Roque
Dalton nos contaba a Cintio, a Fina y a mí, de cuando estuvo preso en El
Salvador; como se negaba a hablar lo iban a fusilar al día siguiente, y lo que
más lo aterraba no era la muerte sino que iban a decir que él había delatado:
ciertas cosas que ellos ya sabían iban a decir que él las dijo. Así que para
los comunistas su muerte no sería de mártir sino de traidor. Desesperado se
arrodilló en la cama de su celda, y oró, diciéndole a Dios que era ateo, que no
podía creer en él, pero que le hiciera un milagro. Y <<la suerte loca>>,
nos dice, <<hace que esa noche haya un terremoto, y se cae la cárcel y yo
me escapo>>. Fina le dijo: <<Nosotros le damos otro nombre>>.
Y después bromeábamos con Roque Dalton, y cuando hablábamos de Dios delante de
él decíamos la Suerte Loca. Y se reía él.
Roque
a los diecisiete años se hizo ateo y entró al Partido Comunista. Nos contaba
que lo pusieron a recaudar fondos, y algunas veces en el fin de semana él se
bebía esos fondos. Lo iban a expulsar, y recurrió a la autocrítica. Era fácil
para él, porque en el colegio de los jesuitas había estado acostumbrado a la
confesión. Todos los camaradas lo elogiaron por aquella confesión tan humilde,
menos un comunista viejo, un sastre, que dijo que él no se dejaba engañar: que
esa autocrítica había sido para recibir elogios y que con esos elogios lo
volvería a hacer (y Roque reconocía que el viejo había tenido razón).
También
me había dicho Roque Dalton: <<Los Partidos Comunistas de América Latina
son los más corrompido que te podés imaginar. Te hablo con conocimiento de
causa, porque soy miembro militante del Partido Comunista de mi país. Pero yo
entré porque creo que las personas decentes deben entrar a estos partidos y no
dejarlos sólo a los cabrones>>.
Las ínsulas extrañas, Ernesto Cardenal, Editorial Trotta.
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