jueves, 31 de julio de 2014

De cuando bruscamente la tarde se ha aclarado



Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes.

«Los jardines», Jorge Guillén

Su recuerdo implora lluvia. Y es que llovía cuando vio a Simón por primera vez. Estaban todos dentro del salón, acomodados en sus pupitres, con el cuaderno de la primera asignatura sobre la paleta. Simón llegó tirado de la mano de su madre, empapado por el aguacero. La mujer se acercó a la puerta con paso lánguido, de marsupial asustado, y ni siquiera se fijó cuando Simón, libre al fin del yugo maternal, se quedaba atrás, escurriéndose en el pasillo. Parecía desorientado, inseguro de todo a su alrededor, como si las paredes concurridas por dibujos del sistema circulatorio y el territorio nacional le presentaran una lúcida amenaza. Llevaba un pequeño capote amarillo que caía hasta sus rodillas, para luego dar apertura a unas botas de hule, amarillas igualmente, concediéndole un semblante de girasol malogrado. La maestra, acreedora de un núbil amor secreto, compartido en todo el salón, fue la primera en notar su timidez, su miedo. Fue por eso que, esquivando a la mujer en la puerta, prefirió saltarse varios peldaños formales hasta llegar al insólito visitante.   
—Parece que hoy tenemos un nuevo amiguito —dijo.
Consciente por fin de su desorientación, la mujer retrocedió y, con voz propagada, trató de enmendar su abandono.
—Simón, mi amor, qué hace allí afuera, a ver, venga para acá. 
Distraído todavía, pero no ausente, el niño avanzó con indiferencia, a ritmo retrasado; cada ladrillo era una pequeña prueba para Simón, un reto en el que deseaba fracasar con todas sus fuerzas. Cuando alcanzó el umbral, reveló en su rostro un tono afligido aunque resuelto; estar allí parecía molestarle, infringirle algún extraño padecimiento que sólo él podía comprender. ¿O parece poco ser el único ente ajeno para un grupo tan bien congeniado que es casi una especie de supercomputadora integrada por diminutos pero importantísimos nano-circuitos? Otros podrían asegurar que temblaba, y si lo hacía no sería más por el frío de la mañana que por el suplicio de aquella escena. Libre de cualquier duda, la maestra, volviéndose al resto del grupo y ejerciendo su blando poderío, ordenó: 
—¿Cómo decimos cuando tenemos visita?
Y el resto, pulgas amaestradas de algún espectáculo circense, al unísono:
—¡Buuueeenooos díííaaas!
Entonces Simón pareció despertar, abandonar una etapa de trance, desprendiéndose de sí mismo y encontrándose ahora frente al salón, finalmente sin excusas ni resguardo, solo, completamente solo, arremetiendo con aprensión.
—Bu… bu... buenos días —se mordía los labios y apretaba los puños contra su cuerpo—; me… me llamo Simón —y por un segundo casi arranca a llorar. 
Como parte de esas desasidas coincidencias de este mundo que nunca parecen completarse, había en todo el salón un único puesto vacío. Y generalmente estas coincidencias hospedan daños colaterales; hay siempre un vulnerado y un perpetrador. Es una quiniela no justa pero sí generosa. Para ponerlo así: de ese hombre elegir otra ruta, de no pasar por ese parque a esa precisa hora, de haber evitado el tranque, ¿cuál hubiese sido su destino? ¿Cuál el de su traductor? Si hubiesen manejado su jeep por la calle de otro barrio en otra hora ambos estarían vivos, y el vídeo hoy no mostraría más que unos soldados defendiendo un punto estratégico, pero en su lugar tenemos a un hombre caminando, un hombre intercambiando ciertas palabras, un hombre que es obligado a acostarse con el pecho a tierra ([1]). Concluida esta mediocre deducción empírica, de una u otra forma, en otra escuela o en otra ciudad, ambos terminarían siendo los grandes amigos que alguna vez fueron. Nunca se ha sabido de una enfermedad que cambie su trayectoria. Sería inútil anotar, para esta parte, al lado de quién estaba el único pupitre libre.
Que esto tampoco sorprenda: compartieron recorrido. Simón vivía en la Colonia Centroamérica, un complejo habitacional destinado al establecimiento de los obreros y sus familias, al menos en principio; más allá, al norte, estaba el barrio San Cristóbal, un vecindario pobre, invadido por el hampa de menor calibre. Personajes cotidianos y humildes, sin encanto ni trascendencia.   
—¿Te gusta Batman?
Le llevó un poco de trabajo dar con la voz que se acomodaba desde atrás, tratando de atribuirse mayor potencia que las risotadas de los niños más grandes.
—¡¿Que si te gusta Batman?!
Dos sorpresas se llevó al atender, primero, que quien llamaba era Simón, pero no el Simón que había conocido horas antes y que se había pasado la mañana enmudecido, su atención jamás divorciada del pizarrón, anotando desesperado cada tabla de multiplicación en su cuadernito de hojas cosidas. Había algo distinto: un entusiasmo en sus ojos, la forma en cómo sus dedos sofocaban la cabecera del asiento, una fiereza que en aquel entonces no comprendería pero que muchos años después llegaría a entender y hasta a envidiar. Con algo de pasmo, también con pereza, le dio lo que tanto buscaba.  
—Sí.  
—A mí también —terció Simón.
Viajaron el resto del camino en silencio. Un recorrido escolar, y esto puede confirmarlo quien alguna vez haya usado uno, podría ser un ecosistema de estudio para el más entusiasta de los antropólogos. Al fondo, en los asientos traseros, viajan los de los últimos años, los de secundaria, cultivando la dulce tiranía del que casi alcanza la mayoría de edad. Las niñas al frente, congregadas como gallinas que buscan el sueño, protegidas por la señora encargada del recorrido, una mujer madura con un trasero de proporciones planetarias. Los de edad media con sus walkmans, escuchando los casetes que estuvieran de moda, los que sus papás pudieran comprar.
—¿Sabés por qué me gusta tanto Batman? —siguió Simón—: Porque no pudo salvar a sus papas. Eso lo hace diferente de los demás superhéroes, porque a él no lo mueve la justicia o la moral, ni siquiera le interesa combatir el crimen —hablaba y en los bordes de su boca florecían unas venas azuladas que parecían pequeñas horcas intentando estrangular su voz. Igual no paró—: A Bruno Díaz lo impulsa la culpa, la rabia de saber que fue incapaz de defender lo que más amaba, lo que más le importaba. En muchas maneras —concluyó—, ése es su único poder: el dolor. Por eso Batman me gusta tanto.     
Enmudecieron sentenciosamente. Cuando el microbús dejó los semáforos de Lozelsa, Simón, indiferente por unanimidad, se redujo nuevamente a su asiento y se dedicó a estudiar una enorme fila a las afueras de un edifico blanco([2]). Llegaron a su casa, en una de las entradas marginales de la colonia; lo primero a la vista era un discreto patio frontal con bastante maleza, no podada quizás con el afán de engalanar un poco más la estructura, maltratada a todas luces. El conductor preguntó al niño nuevo si la dirección era la correcta. Simón asintió, y la encargada del recorrido abrió la puerta, liberando un gemido de bisagras hambrientas de aceite. Antes de bajar, Simón, sin intentar insinuarlo, se sometía a un compromiso que ninguno de los dos hubiese previsto; un contrato que nunca aceptaron firmar, ahora inquebrantable.
—Mañana hablamos más de esto, amigo —y bajó: he allí la segunda sorpresa. Su única respuesta posible, mientras el microbús corregía curso al barrio San Cristóbal, fue abrazar la pequeña mochila de Batman. 
Ni bien había vibrado la campana del primer turno, al día siguiente, cuando Simón cumplía ya con sus obligaciones nomológicas. Parecía un jorobado, trayendo un quiste a cuestas. Sin negociar, vertió el contenido de su mochila en el pupitre vecino: una tras una fueron saltando portadas arrugadas y maltrechas, como parásitos que escapan de una barriga demasiado congestionada. Su emoción no fue para menos; su disimulo, con todo, fue exquisito. Jamás había tenido uno en sus manos; sus acercamientos al género habían sido limitados, por no decir vulgares. Gastaba sus sábados atendiendo la pobre programación matutina de Fox Kids, que por muchos años creyó suficiente, incluso esencial. Recuerda a Bill Bixby fingiendo compungido para las cámaras, mientras Lou Ferrigno desgarraba prendas dos o tres tallas más pequeñas; recuerda los gritos de Burt Ward al ser engullido por una almeja devora–hombres; recuerda a alguien vistiendo unas ridículas mallas, de nombre Nicholas Hammond, balanceándose entre edificios, y ninguno de esos impermutables momentos podía compararse al instante en que vio un cómic asomar por la mochila de Simón. Fue un renacimiento, una revelación. Si alguien pidiera definir la felicidad, o algo capaz de acercársele un poco, por favor: retroceda dieciocho palabras.
—Te los presto todos —dijo con mandato, con autoridad—, pero con una condición.
—Ajá —preguntó, a sabiendas de que aceptaría lo que fuera—, ¿y qué condición es ésa?  
—A partir de mañana, en todos los tiempos libres que tengamos, entre clases, en el recreo, en el recorrido, te voy a hacer preguntas, y me las tenés que responder todas correctamente, o si no te los quito. No me importa si tengo que ir hasta tu casa, te los quito. 
—Está bien —accedió. 
—Esperáte, que no es tan fácil —ajustó. ¿Con qué potestad este niño hasta ayer retraído lo chantajeaba ahora de una manera tan apacible y repugnante a la vez? Peor aún: ¿por qué accedía?—. Las preguntas que te voy a hacer no son sobre la trama, o sobre quién le ganó a quién, si Flecha Verde es más fuerte que Linterna Verde, nada de eso. Lo que te voy a preguntar es si en verdad entendiste lo que está allí, si lo comprendés con sinceridad, si sabés de qué están hablando. Y si respondés correctamente, te los podés quedar todos, sin excepción.
Por poco y no aguanta las ganas de proferir un vitoreo, un ¡aleluya! allí mismo, pero la maestra, atrincherada tras su escritorio, había empezado a mirar con inquietud, queriendo determinar el convenio que se gestaba bajo sus propias narices. Tomó todos los que pudo, eran tantos, y los metió rápido en su mochila.
—Está bien —prometió—: es un trato —y sellaron todo con un apretón de manos, pues eran niños, y de niño uno imita a los adultos, y los adultos imitan a otros adultos que sí responden a su palabra.
Se trataba de una competencia en clara desventaja, una carrera con distintas línea de salida: Simón, siempre a la delantera, aprovechaba cualquier chance para interrumpir su trayecto, esperando que cayera de bruces contra su propia ignorancia.
—¿Por qué J’onn J’onzz decidió ser un marginado?
—¿Cuándo reconoció Mjölnir al doctor Blake?
—¿Qué ganaba Rick con liberar a la bestia? 
—¿Para qué darle vida a una estatua de arcilla?
—Mi favorito es Cíclope, porque es un líder, porque está dispuesto a dar la vida por su equipo, por los suyos. ¿Y el tuyo?
No lo consiguió. Sorteó todos sus exámenes arteros, cada una de sus artimañas. A decir verdad, nunca analizó bien por qué Simón recurriría a mecanismos tan imprudentes sólo para acercársele. Después de todo, a esas alturas y por si hubiera que aclararlo, Simón era su único amigo, y viceversa. Hubo un atributo de Simón, apartando cualquier avenencia, que nunca dejó de espantarle: su desarraigo. Unos niños de sexto grado llegaron hasta el pabellón y empezaron a atacar a varios niños, sin aviso ni tregua. Simón estaba sentado, comiendo meneitos con tortillitas en su lonchera de Flash, cuando uno de esos niños grandes se le acercó y, sin advertencia de por medio, comenzó a patearlo. ¿Con qué objeto? Quitarle su merienda, probar su soberanía. ¿Cómo respondió Simón? Nada, no hizo nada; se quedó allí, simplemente sentado, recibiendo la agresión del imbécil. Lo que pasa a continuación es sorprendente: Simón se pone de pie, mira al niño grande directo a los ojos, le da la espalda, y simplemente se marcha. Lo lógico toma lugar: el niño grande en cualquier momento se le vendrá encima, igual que un toro de lidia, rehusándose a caer sin antes dar una última cornada. Lo terrible sucede: el niño grande se da la vuelta y corre la cortina de su rostro, impávido, consumido, una hoja en blanco. Cuando la tropa de agresores notó que Simón se había alejado bastante, decidió perderle de vista y castigar al único testigo de semejante ofensa: su amigo. Desde ese día, antes de irse a la cama, mientras se lavaba los dientes y buscaba su rostro en el espejo, trataba de imaginar qué descifraría ese niño en los ojos de Simón, en aquellos dos asteroides yertos que se inflamaban sólo cuando hablaban de cómics, cuando llegaban a esa estación de fantasía y escapismo. Simón era un proscrito de los demás, de sí mismo. Un exiliado por vocación. ¿Pero quién es capaz de ocuparse de los demonios ajenos cuando apenas se tiene tiempo para los propios?
—¿También te gusta Supermán? —preguntó sin entenderlo.
—Pues sí, claro.
—Igual a mí —confesó—; a mi mama no.
—¿Por qué?
—Porque no y ya —limitó. Luego sus demonios se apresuraron a arruinarlo todo—: ¿Vos sabés que no tengo papa, verdad? 
—No, no sabía, nunca me habías dicho. 
—Pues no tengo. Ahorita te estoy diciendo.
—¿Y dónde está?
—Mi papa se murió en la guerra.
—Ala, no sabía.
—Pues sí.
—Mi pésame, Simón —respondió como un completo tonto que recurre a condolencias vacuas para rellenar esos vacíos que se instalan entre dos personas que han decidido exceder la frontera del duelo.
—Gracias. 
Bajaron la guardia y se quedaron sentados, justo allí, en el patio de recreo. Era septiembre. El viento soplaba intermitente, como un asmático cansado. No tan lejos, un pelotón de otro grado correteaba. Se perseguían entre sí, y cuando apenas llegaban a tocarse, o tan siquiera rozarse, el último en ser tocado emprendía la cacería de los otros, incluyendo al que le obligó a ser perseguidor. Éste era hostigado con mayor orgullo. Atraparlo, someterlo nuevamente, era cuestión de orgullo, de engreimiento. Fue claro, hasta ese momento, quién perseguía a quién. Porque pudieron quedarse callados, como si nunca hubieran abierto esa zanja a la que luego se lanzaron de cabeza; pudieron fingir que no halaron las greñas de la hiena que dormía.
—Dice mi mama que mi papa no se murió en la guerra porque le hayan disparado o porque haya pisado una mina; dice que fue Supermán. Que a mi papa lo mató Supermán.
Para cuando pudo poner todo en perspectiva, era un invitado más en la fiesta de cumpleaños de Simón, que curiosamente coincidía con la víspera del suyo. Era octubre y su mamá y él estaban en casa de Simón. A pesar de contar con la edad suficiente para asistir por cuenta propia a tales aprietos sociales, algo lo motivó a insinuarle que no quería ir solo, y ella lo entendió de maravilla. Aparte de algunos tíos borrachos y varios primos de veintialgo que habían vuelto de Miami, no había ningún otro niño en la fiesta. La madre de Simón, que se llamaba Blanca y a la que no había visto desde aquella mañana en el colegio, decidió usar un vestido blanco que le remarcaba los muslos, haciéndola deseable hasta para alguien de diez años. Atentamente, se presentó con su madre y se aseguró de que estuviese cómoda a cada momento, si quería más gaseosa, otro plato de arroz chino, una cervecita. Su madre siempre se permitió congeniar hasta donde la cordialidad lo consintiera. Después venían las contestaciones flojas, los tópicos barajados con desánimo; por su parte, Simón y él retomaron su diatriba, justo donde la habían dejado. Cada encuentro era una pared graffiteada sobre la que podían volver a dejar constancia cuantas veces  así desearan. Pasaron toda la tarde en el patio, sobre la maleza; desde la casa imperaba el merengue, junto un aplauso descoordinado y revoltoso. Algunos asistentes comenzaban a irse, y los que quedaban se marchaban sin prisa, como una peste que espera al exterminador; otros permanecían sentados, los mayores sobre todo, en total borrachera o en planes de alcanzarla; los miami–boys se apoderaron del  equipo de sonido y celebraban alrededor de un incipiente reggaetón panameño. Simón terminó su interrogatorio y, al no encontrar mayor motivo para permanecer en esa casa, entró a buscar a su madre. La encontró sentada al comedor, con medio vaso de ron y coca–cola y limón entre manos; la mamá de Simón, Blanca, estaba fumando. No sabía que fumara. Se acercó con la ventaja de la discreción; Simón completaba sus pasos, siguiéndolo precavidamente. Todo en la casa había ganado un aspecto lúgubre, hosco. En la habitación del comedor, un gran espacio que hacía a su vez de sala de estar, no cabía ni una sola sombra más. Lo único distinguible eran los cigarrillos de Blanca, la mamá de Simón, crepitando cada vez que sus dedos dejaban otro más en el cenicero, abandonado a su suerte. Una pared, al otro extremo de la habitación, se desentumía. Por sincronía, deslizándose con la mirada, su madre empezó también a prestarle atención a la pared, o no a la pared, sino a algo en ella, un detalle, un indicio, una foto. Un pequeño paralelogramo que se proyectaba sucinto, minúsculo, sin esplendor. Sin comprender bien de qué se trataba, Blanca y Simón los obligaban a pertenecer, a saber. A abandonar el santuario de la nulidad. Fue él quien, luego de regresarse a Simón y verlo parado como un mentecato, con el gesto insulso de quien está a punto de no guardar más un secreto, supo que la quinta persona en la habitación, la persona ni a cinco metros de él y su madre, casi invisible, esa persona que no debió estar allí, era su padre. 
—Fue en el ochenta y cuatro que nos conocimos. Venía de una familia muy humilde; su mamá era empleada doméstica y también lavaba y planchaba por aparte, y su papá era ebanista. Yo lo conocí en la universidad, porque aunque era pobre era también muy pero muy inteligente, brillante, y se consiguió una beca con la Revolución para estudiar Electrónica en Alemania, pero no quiso irse porque dijo que no quería dejar solos a sus viejitos, que en cualquier momento se le podían morir y que no, no se iba. Su mama, doña Hilda recuerdo, lloró y se lamentó muchísimo por lo que había elegido, pero creo que al final realmente no quería que se fuera, más bien quería que se quedara para que le hiciera compañía; creo que ella de verdad también pensaba que se podía morir en cualquier momento y al final, ya ves, las cosas salieron al revés —hizo un pausa y miró el reloj de pared como si aguardara el acontecimiento de algún evento importante, la llegada de un invitado sin confirmar, pero quién querría presentarse a una fiesta sin festejado, al onomástico de un fantasma—. Como no se  fue,  se metió a estudiar Psicología en la UNAN([3]), y allí lo conocí yo. Como era bien inteligente, ya te dije, facilito pasaba las clases, lo nombraron monitor para nosotros, los que no íbamos tan bien. Yo creo que él hubiera sido un gran psicólogo, no de esos mañosos que hoy sólo ponen un dizque consultorio y se ponen a estafar a la gente, diciéndole lo que ya saben. Bueno, poco después vino el Servicio([4]) y él decidió irse, defender el nuevo país que apenas estábamos empezando a construir, y yo claro que al principio tuve miedo, mucho miedo, porque nosotros ya andábamos jalando, pero decidí que era tonto ponérmele a reclamar algo, y decidí mejor animarlo, darle aliento, porque al final ése era su destino —tomó la cajetilla y, haciéndola girar con sus dedos, sacó otro cigarro. La otra mujer conservaba silencio, respetuosa, atendiendo lo que Blanca tuviera por confesarle. ¿Qué obligación tenía ella de atender abnegada todos los disparates de la mamá de Simón? La respuesta, de nuevo, permanecía detrás suyo, mudo y mortificado—. Prometimos escribirnos, no perder contacto. A veces las cartas tardaban mucho en llegarme y a él también. Pero llegaban, eso sí. Así supe de las expediciones, de las semanas que pasaban sólo caminando, pasando hambre; de los primeros enfrentamientos con la Contra, de los compañeros que morían en combate. Supe de cuando salieron para Wina y cuando bajaron luego a Yaoska. Eso fue en diciembre. Luego los mandaron para Wamblán, y de allí al cerro La Colonia, y luego otra vez marcharon hacia Mollejones, que es como una caminata de diez o quince días, porque prácticamente tenían que explorar, vos sabés que todo eso era pura montaña, ahora ya no tanto creo, pero en aquel entonces era selva nada más, para donde miraras. Ya entonces en sus cartas estaban los primeros rumores. Me escribía de un hombre que otros BLI([5]) habían visto y que habían reportado por la radio, unas semanas antes. Lo extraño, al principio, era la forma en cómo se referían a él: alto, guapo, de barba. Yo nunca me hubiera imaginado de quién se trataba, ¿y vos? —la mujer no asentía pero tampoco prestaba lugar a la discrepancia. Simplemente se quedó allí, ecuánime, escuchando la invención de Blanca. Lo único que intentó romper aquel filamento de comunicación, sin conseguirlo, fue un ruido desagradable, gutural: un miami–boy devolvía el arroz chino y las cervezas. La mamá de Simón no dijo nada,  ni siquiera si limpiaría después, y continuó—. Después sólo supe que su BLI, el Simón Bolívar, se internaría en un operativo de ataque, que se llamaba Interarmas, y que atacarían por sorpresa un campamento de la Contra que estaba al otro lado del Río Coco. Eran, en teoría, como más de tres mil contras; ellos, los del Simón Bolívar, eran como doscientos. Es cierto que eran menos, pero tenían el elemento sorpresa a su favor, además el apoyo de varios BM–21, que eran unos lanzacohetes grandotes y que estaban en Wamblán, a varios kilómetros, pero que igual podían llegar hasta el campamento enemigo. Ésa fue la última carta que recibí. El operativo nunca se llevó a cabo. A todos los mataron después. Lo curioso fue cómo pasó, y esto lo sé del único sobreviviente: la noche previa al ataque, estaban ocultos entre la selva al otro lado del río, cuando sintieron una ráfaga de viento, rapidísima, que les caía desde el cielo. Un bulto tocó el suelo soltando una gran bulla, como si fuera el choque de dos carros, pero no era una bomba. Los que hacían posta no alcanzaron a decir nada: les cortaron la garganta, pero no con navaja sino con calor, como con fuego, porque las heridas estaban cauterizadas y no sangraban. Algunos saltaron de sus hamacas, o del espacio de tierra que usaban para dormir, intentaron dispararle, defenderse, sin éxito. Uno a uno fue destrozado, descuartizado. Los agarraba y los jalaba, igual que en esa telenovela brasileña cuando ataban a los esclavos a dos caballos y luego los dejaban correr salvajemente. Alguien avisó por radio a Wamblán y empezaron a disparar los BM–21; el único sobreviviente me dijo que vio cómo los misiles le rebotaban, igualito que si fueran pelotas de hule. Yo no me imagino lo que es matar a doscientos hombres sin sentir nada, ni asco ni vergüenza ni culpa. El único que quedó vivo, el mismo que me ha contado toda la historia, se tuvo que tirar debajo de un montón de cadáveres, algunos completos y otros despedazados. Un brazo aquí, una pierna allá. Y desde allí, desde su escondite, asomándose por la carne muerta, vio que quien los atacaba era sólo un hombre, uno nada más, y lo reconoció de inmediato. Cuando terminó, cuando creyó que ya todos habían muerto, se fue de nuevo, así como si nada, tan poderoso como llegó. Esto lo sé porque cuando nos vinieron a avisar y a dejar el cuerpo, o lo que quedaba, el sobreviviente que te digo, vino a la vela. Tenía cara de muerto, de alguien que ha visto al infierno comisionar sucursales sobre la tierra. Después del entierro, nos regresamos juntos en bus y me contó todo esto. Me dijo que él le había contado que tenía una embarazada esperándolo, y que así me reconoció fácil en el cementerio, porque era la única con el vientre abultado. Me contó todo lo que había visto y quién era el que los había atacado. Claro que al principio no le creí, pero para qué me iba a estar engañando. Y quién sabe qué más había hecho antes ese maldito; yo digo que es también el responsable de los ataques en Corinto, en San Juan del Sur, en Puerto Sandino, en San Juan del Norte. Y no te has preguntado por qué la Contra nunca sufría bajas por las minas, como si alguien pudiera ver debajo de la tierra para luego avisarles. Y qué me decís del Pájaro Negro, qué avión ni qué ocho cuartos, puros cuentos, era él también, estoy segura. Imagináte, pues, lo cerca que estuvimos de ganar la guerra, porque para que el gringo tuviera que mandarlo a él, puchica, quiere decir que estaban cagados, los condenados. Reagan hijueputa estaba cagado. Tal vez pensaban que también teníamos misiles, como los cubanos. ¿Que si sufrí? Pues claro, era mi novio, era mi marido al que me mataron, pero sé que respondió a algo mayor, que se entregó a una causa más grande. Lo que a veces me entristece es que ya Simón estaba en panza y que nunca pudo conocer a su papá, el pobre; mi consuelo es saber que al menos sabe cómo murió y a qué le hizo frente —terminó, dejando a la otra mujer absorta; Simón sonreía, mientras Blanca encendía otro cigarro, complacida. El desaliento fue la única sensación permisible en esa mesa.
Esa misma noche su madre le prohibió ver a Simón nuevamente. Preguntó por qué, y sólo respondió que porque así lo mandaba. Regresaban a casa en un viejo taxi Lada, mientras un locutor de radio predicaba sobre el arrepentimiento y la expiación.
—Mama —trató de hacerla entrar en razón—, pero Simón es mi único amigo.
—Yo sé, mi amor, pero vas a ver qué fácil va a ser dejarle de hablar —dijo, con harta razón. 
Lo primero que hizo fue aproximarse a Simón en la escuela, pero fue ignorado. Igual el resto de la mañana; al día siguiente, la misma actitud. Había pasado la semana entera preparándose en vano, repasando páginas, muertes, renacimientos. Sentía que debía hacerlo entrar en razón, hacerlo reaccionar. No le parecía justo renunciar a un vínculo tan fuerte sólo por las fruslerías de dos mujeres solitarias. Pero las semanas pasaban y Simón cada vez lo evitaba más; no sólo eso, sino que lo sorprendió con una postura más retraída, a veces violenta, dado al asalto. Incluso cuando intentó devolverle sus cómics hizo un amago de agredirlo, pero sin satisfacerlo. Comprendió por fin que la mamá de Simón también le había prohibido verlo.
Convendría una pobre alegoría sobre la memoria, compararla con un asiento vacío donde sólo alcanza a sentarse el más aguzado. Decir que es una cantimplora con muchos agujeros, un grito de auxilio en una isla desierta. ¿Por qué? ¿Para justificar la demencia de Simón, de su madre? ¿Para no sentirse abandonado como lo fue por ese niño, dándole un propósito del cual luego renegaría? A final de cuentas, sería como respaldar al Hombre que ha abrazado tantas veces el centro de este planeta tan insignificante y mísero; a Quien ha caminado sobre el rostro del universo sin detenerse a pensar en la magnitud de sus actos; Alguien incapaz de contabilizar el número de catástrofes que ha detenido sin nada más que sus propias manos desnudas. Porque las márgenes se evaporan y cuesta saber quién escribe el relato y quién es el mártir. Con honestidad, ¿por qué habría de importarle haber o no haber matado al papá de Simón? Simplemente se alejó del campamento en llamas, mientras su cuerpo inerme se retorcía entre el fango y la mierda. Atrás dejaba la montaña que era sorbida por los labios de la noche, como un fruto apetitoso, sin ningún otro sonido además de la combinación de madera y piel siendo devorada por el fuego.
Ha dejado de llover. Se separa  un momento de la laptop y se asoma por la ventana: la tarde tiene un aspecto sucio, indecente. Pareciera que el cielo está tratando de decirle algo, como si pidiera que por fin se dé por vencido. Camina hasta la caja que minutos antes ha dejado sobre el comedor: un amigo, otro sereno cautivo del mismo call–center, le ha provisto con una generosa dotación de títulos, una dosis sensata que le permita alardear cuando la gente ya se canse de hablar de Gaza o de Lynch, lo que venga primero. Busca un cuchillo en la cocina y se dispone a abrirla. Su contenido no podría enorgullecerle más: hay varios títulos de editoriales independientes, el T.K.O. en toda coartada de intelectual posmoderno; los arcos completos, en edición de lujo con pasta dura, de «Civil Wars», «House of M», y «Avengers VS XMen», además de los primeros volúmenes de «AllNew Uncanny XMen», «AllNew XMen», y «The Superior Spiderman». Por igual está «Batman: Year One» de Miller, que junto a «The Dark Knight Returns» de Miller también, y «The Killing Joke» de Moore, completan la Santísima Bati–Trinidad. Sumerge la mano un poco más y algo muerde en el fondo de la caja. Un escorpión, piensa al comienzo. Tira de su ponzoña y encuentra un veneno peor: «AllStar Superman». Morrison. Quitely. DC. Se permite contemplarlo: el pecho brusco, henchido; el rostro transparentando valor y ferocidad; estalla el azul de su uniforme, la capa roja ondeando libre, esa enorme consonante rojiamarilla ciñéndole el torso. Un hombre como ningún otro hombre. Un dios caminando entre nosotros.
Imagina que Simón habrá alcanzado la pubertad y sus fatigosas consecuencias; habrá descubierto los verdaderos avatares de la vida, desencantándose finalmente de la distopía y sus falsos modelos de bienestar: pareja estable, una casa, muchos hijos. Se pregunta también en qué punto Simón habrá desenmascarado el engaño de su madre. ¿A temprana edad o en las aristas de la madurez? ¿Y cuál fue su castigo? Varias opciones viables se le ocurren: retirarle definitivamente la palabra, comprender que el único interés de la viuda no era mentirle sino protegerlo, buscar la verdad que engloba a su padre.  Aunque hay también una última alternativa que termina siendo la más verosímil: Simón continúa creyéndolo todo. 
Revisa nuevamente este documento: sigue abierto, sin guardarse. No sabe si terminarlo o no. Podría publicarlo en alguna revista de breve circulación nacional o en algún sitio web escasamente visitado. ¿Si Simón se entera y lo lee y lo busca para reclamar lo que para él sería una invasión a su privacidad y a su vida personal? Que llegue a leer esto es una posibilidad. El mundo es un estacionamiento muy solicitado. ¿Perderá los estribos? ¿Intentará hacer algo? Simón se vuelve una nadería, ¿pero el padre? ¿Si en realidad nunca murió y sólo se separó de la madre de Simón? Peor: ¿la mujer fue abandonada durante el embarazo y, creyendo que evitaría un laberinto de traumas, mintió diciéndole que en realidad había muerto como los que se ofrendan a la patria, como los que entregan su pecho desnudo a la inmolación? El viejo vive y leerá este relato. Ya no importa. Su historia no le pertenece más. Es sólo un personaje que nunca estuvo y que sin embargo sigue tan presente como una herida de infancia, un árbol imposible de derribar, la argamasa de escombro y ceniza que una casa incendiada vomita. Una existencia frívola y superficial, injustamente magnificada por una muchedumbre de mentiras. Un hombre que conoció el triunfo del ascenso, su posterior gloria pasajera, la inminente caída. Un invicto del olvido. Un padre del que cualquiera hubiera estado orgulloso.  





([1])  Anotar esta dirección: barrio Riguero, de los semáforos de Residencial El Dorado, 100 metros al oeste, 200 metros al sur. O bien: de los Talleres Modernos, 200 metros al norte, 100 metros al oeste, siempre en el barrio Riguero. Preguntar por Juan Francisco Espinoza Castro.
([2]) Misma fila que después, con algunas variantes en su longitud, se mudaría a los alrededores del Interbank, Banic, Bamer, entre otros.
([3]) Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua.
([4]) Servicio Militar Patriótico. Decreto No. 1327, aprobado el 13 de septiembre de 1983 y publicado en La Gaceta No. 228 del 6 de octubre de 1983. Derogado en 1990 por Violeta Barrios viuda de Chamorro.
([5]) Batallones de Lucha Irregular. Primera línea de ataque y defensa del Ejército Popular Sandinista.