donoso, ya que es una figura muy significativa para mí y también desde el punto de vista personal y amistoso”, reveló el autor del ensayo futbolístico Dios es redondo .

Villoro confesó además su conexión personal y literaria con Chile, en donde vivió en primera persona el terremoto del 27 de febrero de 2010 que azotó ese país y que de cuya vivencia escribió el libro 8.8: El miedo en el espejo.

La ceremonia de entrega del premio, que incluye una medalla, un diploma y 30,000 dólares, se realizará durante la Feria Internacional del Libro de Santiago.

Después, un gran relato:

Entre amigos
Juan Villoro
(Publicado en El País, de los días 27 al 31 de agosto de 2000)

El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea alguien pensaba que vivo en una hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono o que dudo mucho en tomar el auricular. Lo segundo, por desgracia, resultó cierto.Era Samuel Kramer. Había vuelto a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior, Kramer viajaba a cuenta del New Yorker. Ahora escribía para Point Blank, una de esas publicaciones donde los anunciantes perfuman sus anuncios. Tardó dos minutos en explicarme que esto significa una mejoría.
-México es un país mágico, pero confuso; necesito tu ayuda para saber qué es horrible y qué es buñuelesco -Kramer pronunció la eñe en forma lujosa, como si chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares. Entonces le conté por qué estaba ofendido.
Dos años antes, Samuel Kramer había llegado a hacer el enésimo reportaje sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales duros y me pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y explicarle cosas que juzgaba míticas. Había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los mexicanos; sabía más que yo del Partido Comunista, el atentado contra Trotsky y el tenue romance entre Frida y el profeta en el exilio. Con voz didáctica, me reveló la importancia de "la herida como noción transexual"; la pintora paralítica era sexy de un modo "muy posmoderno". En forma lógica, Madonna la admiraba sin entenderla. Kramer había investigado con minucia en los archivos; ahora necesitaba un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida. En los días que compartimos, México le pareció un espanto sin folclor. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología ni que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que, a su juicio, convertía a F. K. en un sugerente icono bisexual. De poco sirvió que la ciudad contribuyera a la crónica con un desastre ambiental; el Popocatépetl recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida en Coyoacán bajo una lluvia de cenizas. Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la perdida "región más transparente del aire". Admito que atiborré a Kramer de lugares comunes y cursilerías. Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.
México lo decepcionó como si recorriera un centro ceremonial cubierto de basura y anuncios de neón. Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar con él. Debí renuciar en ese momento; no podía seguir junto a un racista. Eri Morand es un negro de Senegal; vino a México como becario cuando el presidente Luis Echeverría decidió que nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. "No necesito a este informante", Kramer me vio como si yo traficara con etnias equivocadas.
Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de dinero. Aceptó y tuve que buscar adjetivos para sacar a flote el México profundo. También le presenté a Gonzalo Erdiozabal. Aquí, Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los años cuarenta. En Austria, se hizo reverenciar como Xochipili, presunto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma. Obtuvo fondos de ONG y la irrestricta devoción de un movedizo harén de rubias. Obviamente, hubiera sido una desgracia que le entregaran el penacho. Disfrutó la beca Moctezuma hasta que lo venció la nostalgia ("extraño el aire oloroso a gasolina y chicharrón", me dijo en una carta). Durante la primera visita de Kramer, Gonzalo montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con vitíligo que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en la pulpa.
Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Kramer encontró un ambiente típico para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes. Gonzalo y yo le permitimos investigar todo en una semana. Al día siguiente, quiso seguir ahorrando; consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara, detuvo un Volkswagen color perico y el taxista lo llevó a un callejón donde le colocó un picahielo en la yugular. Kramer sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión. Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl volvió a hacer erupción y sus cenizas entraron en las turbinas de los aviones.
Kramer pasó un último día en el hotel del aeropuerto, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me dijo que fuera a verlo. Temí que me pidiera que le regresara el dinero, pero sobre todo, temí ofrecérselo yo. Compadecí a Kramer a la distancia hasta que me mandó su reportaje. El título, de una vulgaridad dermatológica, era lo de menos: Erupciones: Frida y el volcán. El autor me describía como "uno de los locales" y transcribía, sin comillas ni escrúpulos, todo lo que yo había dicho. Su artículo era un despojo de mis ideas; su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al leerlo supe que las tenía). La crónica terminaba con una frase que dije sobre la salsa verde y el adolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido un artículo a mí. Pero la revista necesitaba la laureada firma de Samuel Kramer. Además, no escribo artículos.
El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad. ¿Cómo se atrevía a llamarme?
-Perdón por no mencionarte -dijo Kramer al otro lado de la línea, con voz educada. Hice una pausa, como si pensara en algo importante.
Vi por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme esfera de cemento. Abrió los brazos, como si conquistara la cima de una montaña. Desvié la vista a mi escritorio; la computadora, tapizada de papelitos en los que anoto ideas, parecía un doméstico dios Xipe-Totec, Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el sincretismo había creado un monumento al tema.
Mientras Kramer trataba de congraciarse conmigo ("los correctores aniquilaron adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla"), recordé el mensaje que Katy Suárez había dejado en mi contestadora: "¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú me salvabas. Acuérdate que necesitamos la sinopsis para el viernes. Gracias por salvarme. Un besito".
Oír a Katy es una maravillosa destrucción. Me encantan esas propuestas que me convienen tan poco. Por ella he escrito guiones sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Me ha visto en graves borracheras y mi prosa no siempre ha estado a la altura del aceite de cártamo que debemos promover en los documentales; tiene todos los datos para considerarme un intoxicado con tendencia a arrojar cosas inconvenientes a la cabeza de los productores, y sin embargo, me habla como si acabáramos de ganar un oscar. Ahora trabajaba en un proyecto sobre el sincretismo: "Los mexicanos somos puro collage", me dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero dicha por ella, la frase tiene su chiste. Había desconectado la contestadora para no oír a Katy. Pero el teléfono sonó veinte veces fatales y quise saber qué sociópata me buscaba. Kramer continuaba en la línea; había agotado sus fórmulas de cortesía y aguardaba una respuesta. Revisé mi cartera: dos billetes de 200, con rastros de cocaína (demasiado poca). Iba a aceptar los mil dólares cuando el enviado de Point Blank reanudó la conversación, en un tono confesional. Sus repetidas negativas de volver a México le habían creado una leyenda infausta. Un irlandés antisemita corrió el rumor de que el reportero había hecho algo turbio en su visita anterior. ¿Tenía miedo a sus contactos con la DEA, a sus corruptos informantes, a una india lúbrica y abandonada?
-Fitzgerald dijo que no hay segundos actos en la vida americana -añadió con melancolía.
Insistí en que estaba muy molesto. Yo no era "uno de los locales". Si quería referirse a mí, tenía que poner mi nombre. Fui tajante. Luego le pedí 2.000 dólares.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pensé que Kramer hacía sumas, pero ya estaba en el tema de su artículo:
-¿Qué tan violenta es la Ciudad de México?
Recordé algo que Burroughs le escribió a Kerouac o a Ginsberg o algún otro megadicto:
-No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.
La verdad sea dicha, lo único que me interesaba en la Ciudad de México era la despedida de Keiko, la ballena negra. Los domingos de los divorciados dependen mucho del zoológico y los acuarios. Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para nosotros representa un santuario ballenero.Decidí pasar la mañana con Tania viendo nadar a la ballena (que mi hija, con mayor propiedad, llama "orca"), y la tarde, buscando atractivos parajes violentos con Kramer (esto tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes). Quedaba un asunto pendiente: ¿cuándo escribiría la sinopsis? Mientras trataba de salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de sor Juana, pensé en una razón de fondo que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía La tierra de la gran promesa y donde nunca hay la menor concordancia entre lo que imagino y el apuesto varón que gimotea mis parlamentos en la pantalla? "Escribe una novela", me decía Renata, en los años en que modificaba hábitos en mi favor: "Ahí los efectos especiales salen gratis y los extras no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo interior". Nunca olvidaré esta última frase; Renata me vio con los ojos castaños que por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante y un poco difuso. Ninguna de las acusaciones posteriores ni los altercados que llevaron al divorcio me lastimó como esa expectativa generosa. Su confianza fue más devastadora que sus críticas certeras: hubo una época en que Renata me atribuyó las posibilidades que nunca tuve. Lo cual lleva a la auténtica razón por la que escribo guiones: ahí el "interior" se refiere a la escenografía y se decora con sofás.
Llamé a Gonzalo Erdiozábal. No escribe, pero su biografía parece un documental de etnología moderna. Fue un aguerrido actor de teatro universitario (recitó el monólogo de Hamlet sumido en un pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el Río Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un vídeo sobre la mariposa monarca y abrió un portal en Internet para darle voz a las 56 comunidades indígenas del país. Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores que no conoce y encuentra en mi despensa ingredientes para hacer guisos exquisitos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante. Sin embargo, en momentos de soledad resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi patético deseo de aislarme, y me visitó una y otra vez; llegaba cargado de revistas, vídeos, un ron antillano dificilísimo de conseguir.
Gonzalo me dijo por teléfono que jamás había pensado escribir una sinopsis, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que quise añadir algo:
-Kramer está en México.
La noticia no le interesó. Habló de un antiguo condiscípulo que había montado a Genet en un gimnasio. En su boca, los hechos corren el riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono.
Fui por Tania. La ciudad estaba tapizada de imágenes de la ballena. Éste es un gran sitio para criar pandas. Las orcas necesitan mayor libertad para fundar una familia. A eso se iba Keiko. Se lo expliqué a Tania, que acaba de aprender la palabra "siniestro" y le encuentra numerosas aplicaciones.
Debíamos estar contentos, Keiko tendría familia en altamar. Me vio con ojos entrecerrados. Le conté el cuento de las zanahorias carnívoras antes de que dijera "siniestro". La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo adiós con una aleta mientras cantamos Las golondrinas. Un mariachi de diez trompetas tocó canciones tristísimas y un cantante exclamó: "¡No lloro: no más me sudan los ojos!"
Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír con su boca amenazante. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable.
Había incendios forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada. Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. Tomamos la carretera, sin decir palabra. Odié a Kramer, con el que nunca podría hablar de Keiko, y a Gonzalo, que seguramente había sido instructor de cetáceos en el Pacífico. Dejé a Tania con la promesa de inflarle su ballena y fui a Los Alcatraces. Eran las cuatro de la tarde. Kramer ya había comido; le resultó intriguing que los mexicanos almorzáramos tan tarde. El sitio era ideal para torturarlo y que él me diera las gracias. Había música ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo vemos en los restaurantes típicos, seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres variedades de insectos, molestias suficientemente folclóricas para que mi contertulio las padeciera como experiencias.
La calvicie había ganado terreno en la frente de Kramer. Llevaba una camisa de cuadros y un reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos pequeños, de intensidad lapislázuli, se movían con insistencia, como si buscara una mosca perdida para su reportaje. Pidió café descafeinado (sólo había de olla, con canela y piloncillo). Quería cuidar sus alimentos; sentía un latido en las sienes: bing-bing-bing. "Es la altura, nadie digiere a 2.200 metros", lo tranquilicé. Me habló de sus problemas de trabajo. Lo odiaban en tres redacciones. Había tenido la suerte de ir a sitios que se volvían conflictivos con su llegada. Fue el primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga tóxica del complejo Carbide en Siam. Había ganado premios y enemistades por doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad (36), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiese recorrido África sin aire acondicionado. Sus ojos revisaron las otras mesas antes de decir: "No quería volver a México". ¿Era posible que alguien curtido en golpes de Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana? "Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente", se pasó los dedos por la calva. Me sirvieron un jarrito de café. El asa estaba rota y había sido afianzada con una cinta adhesiva. Señalé mi jarro: "Aquí hasta la maldad es improvisada".
Kramer me gustó más en su faceta paranoica. No era el manipulador aburrido y ambicioso de la visita anterior. Quería hacer su nota y salir huyendo. Costaba trabajo adecuarse a sus temores; había un énfasis desmedido en su conducta, como si ya advirtiera signos del peligro que debía evitar. ¿Me ocultaba algo que sabía o intuía? Más aún: ¿deseaba protegerme a mí, su informante, la Garganta Profunda que arrojaría los convincentes datos del desastre?
Le pedí su teléfono celular. Hablé con Pancho. Me citó a dos calles del restaurante, en el estacionamiento de un Oxxo. Quise que Kramer presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como pedir una Pizza Dominoes. El delito como rutina.
Pancho llegó en un Camaro gris, acompañado de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla; se recargó en ella; dejó caer un papel; tomó los 200 pesos presionados en el saludo. "Cuídate", me dijo, una palabra intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. O quizá no, quizá ejerce la seducción de un rey fenicio defectuosamente embalsamado. Samuel Kramer lo miró con avidez.
Fui al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Pero el cajero miraba con más curiosidad que horror. Desvié la vista. Del otro lado del cristal, Kramer era sacado de mi coche por un tipo de pasamontañas. Una pistola escuadra le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió del asiento trasero de mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes mirábamos la escena desde la tienda: "¡Hijos de su pinche madre!". No vimos el fogonazo de la detonación; el insulto bastó para tirarnos al suelo entre latas y cajas. Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche estaban abiertas, con el desamparo de los autos recién vandalizados. De Kramer sólo quedaba un botón que se le desprendió en la refriega. Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El secuestrador había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las otras dos letras seguían encendidas.
El teniente Natividad Carmona tenía opiniones definidas:-Si masticas, piensas mejor -me tendió un paquete de chicles sabor grosella. Tomé uno aunque no quería.
Un regusto artificial me acompañó en la patrulla. Desde el asiento del copiloto, Martín Palencia le informó a su compañero:
-El Tamal ya mamó.
Carmona no hizo el menor comentario. Yo no sabía quién era el Tamal pero me aterró que su muerte se recibiera con tal indiferencia.
Había tardado en reaccionar ante el secuestro de Kramer. Eso pasa cuando uno lleva cocaína en el bolsillo. ¿Cómo actuar entre tantos curiosos? Pancho estaba surtiendo un material finísimo; tirarlo era un crimen. Regresé al Oxxo y me dirigí a las latas de leche en polvo. Escogí una para lactantes con reflujo, de la marca que salvó a Tania en sus primeros meses. Desprendí la tapa de plástico y coloqué el papel entre la tapa y la superficie metálica. Con suerte, la recuperaría al día siguiente.
Al regresar a mi coche, encontré a dos policías a cargo de la escena. Habían puesto una bolsita con marihuana en mi cajuela de guantes. Podían llevarme a la delegación como testigo sin ese artilugio, pero la fuerza de la costumbre o el deseo de un soborno los impulsó a sembrar un motivo adicional. Iba a sacrificar mi último billete (con rastros aún más incriminatorios), cuando una patrulla reluciente frenó ante nosotros con ese rechinido que los coches nunca producen en el cine mexicano.
Así conocí a los judiciales Natividad Carmona y Martín Palencia. Tenían pelo de hurón y uñas manicureadas. Revisaron el auto con moroso deleite mientras los curiosos distinguían una cicatriz en la frente de Carmona y un Rolex en la muñeca de Palencia. Los policías de uniforme les merecían absoluto desprecio. Los obligaron a irse con su bolsita de marihuana y sus ánimos de extorsión a otra parte. Luego se comunicaron con el hotel de Kramer, Interpol, la DEA, un puesto de guardia en la Embajada. Esta eficiencia se volvió preocupante al combinarse con la frase:
-Vamos a los separos.
Subí a la patrulla. Olía a nuevo. El tablero parecía tener más botones de los necesarios.
-¿Era muy amigo de Kramer? -preguntó Carmona.
Contesté lo que sabía, en forma atropellada, esperando que mi suerte fuera inversa a la del ignoto Tamal. Ellos parecían no oír o esperar que el trayecto activara otra respuesta.
Pasamos por una colonia de casas bajas. Había llovido en esa parte de la ciudad. Cada vez que nos deteníamos junto a un auto, el conductor fingía no vernos. ¿Dónde estaría Kramer? ¿En una barriada miserable, en una casa de seguridad? Lo imaginé arrastrado por sus secuestradores, una espalda que avanzaba hacia una niebla sucia, un cuerpo que empezaba a ser anónimo, inexplicable, una víctima sin cara, producto de un azar profundo, un cadáver lamido con ansias por los perros callejeros. Le atribuí un destino atroz para no pensar en el mío. 36 años en la ciudad bastan para saber que un viaje a los separos no siempre tiene retorno. Aunque hay excepciones, gente que sobrevive una semana en una cañada, con quince heridas de picahielo, electrocutados en tinas de agua fría que regresan para contarlo y que nadie les crea. Pensé esto para darme ánimos. Me vi deforme y vivo, listo para asustar a Tania con mis caricias. Me pregunté si Renata lloraría en mi funeral. No; ni siquiera iría al velatorio; no soportaría que mi madre la abrazara y le dijera palabras tiernas y tristes que revelaban que en el fondo las dos eran culpables de mi muerte.
Quizá lo que me orillaba al melodrama era la ausencia de una amenaza abierta. La patrulla olía bien, yo masticaba un chicle de grosella, avanzábamos sin prisa, respetando las señales.
-¿Conque usted es cineasta? -dijo de pronto Martín Palencia.
-Escribo guiones.
-Le quiero hacer una pregunta: ese Buñuel le entraba a todo, ¿no? Tengo chingos de vídeos en mi casa, de los que decomisamos en Tepito. Con todo respeto, pero yo digo que Buñuel se metía de todo. Clarito se ve que era bien drogote, bien visionudo. Para mí es el Jefe -Palencia movía mucho las manos, sus ojos brillaban, como si llevara mucho tiempo tratando de exponer el tema-. ¡Que un viejito como ése se meta todo lo que quiera! Yo siempre digo: "Shakespeare era puto y a mí qué". Esos cabrones están creando, creando, creando -movió la cabeza con fuerza, a uno y otro lado, un gesto que sugería coca o anfetaminas-. ¿Se acuerda de esa de Buñuel en que dos viejas son una sola? ¡Están tan chulas las cabronas! No se parecen ni madres, pero el pinche anciano las confunde y ninguna le afloja. Yo también las confundiría, verdad de Dios. Así es el surrealismo, ¿no? ¡Puta, cómo me encantaría vivir bien surrealista! -hizo una pausa, luego de un hondo suspiro, me preguntó-: Entonces qué, ¿a qué le entraba el maestro Buñuel?
-Le gustaban los martinis.
-¡Te lo dije, pareja! -Palencia palmeó a Carmona.
Después de una hora eterna, los oficiales juzgaron que tenían suficiente información y me dejaron en el Ministerio Público. Un licenciado me hizo unas cincuenta preguntas, entre ellas si había tenido comercio sexual con Kramer o discrepancias que pudieran llevarme al asesinato. Nadie que deseara protegerse confesaría en forma tan directa. Pero la fuerza del cuestionario era de método. Al terminar, el licenciado repitió las preguntas en otro orden. En esta nueva secuencia, algunas interrogantes cambiaban de sentido, me hacían ver como si yo supiera ciertas cosas antes de que ocurrieran y las hubiese entrevisto o aun planeado.
Contesté como pude. Al llegar a mi departamento me desplomé en la cama. No podía olvidar la cocaína que escondí en el Oxxo. Pensé que no iba a poder dormir, pero caí en un sueño profundo donde, de tanto en tanto, sentía el tenue roce de una aleta.
Desperté a las 8 de la mañana. Me asomé a ver los corredores que circundaban el Parque de la Bola. La contestadora tenía dos mensajes. Uno de Katy: "¡Qué maravilla de sinopsis! Eres genial. Ya sé que los elogios no están de moda, no te ofendas, pero contigo dan ganas de ser anticuadísima. Me muero de ganas de verte. Un besito, bueno: mil". Katy estaba exultante. Yo no sabía que Gonzalo Erdiozábal le hubiera enviado el texto ni recordaba haberle dado el fax de Katy. Aunque, la verdad sea dicha, recordaba muy pocas cosas. El segundo mensaje decía: "Tienes que venir. Tania está hecha un alarido", mi ex mujer me habla como si nuestra hija fuera un incendio y yo una central de alarmas.
Desayuné una dona y un cigarro y salí a casa de Renata. En el trayecto pensé en Katy, su voz entusiasta, su deseo de ser anticuadísima, algo magnífico en un presente desastroso. Gonzalo era un amigo impar.
Encontré a Tania bastante tranquila pero Renata me vio como si calculara las noches que llevo sin dormir. Me explicó el problema: Lobito, el hamster de Tania, se había perdido en el Chevrolet, el vejestorio que causa tantos problemas y demuestra que mi pensión es raquítica.
Busqué al hamster en el Chevrolet y sólo encontré un broche de carey entre las vestiduras, en forma de signo del infinito. Renata lo usaba cuando la conocí. Me pareció tan increíble que ese delgado material translúcido proviniera de una tortuga como que mis dedos lo hubieran desabrochado alguna vez. Ahora el mecanismo se había trabado (o mis dedos perdían facultades). Decidí que Lobito fuera buscado por especialistas. Tania me acompañó al Chevrolet. Un mecánico de bata blanca recibió mi solicitud con apatía, como si todos los clientes llegaran con roedores perdidos. Quizá los gases tóxicos otorgan esa cansada eficiencia:
-Esperen en Atención a Clientes -señaló un rectángulo acristalado, donde un televisor transmitía un comercial del Gobierno que me da especial repugnancia porque yo lo escribí. Durante un minuto se promueve un país donde cuatro paredes prefabricadas califican como un aula y como un logro; la pobreza parece resuelta e imbatible al mismo tiempo: "Ya hicimos lo poco que se podía", se interpreta en la última toma, cuando un niño de ojos extraviados abre la boca ante un gotero. Cerré los ojos hasta que Tania me jaló del pantalón.
El hombre de bata blanca tenía a Lobito en sus manos:
-Tuvimos que desmontar el asiento trasero. También encontramos esto -me tendió una pelota de tenis, que había perdido su fulgor verde en la cavidad del auto.
La tomé con manos temblorosas. Supe, por el contacto velludo y los recuerdos que activaba, que el infame Erdiózabal me había traicionado.
En los años ochenta, Renata quería una vida muy libre, pero también necesitaba coche. Su padre le regaló un Chevrolet y la sumió en contradicciones. Gonzalo Erdiozábal la convenció de mitigar el drama con un rito vernáculo: un sacerdote bendecía taxis el día de San Cristóbal, patrono de los navegantes. Renata no había querido bautizar a Tania. Sin embargo, se sentía tan culpable de llegar a sus clases de antropología en un coche último modelo que el bautizo le pareció una oportunidad de mezclar un regalo burgués con un hecho social.Gonzalo se autonombró padrino de la ceremonia y llevó una hielera con cervezas y botanas del mercado de Tlalpan.
Fuimos a un confín donde la ciudad asombrosamente seguía existiendo. Llegamos tarde y tuvimos que hacer cola entre decenas de taxis. Al fondo, la capilla se alzaba como una casita de muñecas, pintada en azul celeste y rosa mexicano. Gonzalo contrató a un trío para amenizar la espera. Oímos boleros y a la cuarta cerveza sentí compasión por mi amigo. He escatimado un dato esencial: Gonzalo amaba a Renata con desesperación y descaro. Su coqueteo era tan obvio que resultaba inofensivo. Mientras escuchábamos las infinitas maneras de sufrir de amor que proponen los boleros, pensé en el vacío que definía su vida y determinaba sus cambiantes aficiones, la fuga hacia adelante en que se convertían sus años. Algunas mujeres olvidables lo habían acompañado; ninguna le interesó más tiempo que el necesario para tejer un chaleco de colores psicodélicos o aprender las posturas básicas del yoga. Renata servía de pretexto postergado para sus amoríos en falso, la mujer inaccesible y definitiva que lo mantenía en la peor de las proximidades, demasiado cerca para olvidarla, demasiado lejos para olvidar a las otras. Sentí una intensa lástima y le dije a Gonzalo esas cosas que se pronuncian en los silencios de la música sentimental que de pronto regresa a cobrar sus cuentas.
El trío se quedó sin repertorio antes de que llegáramos a la capilla. Cuando finalmente estuvimos a tres taxis de distancia, nos informaron que se había ido el agua, no en la iglesia, sino en toda la colonia. Llevaban meses con el problema y traían agua en cubetas desde una toma a dos kilómetros. Ahora tampoco ahí había agua.
Vimos el hisopo seco del sacerdote y su rostro cubierto de polvo. El viento hacía volar periódicos y bolsas de celofán.
Renata se resignó a que su auto circulara por el limbo y se estacionara en Antropología sin el prestigio compensatorio de un rito popular. Pero Gonzalo estaba borracho y decidido a ser nuestro compadre automotriz. Pidió que lo esperáramos y se perdió en una calle de tierra. Entramos a la capilla. En un altar lateral, el Santo Niño Mecánico sostenía una llave de cruz, ataviado con un ropón de mezclilla. Su rostro color de rosa, con mejillas cárdenas, parecía trabajado por un pintor de rótulos. Estaba rodeado de exvotos que narraban milagros viales y coches a escala que los taxistas dejaban como ofrendas.
Esto bastaba como sorpresa del día, pero Gonzalo había partido con mirada de poseso. Lamenté su soledad, su pasión vicaria por Renata, mi incapacidad de estar más cerca de él.
Un estruendo y una nube de polvo anunciaron su regreso. Venía al frente de un camión de Agua Electropura. Los botellones de cristal despedían un brillo azulado. Gonzalo amenazaba al conductor con el punzón que usaba para hacer signos de peace & love en madera de balsa. Cuando bajó de la cabina, su rostro tenía el desfiguro de la demencia.
El sacerdote se negó a reanudar el sacramento con agua robada (el conductor no podía vendernos un garrafón: "No me autorizan salirme de mi ruta"). Gonzalo lo abofeteó con un abanico de billetes.
-Esa agua ya fue insuflada por el pecado -sentenció el sacerdote. En el aire polvoso, los botellones refulgían como un tesoro.
-¡Por favor! -Gonzalo se arrodilló con patetismo ante el sacerdote. Dos taxistas nos ayudaron a meterlo al coche. No habló en el camino de regreso. Ya en la puerta de su edificio, me abrazó con fuerza. Olía a sudor y suciedad: "Perdóname, soy el peor amigo", masculló muy quedo. Pensé que se refería a la inútil expedición a la iglesia del Niño Mecánico. Ahora, la pelota de tenis articulaba las cosas de otro modo.
Recordé el fin de semana que pasamos con un grupo de amigos en la hacienda de los Martínez, semanas o tal vez días antes del fallido bautizo. Aunque ninguno de nosotros controlaba una raqueta, la cancha de tenis nos imantó como un oasis disponible. Lanzamos muchas pelotas más allá de la malla metálica, pero sólo importa una. Renata y Gonzalo fueron por ellas. Regresaron una hora después, con las manos vacías. Renata tenía la piel enrojecida. Se mordía obsesivamente un padrastro en el dedo índice.
Ahora la pelota había salido del asiento trasero del Chevrolet. ¡A ese mismo hueco fue a dar mi pasaporte cuando Renata y yo hicimos el amor en el Desierto de los Leones! ¿Podía tratarse de otra pelota? El número de ubicaciones de las pelotas del mundo debe ser inconcebible. Pero había otras claves; la relación con Renata se empezó a enfriar en esos días; sus manos me esquivaban, yo le sobraba en las pocas situaciones en que estábamos a solas. Quizá Gonzalo se arrepintió y el bautizo del coche fue una especie de exorcismo con la víctima como tripulante. De cualquier forma, un dato resultaba irrefutable: encontraron la pelota y la usaron de pretexto para refugiarse en el coche, donde finalmente la perdieron. Renata no volvió a interesarse en el tenis, ni en mí, ni en Gonzalo. Tal vez se divorció en bloque de los dos; no concebía a un amigo sin el otro. Quizá necesitó a Gonzalo como lo que siempre había sido, un arrebato imprescindible y breve. Aunque también él perdió a Renata, mi amigo atravesó la línea que lo separaba de ser un hijo de puta. Cuando dijo "perdóname" se refería a una traición innombrable.
La pelota de tenis me ardió en la mano. Sentí tanta rabia que no pude pensar en otra cosa el resto del día y olvidé la lata con cocaína que había dejado en el Oxxo. Traté en vano de localizar a Erdiozábal. Mis manos se movían con pulsiones de estrangulamiento; las calmé quemando los papelitos que decoraban mi computadora, uno por uno, para que eso pareciera una actividad.
Hojeé revistas viejas; en un Rolling Stone encontré una entrevista con Kramer. Una reportera candorosa le preguntaba: "¿Cuál es su lema?". Curiosamente, él tenía uno: "Flotar en las profundidades". Supuse que eso significaba ser un escritor de éxito, tener un lema. Vi mi computadora apagada. Quemé el último papel amarillo y salí a la calle.
El Parque de la Bola no era el mejor sitio para despejar la mente, sobre todo tomando en cuenta que ahí encontré a Martín Palencia. Llevaba un periódico deportivo y un capuchino en vaso de poliuretano para matar unos minutos antes de llamar a mi departamento. Me dijo que la policía judicial había revisado las pertenencias de Kramer y halló anotaciones sobre la violencia, el secuestro exprés, la ordeña en cajeros automáticos, la gente encajuelada en los coches. ¿Qué sabía yo? Dije la verdad: Kramer no había visto nada, quería escribir cosas siniestras, sus editores de Nueva York le exigían eso; México les parece una reserva para la crónica sanguinaria. Recordé el pretencioso lema de Kramer, ahora realmente lo necesitaba. Palencia estaba muy intrigado por la recurrencia del adjetivo buñuelesco en los apuntes. Era una clave, ¿o qué?
-En relación con México, quiere decir horrendo. Nada más.
Martín Palencia esperaba otra versión de mi parte:
-¿Y el pinche surrealismo? ¿No se le ocurre algún tipo de conspiración?
Me despedí, pero Palencia me detuvo de la manga, con dedos impositivos:
-¿No se le hace raro que no hayan pedido rescate?
Sí, era muy raro. Quedé de informar de cualquier clave surrealista y volví a mi edificio. Katy estaba en la puerta.
-Perdón por venir sin avisar, pero tenía muchísimas ganas de verte -sus ojos despedían un brillo adicional; la luz de la tarde les extraía un resplandor violáceo; se pasó la mano por el pelo castaño, nerviosa-. No siempre soy así, de veras.
Subimos al departamento. Lo primero que hizo fue buscar mi computadora, recién despejada de la hojarasca amarilla.
-Me encantó la idea con la que empiezas el guión: la computadora tapizada de papelitos, como un moderno dios Xipe-Totec. Ahí está la desesperación del guionista y el sentido contemporáneo del sincretismo. Pero no vine a ponerme pedante -me tomó de la mano.
Gonzalo Erdiozábal me había usado como personaje de su sinopsis. Su abusiva imaginación era sorprendente, pero no pude seguirla valorando. Los labios de Katy se acercaban a los míos.
No recuperé la cocaína que dejé en la lata de leche. Hubiera sido elegante olvidarme de algo con valor de 20 dólares, pero fui al Oxxo dispuesto a revisar cada lata para bebés con reflujo. No había ninguna. Ese producto se vende en las farmacias; estaba ahí por error durante el secuestro de Kramer.Algo ocurría en la ciudad; una ley inescrutable hacía que cada cosa estuviera en el sitio equivocado. Gonzalo Erdiozábal desapareció sin otra respuesta a mis llamadas que este mensaje en la contestadora: "Ando en la loca; me voy a Chiapas con unos visitadores suecos de derechos humanos. Suerte con el guión".
Pasaron días sin saber de Keiko. Cometí el error de volver con Tania a Reino Aventura. La alberca, atravesada por un infructuoso delfín, parecía un monumento al vacío.
Lo peor de todo era ignorar lo que yo había escrito. Lo mejor: sus consecuencias. Katy tenía un lunar maravilloso en la segunda costilla y una manera única de lamer orejas. Insistía en que se fijó en mí desde antes, pero la sinopsis acabó por convencerla. Con merecido orgullo, se sentía responsable de que yo me hubiera abierto: la sinopsis estaba dirigida a ella. Lo único que a mí me faltaba era saber qué había escritoyo. Katy mencionaba frases en señal de complicidad, con tanta frecuencia que cuando dijo "Dios es la unidad de medida de nuestro dolor", pensé que me citaba. Tuvo que explicar, con humillante clasicismo, que se trataba de una frase de John Lennon.
El texto de Gonzalo debía ser larguísimo, o mi interior muy escueto. El caso es que me mostraba por entero. A Katy le asombró mi valentía para confesar mis caídas ínfimas, mis carencias afectivas, y para sublimarlas en mi interés por el sincretismo mexicano. Nunca antes un documental etnológico había revelado tanto del guionista. Katy se enamoró del espantoso y convincente personaje creado por Gonzalo, la sombra adversa que, obviamente, yo trataba de imitar.
Poco a poco, aminoré las sórdidas mañanas que comenzaban olfateando billetes. Los días sin cocaína no eran fáciles, pero me convencían de ser otra persona, con tics repentinos y una atención aletargada, justo lo necesario para adoptar las poses que me atribuía Katy.
El caso Kramer seguía abierto y tuve que regresar al Ministerio Público. Mis declaraciones fueron confrontadas con las del cajero del Oxxo. Un agente tuerto nos tomó dictado. Escribía muy rápido, con una sola mano, como si se ufanara de una facultad desconocida para la gente con dos ojos.
Al intercalarse, nuestros testimonios pardos, reticentes, causaban una sensación de irrealidad. Había discrepancias de horarios y puntos de vista. Las nociones de antes y después variaban en forma mínima, acaso decisiva. Después de siete horas, un dato se aclaró en mi mente hasta adquirir el rango judicial de evidencia: cuando salimos de Los Alcatraces, volví a usar el teléfono de Kramer para avisarle a Pancho que íbamos en camino. Luego, lo puse en el asiento trasero. Eso fue lo que el segundo secuestrador buscó en mi coche. Me entusiasmó encontrar una pieza faltante en el caos, pero no se la comuniqué al tuerto que escribía con una mano. El teléfono hubiera probado mis vínculos con el proveedor de cocaína. Los hombres de pasamontañas actuaron con eficiencia; Kramer debía desaparecer, sin rastros telefónicos.
Acabé agotado, pero el oficial Martín Palencia aún tuvo ánimos de abordarme. Su compañero Natividad Carmona lo observaba a unos metros, explorando su boca con un mondadientes plateado.
-Mire -me mostró una muñeca Barbie-. Es de las que fabrican en Tuxtepec y les ponen Made in China. Estaba en el cuarto de Kramer.
-Un regalo para su hija, supongo.
-¿Se acuerda de Ensayo de un crimen? Matan a una rubia que está buenísima y la queman como si fuera un maniquí -acarició la cabellera de la Barbie, con intenso fetichismo-. ¡Esto es puro Buñuel, verdad de Dios!
Carmona sonrió a la distancia, con la infinita conmiseración que se concede a los chiflados que el azar situó en nuestra familia.
Palencia insistió: una rubia podría aportar una clave buñuelesca.
Dos días después, una rubia entró a escena, pero no de la clase que esperaba Palencia. Sharon vino a buscar o a resignarse a no encontrar a su marido. Usaba bermudas, como si estuviéramos en un trópico con palmeras, y unos Nike que debían de ser deportivos y parecían ortopédicos. Almorcé con ella y salí con dolor de cabeza. Le molestó que hubiera tantas mesas para fumadores y que los mexicanos sólo conozcamos el queso americano amarillo (en apariencia también hay blanco, más sano). Sus fijaciones alimenticias eran patológicas (tomando en cuenta que estaba gordísima). Sus hábitos culturales se sometían a una dieta no menos severa. Le pregunté si el secuestro de Kramer había salido en CNN.
-No tenemos televisión: es una lobotomía frontal -respondió.
Me entregó el último número de Point Blank. Había un reportaje sobre Kramer: Desaparecido: Missing. Sharon me cayó tan mal que no me pareció ofensivo leer en su presencia. Entre fotos de juventud y testimonios de amigos, el periodista era evocado como un mártir de la libertad de expresión. La Ciudad de México brindaba un trasfondo patibulario al reportaje, un laberinto dominado por sátrapas y deidades aztecas que nunca debieron salir del subsuelo. ¿Qué horrores habrían contemplado los ojos ávidos de veracidad de Samuel Kramer?
Me molestó la instantánea beatificación del periodista, pero me puse de su parte cuando Sharon dijo:
-Samy no es ningún héroe de acción. ¿Sabes cuántos laxantes toma al día? -hizo una pausa; no me extrañó que añadiera-: estábamos a punto de separarnos; veo un ángulo muy raro en todo esto: tal vez se escapó con alguien más, tal vez teme enfrentar a mis abogados.
Yo no tenía una opinión muy alta de Kramer, pero su mujer ofrecía un argumento para el autosecuestro. Estaba convencida de que al actuar sin la menor consideración emocional, cumplía un fin ético. Durante el postre, en el que por desgracia no hubo galletas bajas en calorías, me explicó sus derechos. Si cedía al sentimiento, todo estaría perdido. Había demandado a Point Blank por publicar la historia y fotos del álbum familiar sin su anuencia. Esto disminuía sus posibilidades de vender los derechos para una miniserie cuando se confirmara la desaparición de su marido. Por cierto: en Hollywood no aceptarían a un guionista mexicano. ¿Me interesaba un trabajo de asesor? Nunca una negativa me supo tan dulce:
-Soy amigo de Kramer -mentí.
La pesadilla de frecuentar a Sharon sólo fue matizada por Katy. Probó su amor llevándola a comprar artesanías al Bazar del Sábado y localizando farmacias cercanas a su hotel que abrieran las 24 horas.
Una noche, mientras dormitaba ante las noticias, sonó el teléfono.
-Estoy aquí -oír esa voz trémula significaba entender, con estremecedora sencillez, "estoy vivo".
-¿Dónde es "aquí"?
-En el parque de la Bola.
Me puse los zapatos y crucé la calle. Samuel Kramer estaba junto a la esfera de cemento. Se veía más delgado. Aun de noche, sus ojos reflejaban angustia. Lo abracé. Él no esperaba el gesto; después de un sobresalto, lloró en mi hombro. Un hombre que paseaba un afgano se desvió al vernos.
Kramer llevaba la misma camisa de cuadros. Olía a cuero rancio. Entre sollozos me dijo que lo habían liberado en un taxi. No recordaba mi dirección, pero no podía olvidar la expresión "parque de la Bola". Desvié la vista a la esfera de cemento y distinguí el tenue trazo de los continentes. Por primera vez reparé en que la bola es el mundo.
Fuimos al departamento. Kramer había pasado semanas encapuchado, en un cubil de dos por tres. Sólo le daban de comer cereal y en una ocasión se lo mezclaron con hongos alucinantes. Le quitaban la capucha una vez al día, para que contemplara un
altar con imágenes cristianas, prehispánicas, posmodernas. Una Virgen de Guadalupe, un cuchillo de obsidiana, unos lentes oscuros. En las tardes, durante horas sin término, se oía una pista sonora con The End, de los Doors, y a sus espaldas alguien imitaba la voz dolida y llena de Seconales de Jim Morrison. Una tortura que sin embargo lo ayudó a entender el apocalipsis mexicano. Durante su viaje de hongos, los adornos del altar cobraron una lógica que había olvidado y debía recuperar.
Los ojos de Kramer se desviaban a los lados, como si buscara a una tercera persona en el cuarto. Yo no tenía que buscarla. Era obvio quién lo había secuestrado.
Gonzalo Erdiozábal me recibió en pantuflas, unos objetos peludos, recuerdo de algún viaje por Alaska.
Llegué desencajado, demasiadas cosas se revolvían en mi interior, la zona que con tanto cuidado evito al escribir guiones. Mis palabras, debo admitirlo, no reflejaron la complejidad de mis emociones:
-¿Cómo pudiste? ¿Te crees Dios?
Me refería a sus 15 años de falsa amistad, a su romance con Renata, a la sinopsis donde me retrató sin consideración ni aviso, al secuestro de Kramer, en el que jugó con nuestros destinos como un titiritero enfermo. Me refería a todo eso, pero dejé que él interpretara mis preguntas como le diera la gana.
Gonzalo se sentó en un sofá recubierto de pequeñas alfombras. Todo en su departamento aludía a tribus remotas y al frenesí textil del inquilino. Había estambres huicholes, en colores que reproducían las visiones eléctricas del peyote, y cuadros de una ex novia que tuvo sus quince minutos de fama enhebrando crines de caballo en papel amate. Aquellos códices hípicos, destinados a simbolizar la colonización ecuestre del territorio indígena, habían envejecido mal; carecían de sentido lejos de las protestas y los patrocinios que repudiaron y conmemoraron el Quinto Centenario de la Conquista; además, tenían un aspecto putrefacto.
-Relájate. ¿Quieres un té?
No le di oportunidad de que me sirviera un brebaje de médico naturista. Desvié la vista al cartel de Morrison. El secuestro tenía su sello de marca. ¿Cómo pudo ser tan burdo? Arrodilló a Kramer ante un altar sincrético que tal vez, y la idea me estremeció, aparecería en mi guión. Con frases entrecortadas, sinceras, torpes, hablé de su infinito afán de manipulación. Nos había usado como fichas de un juego absurdo. ¡Podíamos ir a la cárcel! Natividad Carmona salivaba ante cualquier frase en falso que yo decía, Martín Palencia me incorporaba a sus delirios delictivos y buñuelescos. Si yo le importaba un carajo, por lo menos podía pensar en Tania. Un regusto amargo me subió a la boca. No quería ver a Gonzalo. Me concentré en los arabescos de la alfombra.
-Tienes razón. Perdóname -volvió a decir esa palabra que sólo servía para inculparlo-. No te pido que me entiendas. Pero toda historia tiene su reverso. Déjame hablar. Eso es todo.
Lo dejé hablar, no porque quisiera, sino porque los labios me temblaban demasiado para rebelarme.
Me recordó que en la visita anterior de Kramer, él inventó rituales mexicanos por petición mía. Fui yo quien lo involucró con el periodista, en calidad de simulador. Kramer le tomó afecto y le anunció que volvería a México, aun antes que a mí (por eso no se sorprendió ni se interesó cuando le dije que el periodista estaba en la ciudad). ¿Era un pecado que estableciera relaciones por su cuenta? No, claro que no. Samuel se franqueó con él: se estaba divorciando, había perdido el pulso para captar un país en permanente convulsión, sabía que su crónica sobre Frida Kahlo estaba plagada de falsedades (el supervisor de datos de la revista las dejó pasar para chantajearlo después de la publicación). No culpaba a Gonzalo del engaño. Yo era la fuente de las distorsiones, le había dicho toda clase de embustes con tal de saciar su sed de exotismo. En su segunda visita, Kramer decidió verme, pero sólo para cerciorarse de lo que no podía escribir. Mis palabras eran el límite de la credibilidad. Por eso el periodista fue tan esquivo en Los Alcatraces; no desconfiaba de las otras mesas, sino de lo que tenía enfrente. Gracias al plan concebido por Gonzalo, el secuestro lo sumió en la realidad que tanto ansiaba. Las vivencias que tuvo fueron de una devastadora autenticidad. Para ello, había que correr riesgos. En la guerra, a veces un comando elimina a sus propias tropas. El Ejército norteamericano llama a eso como friendly fire, fuego amistoso. ¿Lo sabía yo? Por supuesto que no. Sin embargo, ésta había sido una guerra sin bajas.
-¿Sabes quién pagó el rescate de Kramer? -hizo una pausa que yo no estaba dispuesto a interrum-pir-. Su revista.
Gonzalo habló con el director de Point Blank y le planteó el asunto con la franqueza que usaba ahora. Samuel Kramer estaba siendo sometido a un experimento de periodismo participativo. Si nadie se enteraba del montaje, la crónica podía ser un éxito. Si se negaban a pagar, el reportero moriría. Obviamente esto último era falso, una amenaza destinada a que el pacto adquiriera veracidad tercermundista. La negociación duró dos días. No hubo problema en establecer el monto del rescate; sin embargo, una vez que el director aceptó que su enviado sufriera un calvario controlado, exigió que no lo liberaran antes de varias semanas. Debía padecer en serio los rigores, hasta que cada vejamen encontrara acomodo en su prosa. El director supervisó la tortura psicológica de Kramer, estuvo en México, visitó la casa de seguridad y oyó la apocalíptica versión de The End. Kramer obtuvo lo que quería, un infierno a su medida, un tema para su crónica. Gonzalo sólo había sido el facilitador. Una última cosa: el dinero del rescate había ido a dar a una ONG que ayudaba a los niños pobres de Chiapas, con supervisión del Gobierno sueco. El segundo hombre de pasamontañas había sido un compañero de la organización.
Tanta filantropía me estaba asqueando, pero Gonzalo aún tenía otra dádiva. Me disponía a mencionar a Renata, cuando un teléfono comenzó a sonar. El celular de Kramer estaba en la mesa de centro. Con lentitud teatral, Gonzalo respondió la llamada.
-Para ti -me tendió el aparato.
Era Katy. Gonzalo le había dado ese número. Sólo hablaba para decirme que me quería mucho y extrañaba las arrugas en mis ojos, de pistolero que mata a muchos pero es de los buenos.
La voz de Katy silenció cualquier mención de Renata. Lo que más odiaba de Gonzalo no era lo que había tratado de quitarme y de cualquier forma iba a perder, sino lo que le debía, las palabras tibias e inconexas que Katy me decía al oído.
Entonces le exigí que me diera la sinopsis.
Salí sin el melodrama de azotar la puerta, pero con el despecho de dejarla abierta.
En los siguientes días recibí noticias de Kramer. Se oía exultante: su reportaje había sido un éxito y estaba nominado para el insuperable Meredith Non Fiction Award. Además, se había reconciliado con Sharon. El viaje a México fue un purgatorio indispensable para ambos.
En lo que toca a mi propia escritura, traté de ser fiel a la sinopsis que me proporcionó Gonzalo. El enfoque me daba asco, un manojo de efectos narcisistas, pero en apariencia eso era lo que todo el mundo esperaba de mí. Sólo al imitar una desagradable voz ajena empecé a mostrar la interioridad que alguna vez me atribuyó Renata.
No me atreví a hablar con ella de su posible affaire con Gonzalo. Mi venganza fue entregarle la pelota de tenis que salió del Chevrolet; la suya, haberse olvidado del asunto (la colocó con distracción en un frutero, como una manzana más, y habló con tedioso detalle de las encías de Tania). Katy estableció conmovedoras complicidades con mi hija, aunque nunca entendió nuestro interés por Keiko. Las noticias de la ballena eran tristes: no sabía cazar ni había encontrado pareja en altamar. Era más feliz en su acuario de la Ciudad de México. Lo único bueno es que pronto protagonizaría la película Liberad a Willy. "Tú podrías escribir el guión", me dijo Tania, con la insoportable confianza que años atrás me confirió su madre. Katy tenía razón: había llegado el momento de olvidar a la ballena negra. El último episodio relacionado con Samuel Kramer ocurrió una tarde en que yo no hacía otra cosa que fumar de cara a la ventana, viendo el parque de la Bola y los niños que patinaban en torno al mundo en miniatura. El cielo lucía limpio. Al fin habían terminado los incendios forestales. Un ruido susurrante me hizo volverme hacia la puerta. Alguien había deslizado un sobre en el departamento.
Adiviné el contenido por el peso. Abrí el sobre con sumo cuidado. Junto a los dólares, había un recado de Gonzalo Erdiozábal: "Los compañeros de la ONG me piden que aceptes esta compensación por habernos ayudado".
Media hora más tarde, el teléfono sonó veinte veces. El aire se cargó de la tensión de las llamadas no atendidas. Pero no contesté.

Ahora una foto:



Y ya nada más.