A Omar Elvir, por supuesto
Hay tardes en que me acuerdo de ellos, otras veces sólo de él. Para
entonces, mi primer hijo tenía unos ocho años de haber caído en combate, y mi otro
hijo, el menor, estaba en Europa realizando estudios de Química. Por mi parte,
nunca busqué o necesité otra pareja sentimental, podía (quería) estar sola. Era
algo que me había prometido a mí misma desde el día en que enviudé. Aquellos
años, y todo lo que se vivía, eran suficientes para mí y mi soledad. Para
mantenerme empecé a alquilar los cuartos vacíos de mi casa, tres en
total. Si bien es cierto que siempre existió algo de peligro al dejar
entrar a cualquier extraño a mi hogar, nunca tuve problemas con nadie. Jamás. Y
eso es mucho decir para aquella época, cuando no se sabía si la persona que te
daba la mano era en realidad un amigo o sólo un espía de la contrainteligencia,
un yanqui agente de la CIA. Aunque, para ser franca, ¿qué podría querer el imperio
con una vieja como yo? Pero eso era lo que nos decían, y mujer precavida vale
por cien. Había casos de casos, eso que ni qué. Una vez se quedaron unos
acróbatas que vinieron con un espectáculo de un circo ruso y que al final, no
sé para qué, se quedaron en el país; en otra ocasión se hospedó una pareja de
músicos salvadoreños (ella en el canto y él en la guitarra) que iba sólo de
paso, pero que prefirieron conocer Nicaragua a fondo, pues me confesaron que
deseaban estar al tanto de todos los pormenores del proceso de revolución; hubo
una vez una muchacha muy bonita que me alquiló un cuarto por dos meses, pero
una mañana, cuando no habían pasado ni dos semanas desde su llegada, se marchó
diciendo que tenía asuntos por atender. Me abrazó diciéndome al oído que nunca
más nos volveríamos a ver. Y así fue. Como decía, en esos años una veía de
todo, pero siempre lo recuerdo a él con mucho cariño. A ellos, a los dos.
Era mexicano, de eso estoy segura. Lo deduje por su acento y por lo
que decía. A veces se le escapaban palabras como chingón o chale
o cuate, cosas así. Vino solo,
cerca de mayo o junio. Había viajado hasta Sudamérica y había recorrido todo el
trayecto hasta acá al puro raid; qué loca es la juventud, ¿verdad? Cuando le
pregunté cuánto tiempo pensaba quedarse me dijo que no lo sabía, que sólo
buscaba a un amigo y que esperaba encontrarlo pronto. Pregunté por su nombre y
sólo dijo Mario. Pero tenés apellido, ¿verdad?, ¿o sos sólo Mario?, insistí.
No, Mario Santiago, así me llamo, contestó. Yo creo que era medio loco, o al
menos me da esa impresión. Salía por la mañana y no regresaba hasta en la
noche, o a veces ni se aparecía a dormir. Vestía siempre una chaqueta de cuero,
de esas grandes, sofocantes, que me recordaba a la de Pedro Navaja, sólo que en
color negro. Siempre leyendo: en el desayuno, en el almuerzo, en la cena. Creo
que dormía hasta encima de los libros y no de una almohada, va a creer.
Siguiendo con mi inusual huésped, era poeta. Sí, así como lo oye. Me contaba
historias de México, de la ciudad donde vivía, de otro montonero de poetas
jóvenes, de su mejor amigo (otro, no el que vino a buscar), de un viejito
apellido Guerra que era el mero mero de las letras en su país, y de otras cosas
de las que ya no me acuerdo. A veces me leía sus poemas, pero eran demasiado
para mí y yo sólo enmudecía y sonreía para él, cuando en verdad no había
entendido nada. Una noche toqué a su puerta para avisarle que la cena estaba
lista, y como nunca contestó, decidí entrar. Estaba sentado en el suelo, fumando
y escribiendo en una pequeña libreta que siempre llevaba en un bolsillo de su
chaqueta, como él mismo me dijo después. Pregunté qué escribía y dijo que un
poema para un amigo. ¿Para el amigo que andás buscando?, pregunté. Sí, dijo y
volvió a zambullirse de nuevo en su libretita, como si yo no estuviera ahí o
como si yo no existiera del todo y él habitara en su propio mundo.
Una tarde regresó muy contento, pero no vino solo. El hombre que lo
acompañaba, según lo que me dijo, también era poeta. Doña Yolanda, le presento
al amigo que andaba buscando, el poeta Beltrán Morales, dijo el mexicano,
tratando de hacer las debidas presentaciones. Era un hombre bastante alto
(para mí todos son altos), que usaba unos lentes gruesos y un tupido mostacho.
Recuerdo que vestía bastante extraño: usaba una chaqueta verde, como una
especie de frac, aunque puedo estar equivocada; llevaba una corbata roja mal
anudada encima de una camisa blanca; cargaba también un saco de lona, lleno de
lo que parecía ser un montón de libros. Se miraba algo distraído, como ausente.
A veces bajaba la cabeza y se mordía los labios. O eso creí al principio,
porque luego de fijarme detenidamente vi que en realidad hablaba, como si
desvariara. Se sentaron un momento en la sala y empezaron a platicar. A mí no
me gusta escuchar las conversaciones ajenas, pero ellos insistieron en que no
me moviera, que yo estaba ahí primero. Hablaron de muchas cosas que no
entiendo, ni antes ni ahora. Pero en cierto momento, y esto sí lo entendí, el
de chaqueta verde dijo que ellos morirían y que nadie los recordaría. Mi
inquilino asintió con la cabeza, pero como queriendo y no queriendo a la vez.
Prefiero el abismo a ser uno de ellos, amigo, dijo el mexicano. Luego, el de
chaqueta verde dijo que la poesía terminaría matándolos y que no había forma de
detenerla. Dicho esto, yo sentí una especie de escalofrío en la base del
estómago, algo muy feo, como si alguien viniera y clavara su puño en mi vientre
y empezara a juguetear con sus dedos dentro de mí, revolviéndolo todo; los dos
hombres callaron. El mexicano se levantó y pidió a su amigo que esperara un
momento en la mecedora mientras él buscaba algo importante en el cuarto. La
sala volvió a sumirse en el silencio. Luego, el hombre de chaqueta verde se
levantó, fijó su mirada en mí, y sin palabra de por medio, abandonó la
casa. El mexicano salió del cuarto con un montón de hojas en la mano,
preguntando por su invitado. ¿Y mi amigo?, preguntó. No sé, se fue de repente,
no dijo nada, respondí. El mexicano se asomó a la calle y pudo ver la figura
del hombre de la chaqueta verde aún alejándose. Gritó: ¡Beltrán, carnal,
espera!, y corrió hasta alcanzarlo. Yo no pude evitar (aún hoy sigo sin saber
por qué) asomarme a la puerta y verlos ahí, caminando, a un paso seguro pero
impreciso. Ahí me quedé, contemplando cómo se perdían en la noche, igual que
una navaja clavándose en la herida abierta de esta ciudad.
Ya después, el mexicano y Beltrán (que ya no siempre traía su
chaquetón verde, a veces optaba por otro tipo de prenda, más ligeras, así que
terminé llamándole por su nombre: Beltrán, así nomás) se quedaban más seguido
en la casa. Se sentaban en la mesa de la sala a fumar y a conversar mientras
revolvían un montón de papeles; yo les preparaba cafecito y les decía:
muchachos, no trabajen tanto, que se van a morir sobre tanto papelero, y ellos
sólo se reían. Es que se quedaban muchas veces hasta medianoche; yo me iba a
dormir y los dejaba ahí, bostezando y cabeceando pero insistentes en sabrá Dios
lo que hacían. Una mañana, bien tempranito, salía de mi cuarto, creo que con
los ojos todavía chilicosos, y ahí estaban ellos. Discutían en voz alta. No se
sorprendieron cuando me vieron salir a la sala, ni pararon tampoco. No sé de
qué o por qué peleaban, pero se miraban algo agotados. Vea qué curioso: no se
miraban molestos, sino exhaustos de tanto trabajo creo, y eso los estaba
llevando a tener diferencias. No sé cuánto tiempo pasaron así. Trabajaron
semanas, meses. Mi madre me enseñó a mantenerme de lejos en los asuntos que no
son ni de mi incumbencia ni porvenir; a no ser metida, pues. Pero lo que ellos
estaban haciendo, sea lo que fuera, los estaba desgastando a un nivel en que
parecían más fantasmas que hombres, más huesos que carne, más ese conjunto de
papeles que un mexicano y un nicaragüense.
Me acuerdo de un día en especial en que Beltrán vino solito a buscar
al mexicano, pero éste andaba dando unas vueltas quién sabe dónde. En fin, como
el mexicano no estaba lo invité a pasar. Preparé café (todo el que viene a mi
casa sabe que, a pesar de las dificultades económicas por las que paso, siempre
podrá encontrar una tacita de café caliente y una conversación casi igual de
sabrosa) y nos sentamos en la sala a platicar. Era la primera vez que estábamos
solos los dos. Como yo soy bien hablantina, parezco una chachalaca a veces, me
puse a preguntarle un montón de cosas, y viera qué lúcido el hombrecito. Me
empezó a hablar que de sus hijos, que de sus libros, que de la Colonia
Centroamérica era la mejor carne asada. Bueno, pasamos buen rato volándole
merengue a los recuerdos, hasta que no me aguanté y le pregunté de una buena
vez: mirá, ¿y ustedes qué tanto hacen todos los días? Entonces me quedó viendo
con una cara como de asustado, pero como de enclaustrado también, encerrándose
en la respuesta que no me quería dar. Es un proyecto personal con Mario, me
dijo, pero por ahora no queremos revelar mucho porque aún está cuajándose.
Ahhh, le dije. Sí, siguió hablando, y tenemos que apurarnos, no sé dónde estará
este jodido, no nos queda mucho tiempo. ¿Es que tienen que entregárselo a
alguien?, le pregunté. No, pero tenemos poco tiempo, dijo. Repentinamente hizo
algo como en señal de levantarse, pero en lugar de eso buscó en su saco (nunca
lo dejó de andar) una bolita de papel. La abrió y la desarrugó y comenzó a
leer: era un poema de cómo un amigo suyo cae de un edificio, desnucándose, de
alguien que muere de lepra, de que luego escucha a la Guardia asesinar ancianos
y niños, la sangre corriendo, y de que ya no puede callar teniendo tan de
cerca, cerquita, a la muerte. Y empecé a pensar: también la he tenido tan a mi
lado que de extender mi brazo podría sentir la palma de su mano, su fría y
huesuda mano; ¿entonces por qué no me ha llevado a mí, si me ha quitado casi
todo?
Ya vio, habló mirándome a los ojos, tenemos poco tiempo. Pues sí, le
dije, todos tenemos poquito tiempo, hay que saber aprovecharlo. El mexicano
llegó al ratito, llevaba una cara de afligido que me provocó entre benevolencia
y lástima. Se sentó y calló por unos segundos. Inesperadamente, así de
sorpresa, dijo que tendrían que cancelar todo porque debía devolverse
inmediatamente para Argentina. ¿Pero qué pasó?, preguntó Beltrán, aunque yo
también quería saber. No te lo puedo contar por ahora, pero es necesario que
regrese, respondió el mexicano. ¿Qué puede ser tan grave que no podés decirme?,
le dijo Beltrán. El mexicano, con los ojos prendidos de un agujero en una pared
por donde se escabullían dos ratoncitos que ya me tenían loca, dijo: le
encontré la pista a los versos inéditos de una poeta que quiero que esté en el
proyecto, su nombre es Claudia Saldaña; tengo que apurarme: no sé si me la
encontraré a ella o a su espectro. Beltrán, insatisfecho o decepcionado, sólo
se limitó a asentir, se puso de pie, me agradeció por el café, caminó hasta la
puerta, y, antes de salir a la calle, se regresó al mexicano y le dijo: vos
sabés que hay algo más grande que nosotros dependiendo de esto. Les escribiré a
todos en cuanto pueda, estoy seguro de que comprenderán, dijo el mexicano, que
estaba bastante triste, eso sí, con cara de niño moto. No, no me refería a
ellos, dijo Beltrán. ¿Entonces quiénes?, preguntó el mexicano. El oficio,
Mario, le dijo, el oficio, y se fue. Esa misma tarde el mexicano, luego de
pasar horas encerrado en el cuarto, salió (me consta) a buscar a Beltrán. Pasó
días fuera y cuando regresó me dijo que no había logrado dar con él. Poco
tiempo después el mexicano se marchó, en un domingo gris y nublado; nunca más
lo he vuelto a ver. Tampoco a Beltrán.
Tengo una amiga, que vive de aquí como a las tres cuadras, que tenía
un hijo que vivía en Canadá. De vez en cuando hablaban por teléfono, al menos
una noche por semana. La otra vez él le preguntó cómo andaban las cosas por
acá, y ella le dijo que nada bien. Tengo ganas de regresarme, le confesó. No,
mi amor, quedáte allá, qué vas a venir a hacer acá, mejor hacé allá tu vida
que, de todas maneras, ya me voy a morir yo. Ay mamita, no sea loca, no diga
esas cosas, pedía su hijo. Cómo no, mi amor, le decía ella, ya la siento cerca.
Me contó eso y una semana después él estaba muerto de una trombosis. Veintiocho
años y con una trombosis, qué pecado. Creo que a eso se refería Beltrán, con lo
de la muerte: sabemos de ella y de su proximidad, pero nadie nunca sabe cuándo
ni dónde se presentará. Lo único que queda por hacer, si somos capaces, es no
quedarse callado, gritar lo más fuerte que podamos, enfrentar la muerte hasta
donde los pulmones permitan. Imagínese, todo lo vivido y perdido, lo que
tenemos hoy y mañana no. Mi esposo, mis padres, mi hijo; aquellos dos extraños
que aparecieron como el verano, como las palabras que, por mucho que repitamos,
nunca conseguimos gastar, sino que permanecen como complemento de nuestra
nostalgia. Por esos dos, deben de haber como veinte historias más por ahí. Se
miraban cientos de casos así en la Managua del ochenta y cinco. Sólo hay que
buscar.
Posdata
de septiembre de 2010. Este relato está inspirado en una
entrevista que realicé, por motivos académicos, en el mes de octubre del 2004 a
la señora Yolanda Cardoza, ciudadana nicaragüense de 67 años de edad,
originaria del departamento de Carazo. Doña Yolanda se trasladó a la capital
luego de la muerte de su primer hijo, Edgar Mendieta, asesinado durante un
enfrentamiento con la Guardia Nacional en Diriamba, su natal ciudad. Su hijo
menor, Hugo, viajó a la URSS para estudiar gracias a una beca del Estado luego
del triunfo de la Revolución. Hoy en día es profesor en la Universidad Nacional
de Ingeniería. Doña Yolanda, luego de la partida de Hugo, decidió mudarse al
antiguo domicilio de sus suegros ya fallecidos, herencia de su también difunto
esposo, ubicada en la Colonia 14 de Septiembre, en la residencia N-948. En ese
entonces, mi único interés era escribir una crónica sobre la vida de doña
Yolanda, distinguida habitante del populoso barrio, con motivo del cuadragésimo
aniversario de su fundación; no obstante, lo que terminó por contarme me llevó
a más que eso.
Mario
Santiago (años después llegaría a llamarse Mario Santiago Papasquiaro) fue un
poeta mexicano fundador del movimiento de vanguardia conocido como
infrarrealismo. De acuerdo a mis cálculos, cerca de 1983, con su entrañable
Roberto Bolaño ya en España, decide viajar a Sudamérica y recorrer el
continente entero hasta regresar a México. Según lo que he leído, especialmente
en algunos blogs repletos de especulaciones, Santiago pasó cortos períodos en
Rio Grande do Sul (no le costaría el idioma: por su colindancia con la pampa
argentina predomina un portugués bastante gauchesco), Cochabamba (motivado por
Víctor Jara), y la Rosario del Che. Rechazó ser huésped de Cintio Vitier y Fina
García Marruz en La Habana; se cree que buscó la tumba de Camilo Torres sin
éxito; cerca de Quezaltepeque, escribiría un epitafio para Roque Dalton.
Cuántas madrugadas le habrán descubierto vagando por las avenidas, taciturno y
comprometido; con qué otras tiranías se habrá encontrado. Tuvo estrecho
contacto con los sindicatos de obreros, movimientos estudiantiles, grupos
itinerantes de teatro callejero, indígenas desplazados; experimentó, sin mucha
complicación, con la narrativa. De aquí data su primera aventura prosaica: un
brevísimo tomo de cuentos experimentales, dejado en manos de un inescrupuloso
editor chileno que, a la larga, terminaría desechando; supongo que no habrá encontrado
valor alguno en aquellos textos, le habrán parecido estrafalarios, crípticos,
repletos de imágenes inentendibles, abusando tal vez de la imaginación, como
ángeles corriendo desnudos de la cintura para abajo; supongo, también, que tal
vez pudo haberlo perdido. El poeta Fernando Vargas Valencia, me contó, no antes
de una buena ronda de tragos paralela al Simposio Internacional Rubén Darío,
acerca de ciertos testimonios de la estadía del mexicano en Bogotá, aunque no
del todo comprobados. Extraoficialmente leí, de nuevo en blogs, que llegó a
entrevistarse con Jotamario Arbeláez, poeta nadaísta, y que incluso
protagonizaron algunas peleas en varias cantinas. No tan al sur, un amigo
estudiante de Letras en la Universidad de Costa Rica, luego de mi insistencia
con el tema, respondió a mis correos electrónicos con una clara crónica
digitalizada de La Nación, donde un periodista sintetizaba, de manera bastante
socarrona, cómo los peones de las bananeras eran cada vez más estrafalarios,
hasta haber conocido a un mexicano que decía ser poeta.
Beltrán
Morales, poeta nicaragüense reconocido por su talento, ironía, sarcasmo e
irreverente actitud crítica. No preciso de la fecha exacta del primer encuentro
entre Morales y Santiago. Algunos familiares del poeta, fuera de entrevista, me
confesaron que Morales vivió por un corto período en el Distrito Federal, en un
cuarto de azotea de Licenciado Verdad, para los convulsos años setenta. Viajó
de manera ilegal, casi clandestinamente, esperando encontrar suerte con las editoriales
mexicanas; bastante inverosímil me parece esta versión, pues Morales pudo haber
publicado, por ejemplo, con EDUCA, la editorial centroamericana regentada por
el escritor Sergio Ramírez, su cuñado. De estas experiencias nace Hombres de muñequera blanca, poemario
hasta hoy inédito, escrito a destiempo, fluctuando entre la Avenida Roosevelt y
Tlatelolco. Prosigo. Allá, en los tiempos más aciagos, fue auxiliado por el
poeta Ernesto Mejía Sánchez, docente en la Universidad Nacional Autónoma de
México, por lo que a veces era visto rondando el campus. Usaba el pelo largo y
siempre hablaba de la poesía en Grateful Dead. Tengo entendido que Morales,
obviamente, nunca se matriculó; esto no le fue impedimento para merodear todo
lo concerniente a las letras: presentaciones, conferencias, ciclos de lectura,
lo que fuera. Se hizo de algunos maldicientes, enervados por su ácida crítica
durante los talleres de poesía; el resto de talleristas se sentían intimidados
por su sola presencia, sus patillas, sus textos, la convicción en sus palabras.
No en vano el poeta místico Ernesto Cardenal tildara a Morales de izquierdista
revoltoso. Casi lo matan a golpes luego de que le gritara asesino a Gustavo Díaz Ordaz, retándolo a la mitad de
un audiencia convencida pero silenciada; de milagro no fue encarcelado y
deportado. Esta historia, en parte, es corroborada por el poeta Julio
Valle-Castillo, quien sí estudió en la UNAM y que también pudo compartir con
Santiago y Bolaño. Incluso, el poeta Valle-Castillo me presentó, cuando lo
visité en su residencia capitalina, una fotografía de su archivo personal en
donde aparecen él, Morales, Lupita Ochoa y Cuauhtémoc
Méndez, infrarrealistas los últimos dos.
Lamentablemente, Valle-Castillo no supo especificar si Morales y Santiago en
efecto convivieron aquí, juntos, en Nicaragua.
Basta
leer un poco la obra de Bolaño para tener pruebas de su relación con Morales;
¿y Santiago? Sí, material de Morales aparece en Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, antologado por
Bolaño; es, incuestionablemente, un personaje de Los Detectives Salvajes; figura también en El bardo insufrible: Nueve ensayos poéticos, también de Bolaño, próximo a publicarse por Anagrama; pero, ¿qué pudo haber querido Mario Santiago con Beltrán
Morales? Mi teoría, que aseguro está lejos de la argumentación sin fundamento
de un párvulo escritor, es la siguiente: preparaban una antología. Una
antología de poesía latinoamericana. Cuando visité a doña Yolanda por segunda
vez, me mostró, entre álbumes atiborrados con fotografías de épocas conspicuas,
un archivero ya en desuso, lleno de papeles; la primera vez nos limitamos a
tomar café y conocernos. En ese archivero descubrí, en un viejo cartapacio de
cuero, grabado con las siglas M.S. y B.M., un conjunto de papeles: poemas
sueltos de distintos autores. En la última hoja, leí Lo que aguarda bajo la bota del amo, seguido de una especie de
introducción, una declaración de cómo la poesía corría peligro en los orbes de
poder y de cómo era necesario regresarla a su lugar de origen: bajo la suela
del todopoderoso oficialismo. Regresarla a lo ilegal, a la marginalidad. Más
que una presentación o un prólogo, era un manifiesto, firmado por Santiago y
Morales. Luego, había una lista de poetas, que, dichosamente, tuve la
oportunidad de copiar en ese momento, y que aún hoy conservo:
Andrés Caicedo (COL) ♦
Edgar Altamirano (MEX)
René Dávalos (PRY) ♦
Isabel de los Ángeles Ruano (GTM)
Amada Libertad (ES) ♦
Mario Santiago (MEX)
Jorge Debravo (CR) ♦
Nilton da Silva (BRA)
Raúl Núñez (ARG) ♦
Luis Hernández (PER)
Tato Laviera (PR) ♦
Livio Ramírez (HON)
Armando Rojas Guardia (VEN) ♦
Chuchú Martínez (PAN)
Enrique Lihn (CHL) ♦
Elder Silva (URY)
Rina Tapia (BOL) ♦
Reynaldo Mariani (ARG)
Felipe Granados (CR) ♦
Linda Wong (NIC)
Adrián Javier (RD) ♦
Roberto Bolaño (CHL)
Beltrán Morales (NIC) ♦
María Emilia Cornejo (PER)
Guadalupe Ochoa (MEX) ♦
Antonio Preciado (ECU)
Pedro Pietri (PR) ♦
Berta Alicia Peralta (PAN)
Amílcar Colocho (ES) ♦
Luis Rogelio Nogueras (CUB)
Juan Chow (NIC) ♦
Rodrigo Lira (CHL)
Pero
hasta acá con las buenas noticias; explicaré el acabóse de mi hipótesis: por
motivos irrelevantes para este contexto, tuve que ausentarme varias semanas de
la capital. Cuando regresé con doña Yolanda, una infortunada gotera había
filtrado las aguas del reciente invierno y había destrozado buena parte de los
documentos guardados en el archivero, incluyendo los poemas del cartapacio.
Muere así, lastimosamente, la única evidencia que podría validar mi historia,
lo cual, aunque no haga falta decirlo, arruina por completo mi demostración y
mi pretensión de encontrar un fragmento de valor en este piélago literario,
mugriento de tanto silencio y ostracismo.
Proporcionaré,
ya como consuelo, algunos datos perennes: Mario Santiago murió atropellado en
la noche de un México D.F. de 1998; Beltrán Morales falleció una tarde de 1986,
en un manicomio de Managua; la referencia a Claudia Saldaña, muerta allá por el
76, es lo que se conoce como un mal guiño literario; doña Yolanda aún vive sola
y adora recibir visitas, por si a alguien le interesa.
[*] Relato publicado en mi libro Flojera
(Centro Nicaragüense de Escritores, Colección Narrativa, 2012).
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