Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes.
«Los jardines», Jorge Guillén
Su recuerdo implora lluvia. Y es que
llovía cuando vio a Simón por primera vez. Estaban todos dentro del salón,
acomodados en sus pupitres, con el cuaderno de la primera asignatura sobre la
paleta. Simón llegó tirado de la mano de su madre, empapado por el aguacero. La
mujer se acercó a la puerta con paso lánguido, de marsupial asustado, y ni
siquiera se fijó cuando Simón, libre al fin del yugo maternal, se quedaba
atrás, escurriéndose en el pasillo. Parecía desorientado, inseguro de todo a su
alrededor, como si las paredes concurridas por dibujos del sistema circulatorio
y el territorio nacional le presentaran una lúcida amenaza. Llevaba un pequeño
capote amarillo que caía hasta sus rodillas, para luego dar apertura a unas
botas de hule, amarillas igualmente, concediéndole un semblante de girasol
malogrado. La maestra, acreedora de un núbil amor secreto, compartido en todo
el salón, fue la primera en notar su timidez, su miedo. Fue por eso que,
esquivando a la mujer en la puerta, prefirió saltarse varios peldaños formales
hasta llegar al insólito visitante.
—Parece que hoy tenemos un nuevo
amiguito —dijo.
Consciente por fin de su
desorientación, la mujer retrocedió y, con voz propagada, trató de enmendar su
abandono.
—Simón, mi amor, qué hace allí afuera,
a ver, venga para acá.
Distraído todavía, pero no ausente, el niño
avanzó con indiferencia, a ritmo retrasado; cada ladrillo era una pequeña
prueba para Simón, un reto en el que deseaba fracasar con todas sus fuerzas.
Cuando alcanzó el umbral, reveló en su rostro un tono afligido aunque resuelto;
estar allí parecía molestarle, infringirle algún extraño padecimiento que sólo
él podía comprender. ¿O parece poco ser el único ente ajeno para un grupo tan
bien congeniado que es casi una especie de supercomputadora integrada por
diminutos pero importantísimos nano-circuitos? Otros podrían asegurar que
temblaba, y si lo hacía no sería más por el frío de la mañana que por el
suplicio de aquella escena. Libre de cualquier duda, la maestra, volviéndose al
resto del grupo y ejerciendo su blando poderío, ordenó:
—¿Cómo decimos cuando tenemos visita?
Y el resto, pulgas amaestradas de algún
espectáculo circense, al unísono:
—¡Buuueeenooos díííaaas!
Entonces Simón pareció despertar,
abandonar una etapa de trance, desprendiéndose de sí mismo y encontrándose
ahora frente al salón, finalmente sin excusas ni resguardo, solo, completamente
solo, arremetiendo con aprensión.
—Bu… bu... buenos días —se mordía los
labios y apretaba los puños contra su cuerpo—; me… me llamo Simón —y por un
segundo casi arranca a llorar.
Como parte de esas desasidas
coincidencias de este mundo que nunca parecen completarse, había en todo el
salón un único puesto vacío. Y generalmente estas coincidencias hospedan daños
colaterales; hay siempre un vulnerado y un perpetrador. Es una quiniela no
justa pero sí generosa. Para ponerlo así: de ese hombre elegir otra ruta, de no
pasar por ese parque a esa precisa hora, de haber evitado el tranque, ¿cuál
hubiese sido su destino? ¿Cuál el de su traductor? Si hubiesen manejado su jeep
por la calle de otro barrio en otra hora ambos estarían vivos, y el vídeo hoy
no mostraría más que unos soldados defendiendo un punto estratégico, pero en su
lugar tenemos a un hombre caminando, un hombre intercambiando ciertas palabras,
un hombre que es obligado a acostarse con el pecho a tierra ().
Concluida esta mediocre deducción empírica, de una u otra forma, en otra
escuela o en otra ciudad, ambos terminarían siendo los grandes amigos que
alguna vez fueron. Nunca se ha sabido de una enfermedad que cambie su
trayectoria. Sería inútil anotar, para esta parte, al lado de quién estaba el
único pupitre libre.
Que esto tampoco sorprenda:
compartieron recorrido. Simón vivía en la Colonia Centroamérica, un complejo
habitacional destinado al establecimiento de los obreros y sus familias, al
menos en principio; más allá, al norte, estaba el barrio San Cristóbal, un
vecindario pobre, invadido por el hampa de menor calibre. Personajes cotidianos
y humildes, sin encanto ni trascendencia.
—¿Te gusta Batman?
Le llevó un poco de trabajo dar con la
voz que se acomodaba desde atrás, tratando de atribuirse mayor potencia que las
risotadas de los niños más grandes.
—¡¿Que si te gusta Batman?!
Dos sorpresas se llevó al atender,
primero, que quien llamaba era Simón, pero no el Simón que había conocido horas
antes y que se había pasado la mañana enmudecido, su atención jamás divorciada
del pizarrón, anotando desesperado cada tabla de multiplicación en su
cuadernito de hojas cosidas. Había algo distinto: un entusiasmo en sus ojos, la
forma en cómo sus dedos sofocaban la cabecera del asiento, una fiereza que en
aquel entonces no comprendería pero que muchos años después llegaría a entender
y hasta a envidiar. Con algo de pasmo, también con pereza, le dio lo que tanto
buscaba.
—Sí.
—A mí también —terció Simón.
Viajaron el resto del camino en
silencio. Un recorrido escolar, y esto puede confirmarlo quien alguna vez haya
usado uno, podría ser un ecosistema de estudio para el más entusiasta de los
antropólogos. Al fondo, en los asientos traseros, viajan los de los últimos
años, los de secundaria, cultivando la dulce tiranía del que casi alcanza la
mayoría de edad. Las niñas al frente, congregadas como gallinas que buscan el
sueño, protegidas por la señora encargada del recorrido, una mujer madura con
un trasero de proporciones planetarias. Los de edad media con sus walkmans,
escuchando los casetes que estuvieran de moda, los que sus papás pudieran
comprar.
—¿Sabés por qué me gusta tanto Batman?
—siguió Simón—: Porque no pudo salvar a sus papas. Eso lo hace diferente de los
demás superhéroes, porque a él no lo mueve la justicia o la moral, ni siquiera
le interesa combatir el crimen —hablaba y en los bordes de su boca florecían
unas venas azuladas que parecían pequeñas horcas intentando estrangular su voz.
Igual no paró—: A Bruno Díaz lo impulsa la culpa, la rabia de saber que fue
incapaz de defender lo que más amaba, lo que más le importaba. En muchas
maneras —concluyó—, ése es su único poder: el dolor. Por eso Batman me gusta
tanto.
Enmudecieron sentenciosamente. Cuando
el microbús dejó los semáforos de Lozelsa, Simón, indiferente por unanimidad,
se redujo nuevamente a su asiento y se dedicó a estudiar una enorme fila a las
afueras de un edifico blanco().
Llegaron a su casa, en una de las entradas marginales de la colonia; lo primero
a la vista era un discreto patio frontal con bastante maleza, no podada quizás
con el afán de engalanar un poco más la estructura, maltratada a todas luces.
El conductor preguntó al niño nuevo si la dirección era la correcta. Simón
asintió, y la encargada del recorrido abrió la puerta, liberando un gemido de
bisagras hambrientas de aceite. Antes de bajar, Simón, sin intentar insinuarlo,
se sometía a un compromiso que ninguno de los dos hubiese previsto; un contrato
que nunca aceptaron firmar, ahora inquebrantable.
—Mañana hablamos más de esto, amigo —y
bajó: he allí la segunda sorpresa. Su única respuesta posible, mientras el
microbús corregía curso al barrio San Cristóbal, fue abrazar la pequeña mochila
de Batman.
Ni bien había vibrado la campana del
primer turno, al día siguiente, cuando Simón cumplía ya con sus obligaciones
nomológicas. Parecía un jorobado, trayendo un quiste a cuestas. Sin negociar,
vertió el contenido de su mochila en el pupitre vecino: una tras una fueron
saltando portadas arrugadas y maltrechas, como parásitos que escapan de una
barriga demasiado congestionada. Su emoción no fue para menos; su disimulo, con
todo, fue exquisito. Jamás había tenido uno en sus manos; sus acercamientos al
género habían sido limitados, por no decir vulgares. Gastaba sus sábados
atendiendo la pobre programación matutina de Fox Kids, que por muchos años
creyó suficiente, incluso esencial. Recuerda a Bill Bixby fingiendo compungido
para las cámaras, mientras Lou Ferrigno desgarraba prendas dos o tres tallas
más pequeñas; recuerda los gritos de Burt Ward al ser engullido por una almeja
devora–hombres; recuerda a alguien vistiendo unas ridículas mallas, de nombre
Nicholas Hammond, balanceándose entre edificios, y ninguno de esos
impermutables momentos podía compararse al instante en que vio un cómic asomar
por la mochila de Simón. Fue un renacimiento, una revelación. Si alguien
pidiera definir la felicidad, o algo capaz de acercársele un poco, por favor:
retroceda dieciocho palabras.
—Te los presto todos —dijo con mandato,
con autoridad—, pero con una condición.
—Ajá —preguntó, a sabiendas de que
aceptaría lo que fuera—, ¿y qué condición es ésa?
—A partir de mañana, en todos los
tiempos libres que tengamos, entre clases, en el recreo, en el recorrido, te
voy a hacer preguntas, y me las tenés que responder todas correctamente, o si
no te los quito. No me importa si tengo que ir hasta tu casa, te los
quito.
—Está bien —accedió.
—Esperáte, que no es tan fácil —ajustó.
¿Con qué potestad este niño hasta ayer retraído lo chantajeaba ahora de una
manera tan apacible y repugnante a la vez? Peor aún: ¿por qué accedía?—. Las
preguntas que te voy a hacer no son sobre la trama, o sobre quién le ganó a
quién, si Flecha Verde es más fuerte que Linterna Verde, nada de eso. Lo que te
voy a preguntar es si en verdad entendiste lo que está allí, si lo comprendés
con sinceridad, si sabés de qué están hablando. Y si respondés correctamente,
te los podés quedar todos, sin excepción.
Por poco y no aguanta las ganas de
proferir un vitoreo, un ¡aleluya! allí mismo, pero la maestra, atrincherada
tras su escritorio, había empezado a mirar con inquietud, queriendo determinar
el convenio que se gestaba bajo sus propias narices. Tomó todos los que pudo,
eran tantos, y los metió rápido en su mochila.
—Está bien —prometió—: es un trato —y
sellaron todo con un apretón de manos, pues eran niños, y de niño uno imita a
los adultos, y los adultos imitan a otros adultos que sí responden a su
palabra.
Se trataba de una competencia en clara
desventaja, una carrera con distintas línea de salida: Simón, siempre a la
delantera, aprovechaba cualquier chance para interrumpir su trayecto, esperando
que cayera de bruces contra su propia ignorancia.
—¿Por qué J’onn J’onzz decidió ser un
marginado?
—¿Cuándo reconoció Mjölnir al doctor
Blake?
—¿Qué ganaba Rick con liberar a la
bestia?
—¿Para qué darle vida a una estatua de
arcilla?
—Mi favorito es Cíclope, porque es un
líder, porque está dispuesto a dar la vida por su equipo, por los suyos. ¿Y el
tuyo?
No lo consiguió. Sorteó todos sus
exámenes arteros, cada una de sus artimañas. A decir verdad, nunca analizó bien
por qué Simón recurriría a mecanismos tan imprudentes sólo para acercársele.
Después de todo, a esas alturas y por si hubiera que aclararlo, Simón era su
único amigo, y viceversa. Hubo un atributo de Simón, apartando cualquier
avenencia, que nunca dejó de espantarle: su desarraigo. Unos niños de sexto
grado llegaron hasta el pabellón y empezaron a atacar a varios niños, sin aviso
ni tregua. Simón estaba sentado, comiendo meneitos con tortillitas en su
lonchera de Flash, cuando uno de esos niños grandes se le acercó y, sin
advertencia de por medio, comenzó a patearlo. ¿Con qué objeto? Quitarle su
merienda, probar su soberanía. ¿Cómo respondió Simón? Nada, no hizo nada; se
quedó allí, simplemente sentado, recibiendo la agresión del imbécil. Lo que
pasa a continuación es sorprendente: Simón se pone de pie, mira al niño grande
directo a los ojos, le da la espalda, y simplemente se marcha. Lo lógico toma
lugar: el niño grande en cualquier momento se le vendrá encima, igual que un
toro de lidia, rehusándose a caer sin antes dar una última cornada. Lo terrible
sucede: el niño grande se da la vuelta y corre la cortina de su rostro,
impávido, consumido, una hoja en blanco. Cuando la tropa de agresores notó que
Simón se había alejado bastante, decidió perderle de vista y castigar al único
testigo de semejante ofensa: su amigo. Desde ese día, antes de irse a la cama,
mientras se lavaba los dientes y buscaba su rostro en el espejo, trataba de
imaginar qué descifraría ese niño en los ojos de Simón, en aquellos dos
asteroides yertos que se inflamaban sólo cuando hablaban de cómics, cuando
llegaban a esa estación de fantasía y escapismo. Simón era un proscrito de los
demás, de sí mismo. Un exiliado por vocación. ¿Pero quién es capaz de ocuparse
de los demonios ajenos cuando apenas se tiene tiempo para los propios?
—¿También te gusta Supermán? —preguntó
sin entenderlo.
—Pues sí, claro.
—Igual a mí —confesó—; a mi mama no.
—¿Por qué?
—Porque no y ya —limitó. Luego sus
demonios se apresuraron a arruinarlo todo—: ¿Vos sabés que no tengo papa,
verdad?
—No, no sabía, nunca me habías
dicho.
—Pues no tengo. Ahorita te estoy
diciendo.
—¿Y dónde está?
—Mi papa se murió en la guerra.
—Ala, no sabía.
—Pues sí.
—Mi pésame, Simón —respondió como un
completo tonto que recurre a condolencias vacuas para rellenar esos vacíos que
se instalan entre dos personas que han decidido exceder la frontera del duelo.
—Gracias.
Bajaron la guardia y se quedaron
sentados, justo allí, en el patio de recreo. Era septiembre. El viento soplaba
intermitente, como un asmático cansado. No tan lejos, un pelotón de otro grado
correteaba. Se perseguían entre sí, y cuando apenas llegaban a tocarse, o tan
siquiera rozarse, el último en ser tocado emprendía la cacería de los otros,
incluyendo al que le obligó a ser perseguidor. Éste era hostigado con mayor
orgullo. Atraparlo, someterlo nuevamente, era cuestión de orgullo, de
engreimiento. Fue claro, hasta ese momento, quién perseguía a quién. Porque
pudieron quedarse callados, como si nunca hubieran abierto esa zanja a la que
luego se lanzaron de cabeza; pudieron fingir que no halaron las greñas de la
hiena que dormía.
—Dice mi mama que mi papa no se murió
en la guerra porque le hayan disparado o porque haya pisado una mina; dice que
fue Supermán. Que a mi papa lo mató Supermán.
Para cuando pudo poner todo en
perspectiva, era un invitado más en la fiesta de cumpleaños de Simón, que
curiosamente coincidía con la víspera del suyo. Era octubre y su mamá y él
estaban en casa de Simón. A pesar de contar con la edad suficiente para asistir
por cuenta propia a tales aprietos sociales, algo lo motivó a insinuarle que no
quería ir solo, y ella lo entendió de maravilla. Aparte de algunos tíos
borrachos y varios primos de veintialgo que habían vuelto de Miami, no había
ningún otro niño en la fiesta. La madre de Simón, que se llamaba Blanca y a la
que no había visto desde aquella mañana en el colegio, decidió usar un vestido
blanco que le remarcaba los muslos, haciéndola deseable hasta para alguien de
diez años. Atentamente, se presentó con su madre y se aseguró de que estuviese
cómoda a cada momento, si quería más gaseosa, otro plato de arroz chino, una
cervecita. Su madre siempre se permitió congeniar hasta donde la cordialidad lo
consintiera. Después venían las contestaciones flojas, los tópicos barajados
con desánimo; por su parte, Simón y él retomaron su diatriba, justo donde la
habían dejado. Cada encuentro era una pared graffiteada sobre la que podían
volver a dejar constancia cuantas veces
así desearan. Pasaron toda la tarde en el patio, sobre la maleza; desde
la casa imperaba el merengue, junto un aplauso descoordinado y revoltoso.
Algunos asistentes comenzaban a irse, y los que quedaban se marchaban sin
prisa, como una peste que espera al exterminador; otros permanecían sentados,
los mayores sobre todo, en total borrachera o en planes de alcanzarla; los
miami–boys se apoderaron del equipo de
sonido y celebraban alrededor de un incipiente reggaetón panameño. Simón
terminó su interrogatorio y, al no encontrar mayor motivo para permanecer en
esa casa, entró a buscar a su madre. La encontró sentada al comedor, con medio
vaso de ron y coca–cola y limón entre manos; la mamá de Simón, Blanca, estaba
fumando. No sabía que fumara. Se acercó con la ventaja de la discreción; Simón
completaba sus pasos, siguiéndolo precavidamente. Todo en la casa había ganado
un aspecto lúgubre, hosco. En la habitación del comedor, un gran espacio que
hacía a su vez de sala de estar, no cabía ni una sola sombra más. Lo único
distinguible eran los cigarrillos de Blanca, la mamá de Simón, crepitando cada
vez que sus dedos dejaban otro más en el cenicero, abandonado a su suerte. Una
pared, al otro extremo de la habitación, se desentumía. Por sincronía,
deslizándose con la mirada, su madre empezó también a prestarle atención a la pared,
o no a la pared, sino a algo en ella, un detalle, un indicio, una foto. Un
pequeño paralelogramo que se proyectaba sucinto, minúsculo, sin esplendor. Sin
comprender bien de qué se trataba, Blanca y Simón los obligaban a pertenecer, a
saber. A abandonar el santuario de la nulidad. Fue él quien, luego de
regresarse a Simón y verlo parado como un mentecato, con el gesto insulso de
quien está a punto de no guardar más un secreto, supo que la quinta persona en
la habitación, la persona ni a cinco metros de él y su madre, casi invisible,
esa persona que no debió estar allí, era su padre.
—Fue en el ochenta y cuatro que nos
conocimos. Venía de una familia muy humilde; su mamá era empleada doméstica y
también lavaba y planchaba por aparte, y su papá era ebanista. Yo lo conocí en
la universidad, porque aunque era pobre era también muy pero muy inteligente,
brillante, y se consiguió una beca con la Revolución para estudiar Electrónica
en Alemania, pero no quiso irse porque dijo que no quería dejar solos a sus viejitos,
que en cualquier momento se le podían morir y que no, no se iba. Su mama, doña
Hilda recuerdo, lloró y se lamentó muchísimo por lo que había elegido, pero
creo que al final realmente no quería que se fuera, más bien quería que se
quedara para que le hiciera compañía; creo que ella de verdad también pensaba
que se podía morir en cualquier momento y al final, ya ves, las cosas salieron
al revés —hizo un pausa y miró el reloj de pared como si aguardara el
acontecimiento de algún evento importante, la llegada de un invitado sin
confirmar, pero quién querría presentarse a una fiesta sin festejado, al
onomástico de un fantasma—. Como no se
fue, se metió a estudiar
Psicología en la UNAN(),
y allí lo conocí yo. Como era bien inteligente, ya te dije, facilito pasaba las
clases, lo nombraron monitor para nosotros, los que no íbamos tan bien. Yo creo
que él hubiera sido un gran psicólogo, no de esos mañosos que hoy sólo ponen un
dizque consultorio y se ponen a estafar a la gente, diciéndole lo que ya saben.
Bueno, poco después vino el Servicio()
y él decidió irse, defender el nuevo país que apenas estábamos empezando a
construir, y yo claro que al principio tuve miedo, mucho miedo, porque nosotros
ya andábamos jalando, pero decidí que era tonto ponérmele a reclamar algo, y
decidí mejor animarlo, darle aliento, porque al final ése era su destino —tomó
la cajetilla y, haciéndola girar con sus dedos, sacó otro cigarro. La otra
mujer conservaba silencio, respetuosa, atendiendo lo que Blanca tuviera por
confesarle. ¿Qué obligación tenía ella de atender abnegada todos los disparates
de la mamá de Simón? La respuesta, de nuevo, permanecía detrás suyo, mudo y
mortificado—. Prometimos escribirnos, no perder contacto. A veces las cartas
tardaban mucho en llegarme y a él también. Pero llegaban, eso sí. Así supe de
las expediciones, de las semanas que pasaban sólo caminando, pasando hambre; de
los primeros enfrentamientos con la Contra, de los compañeros que morían en
combate. Supe de cuando salieron para Wina y cuando bajaron luego a Yaoska. Eso
fue en diciembre. Luego los mandaron para Wamblán, y de allí al cerro La
Colonia, y luego otra vez marcharon hacia Mollejones, que es como una caminata
de diez o quince días, porque prácticamente tenían que explorar, vos sabés que
todo eso era pura montaña, ahora ya no tanto creo, pero en aquel entonces era
selva nada más, para donde miraras. Ya entonces en sus cartas estaban los
primeros rumores. Me escribía de un hombre que otros BLI()
habían visto y que habían reportado por la radio, unas semanas antes. Lo
extraño, al principio, era la forma en cómo se referían a él: alto, guapo, de
barba. Yo nunca me hubiera imaginado de quién se trataba, ¿y vos? —la mujer no
asentía pero tampoco prestaba lugar a la discrepancia. Simplemente se quedó
allí, ecuánime, escuchando la invención de Blanca. Lo único que intentó romper
aquel filamento de comunicación, sin conseguirlo, fue un ruido desagradable,
gutural: un miami–boy devolvía el arroz chino y las cervezas. La mamá de Simón
no dijo nada, ni siquiera si limpiaría
después, y continuó—. Después sólo supe que su BLI, el Simón Bolívar, se
internaría en un operativo de ataque, que se llamaba Interarmas, y que
atacarían por sorpresa un campamento de la Contra que estaba al otro lado del
Río Coco. Eran, en teoría, como más de tres mil contras; ellos, los del Simón
Bolívar, eran como doscientos. Es cierto que eran menos, pero tenían el
elemento sorpresa a su favor, además el apoyo de varios BM–21, que eran unos
lanzacohetes grandotes y que estaban en Wamblán, a varios kilómetros, pero que
igual podían llegar hasta el campamento enemigo. Ésa fue la última carta que
recibí. El operativo nunca se llevó a cabo. A todos los mataron después. Lo
curioso fue cómo pasó, y esto lo sé del único sobreviviente: la noche previa al
ataque, estaban ocultos entre la selva al otro lado del río, cuando sintieron
una ráfaga de viento, rapidísima, que les caía desde el cielo. Un bulto tocó el
suelo soltando una gran bulla, como si fuera el choque de dos carros, pero no era
una bomba. Los que hacían posta no alcanzaron a decir nada: les cortaron la
garganta, pero no con navaja sino con calor, como con fuego, porque las heridas
estaban cauterizadas y no sangraban. Algunos saltaron de sus hamacas, o del
espacio de tierra que usaban para dormir, intentaron dispararle, defenderse,
sin éxito. Uno a uno fue destrozado, descuartizado. Los agarraba y los jalaba,
igual que en esa telenovela brasileña cuando ataban a los esclavos a dos
caballos y luego los dejaban correr salvajemente. Alguien avisó por radio a
Wamblán y empezaron a disparar los BM–21; el único sobreviviente me dijo que
vio cómo los misiles le rebotaban, igualito que si fueran pelotas de hule. Yo
no me imagino lo que es matar a doscientos hombres sin sentir nada, ni asco ni
vergüenza ni culpa. El único que quedó vivo, el mismo que me ha contado toda la
historia, se tuvo que tirar debajo de un montón de cadáveres, algunos completos
y otros despedazados. Un brazo aquí, una pierna allá. Y desde allí, desde su
escondite, asomándose por la carne muerta, vio que quien los atacaba era sólo
un hombre, uno nada más, y lo reconoció de inmediato. Cuando terminó, cuando
creyó que ya todos habían muerto, se fue de nuevo, así como si nada, tan
poderoso como llegó. Esto lo sé porque cuando nos vinieron a avisar y a dejar
el cuerpo, o lo que quedaba, el sobreviviente que te digo, vino a la vela.
Tenía cara de muerto, de alguien que ha visto al infierno comisionar sucursales
sobre la tierra. Después del entierro, nos regresamos juntos en bus y me contó
todo esto. Me dijo que él le había contado que tenía una embarazada
esperándolo, y que así me reconoció fácil en el cementerio, porque era la única
con el vientre abultado. Me contó todo lo que había visto y quién era el que
los había atacado. Claro que al principio no le creí, pero para qué me iba a
estar engañando. Y quién sabe qué más había hecho antes ese maldito; yo digo
que es también el responsable de los ataques en Corinto, en San Juan del Sur,
en Puerto Sandino, en San Juan del Norte. Y no te has preguntado por qué la
Contra nunca sufría bajas por las minas, como si alguien pudiera ver debajo de
la tierra para luego avisarles. Y qué me decís del Pájaro Negro, qué avión ni
qué ocho cuartos, puros cuentos, era él también, estoy segura. Imagináte, pues,
lo cerca que estuvimos de ganar la guerra, porque para que el gringo tuviera
que mandarlo a él, puchica, quiere decir que estaban cagados, los condenados.
Reagan hijueputa estaba cagado. Tal vez pensaban que también teníamos misiles,
como los cubanos. ¿Que si sufrí? Pues claro, era mi novio, era mi marido al que
me mataron, pero sé que respondió a algo mayor, que se
entregó a una causa más grande. Lo que a veces me entristece es que ya Simón estaba en panza y que nunca pudo conocer a su papá, el pobre; mi
consuelo es saber que al menos sabe cómo murió y a qué le hizo frente —terminó,
dejando a la otra mujer absorta; Simón sonreía, mientras Blanca encendía otro
cigarro, complacida. El desaliento fue la única sensación permisible en esa
mesa.
Esa misma noche su madre le prohibió
ver a Simón nuevamente. Preguntó por qué, y sólo respondió que porque así lo
mandaba. Regresaban a casa en un viejo taxi Lada, mientras un locutor de radio
predicaba sobre el arrepentimiento y la expiación.
—Mama —trató de hacerla entrar en
razón—, pero Simón es mi único amigo.
—Yo sé, mi amor, pero vas a ver qué
fácil va a ser dejarle de hablar —dijo, con harta razón.
Lo primero que hizo fue aproximarse a
Simón en la escuela, pero fue ignorado. Igual el resto de la mañana; al día
siguiente, la misma actitud. Había pasado la semana entera preparándose en
vano, repasando páginas, muertes, renacimientos. Sentía que debía hacerlo
entrar en razón, hacerlo reaccionar. No le parecía justo renunciar a un vínculo
tan fuerte sólo por las fruslerías de dos mujeres solitarias. Pero las semanas
pasaban y Simón cada vez lo evitaba más; no sólo eso, sino que lo sorprendió
con una postura más retraída, a veces violenta, dado al asalto. Incluso cuando
intentó devolverle sus cómics hizo un amago de agredirlo, pero sin
satisfacerlo. Comprendió por fin que la mamá de Simón también le había
prohibido verlo.
Convendría una pobre alegoría sobre la
memoria, compararla con un asiento vacío donde sólo alcanza a sentarse el más
aguzado. Decir que es una cantimplora con muchos agujeros, un grito de auxilio
en una isla desierta. ¿Por qué? ¿Para justificar la demencia de Simón, de su
madre? ¿Para no sentirse abandonado como lo fue por ese niño, dándole un
propósito del cual luego renegaría? A final de cuentas, sería como respaldar al
Hombre que ha abrazado tantas veces el centro de
este planeta tan insignificante y mísero; a Quien ha caminado sobre el rostro
del universo sin detenerse a pensar en la magnitud de sus actos; Alguien
incapaz de contabilizar el número de catástrofes que ha detenido sin nada más
que sus propias manos desnudas. Porque las márgenes se evaporan y cuesta saber
quién escribe el relato y quién es el mártir. Con honestidad, ¿por qué habría
de importarle haber o no haber matado al papá de Simón? Simplemente se alejó
del campamento en llamas, mientras su cuerpo inerme se retorcía entre el fango
y la mierda. Atrás dejaba la montaña que era sorbida por los labios de la
noche, como un fruto apetitoso, sin ningún otro sonido además de la combinación
de madera y piel siendo devorada por el fuego.
Ha
dejado de llover. Se separa un momento
de la laptop y se asoma por la ventana: la tarde tiene un aspecto sucio,
indecente. Pareciera que el cielo está tratando de decirle algo, como si
pidiera que por fin se dé por vencido. Camina hasta la caja que minutos antes
ha dejado sobre el comedor: un amigo, otro sereno cautivo del mismo
call–center, le ha provisto con una generosa dotación de títulos, una dosis
sensata que le permita alardear cuando la gente ya se canse de hablar de Gaza o
de Lynch, lo que venga primero. Busca un cuchillo en la cocina y se dispone a
abrirla. Su contenido no podría enorgullecerle más: hay varios títulos de
editoriales independientes, el T.K.O. en toda coartada de intelectual
posmoderno; los arcos completos, en edición de lujo con pasta dura, de «Civil Wars», «House of M», y «Avengers VS
X–Men», además de los primeros volúmenes de «All–New Uncanny
X–Men», «All–New X–Men», y «The Superior Spiderman». Por igual está «Batman: Year One» de Miller,
que junto a «The Dark Knight Returns» de Miller también, y «The Killing Joke» de Moore,
completan la Santísima Bati–Trinidad. Sumerge la mano un poco más y algo muerde
en el fondo de la caja. Un escorpión, piensa al comienzo. Tira de su ponzoña y
encuentra un veneno peor: «All–Star Superman». Morrison.
Quitely. DC. Se permite contemplarlo: el pecho brusco, henchido; el rostro
transparentando valor y ferocidad; estalla el azul de su uniforme, la capa roja
ondeando libre, esa enorme consonante rojiamarilla ciñéndole el torso. Un
hombre como ningún otro hombre. Un dios caminando entre nosotros.
Imagina
que Simón habrá alcanzado la pubertad y sus fatigosas consecuencias; habrá
descubierto los verdaderos avatares de la vida, desencantándose finalmente de
la distopía y sus falsos modelos de bienestar: pareja estable, una casa, muchos
hijos. Se pregunta también en qué punto Simón habrá desenmascarado el engaño de
su madre. ¿A temprana edad o en las aristas de la madurez? ¿Y cuál fue su castigo?
Varias opciones viables se le ocurren: retirarle definitivamente la palabra,
comprender que el único interés de la viuda no era mentirle sino protegerlo,
buscar la verdad que engloba a su padre.
Aunque hay también una última alternativa que termina siendo la más
verosímil: Simón continúa creyéndolo todo.
Revisa
nuevamente este documento: sigue abierto, sin guardarse. No sabe si terminarlo
o no. Podría publicarlo en alguna revista de breve circulación nacional o en
algún sitio web escasamente visitado. ¿Si Simón se entera y lo lee y lo busca
para reclamar lo que para él sería una invasión a su privacidad y a su vida
personal? Que llegue a leer esto es una posibilidad. El mundo es un
estacionamiento muy solicitado. ¿Perderá los estribos? ¿Intentará hacer algo?
Simón se vuelve una nadería, ¿pero el padre? ¿Si en realidad nunca murió y sólo
se separó de la madre de Simón? Peor: ¿la mujer fue abandonada durante el
embarazo y, creyendo que evitaría un laberinto de traumas, mintió diciéndole
que en realidad había muerto como los que se ofrendan a la patria, como los que
entregan su pecho desnudo a la inmolación? El viejo vive y leerá este relato.
Ya no importa. Su historia no le pertenece más. Es sólo un personaje que nunca
estuvo y que sin embargo sigue tan presente como una herida de infancia, un
árbol imposible de derribar, la argamasa de escombro y ceniza que una casa
incendiada vomita. Una existencia frívola y superficial, injustamente
magnificada por una muchedumbre de mentiras. Un hombre que conoció el triunfo
del ascenso, su posterior gloria pasajera, la inminente caída. Un invicto del
olvido. Un padre del que cualquiera hubiera estado orgulloso.