a Lorena Lozada Reyes
No hay nada más locuaz que las víctimas, pero
no tanto por sus
palabras
como por el significado de sus llagas o sus cicatrices.
Jorge
Volpi
Nunca fue tan
perfecta una derrota. Quizá era de esperarse que semejante ola de desgracias
nos aplastara, porque siempre hemos sido un par de idiotas. Y claro, con ese
andar así tan desprevenido, con esa manera de estar en la vida: siempre pegados
a las paredes, siempre arrastrándonos por el suelo. Nosotros y nuestros
principios, nuestra fidelidad, nuestra fe en el amor, nuestra deliberada manía
de destruirnos la vida sin haber aprendido nada. Vaya par de imbéciles.
Mayra me llamó el
jueves en la tarde, a ver cómo seguía. Ya sabía lo de Eugenia –todo había
empezado un mes antes– y mi endemoniada depresión: muerte andante. Ese rito
feroz del sol negro, siempre devorando el cuerpo, las entrañas, tachando
cualquier posible horizonte.
Mayra y yo somos los
mejores amigos de la vida. Hace años que las cosas son así. Claro, dos
perfectos idiotas que se encuentran en la infancia y ya nunca más se separan.
Nos vemos, desde que tengo uso de razón, semanalmente. Y hablamos casi a
diario. Si alguno de los dos anda de cabeza en cierto asunto que le robe el
tiempo, la paciencia, la entereza y el ocio posible, pues no pasan más de 15
días y ya estamos en contacto otra vez. Pero claro, Eugenia me había mandado a
la mierda y Mayra se ocupó de mí mientras pudo. Luego yo me perdí. Estuve
haciendo el rutinario recorrido de quien tiene el pecho reventado: desde el
extremo Este hasta el extremo Oeste de la ciudad, beberse todo el alcohol,
fumarse todo lo que haga llama, meterse todas las drogas. Destruir el hígado,
llenar de sombra los pulmones, aniquilar un montón de neuronas y ver así si
este maldito, tarado, brutísimo corazón aprende algo de la vida y de la muerte.
Pero el hecho es que
Mayra me llamó, a ver cómo seguía. Y a hacerme saber que Julián también la
había mandado a la mierda, que se había ido con otra. Y que la había contagiado
de un asqueroso herpes genital que, claro, a él no le hacía gran daño –una de
las ventajas masculinas–, pero que a ella la había tumbado y la había hecho
sentirse al borde de la muerte. Si a esto se le suman los embates de la depresión
correspondiente, habrá que decir que el herpes la llevó no sólo al borde de la
muerte, sino que le dio un tour por todos y cada uno de los rincones de su
afilada y espantosa geografía.
Pero fue el herpes de
Mayra el que me hizo caer en cuenta de que algo no andaba bien con mis
genitales. Una picazón expansiva me había atacado desde hacía días, pero yo no
le había prestado mucha atención en medio de la borrachera eterna a la que las
circunstancias me impulsaron. Sí, debo admitir que Mayra siempre fue bastante
más aprendida que yo en estos asuntos. Estaba prevenida constantemente de tales
cosas y a la más mínima señal corría al consultorio de su ginecólogo. A veces
me parecía que ella era un tanto hipocondríaca, pero en realidad era sólo una
tipa con la cabeza bien puesta. Para algunas cosas, al menos. O digamos que con
la cabeza bien puesta y el corazón choreto.
Decidí tomarme un
descanso alcohólico y regresar a mis deberes. Había estado rindiendo muy mal en
el trabajo –la amenaza de despido se agitaba como una oscura bandera en la boca
de mi jefa– y me había ausentado religiosamente de cuanta clase tuviera en la
universidad. Así que volví a lo mío. A la aburrida y monocorde sinfonía laboral
y a ponerme al día con la vacuidad de la literatura. Y claro, a observarme en
detalle.
En la emisora tuve
que dedicarme seriamente a los guiones de unos programas especiales sobre Pablo
Milanés y Mercedes Sosa. Debían salir al aire a mediados de semana y mi trabajo
era urgente porque había que grabarlos en un par de días. Sin embargo, y para
mi propia sorpresa, no me tomó demasiado tiempo la hazaña.
En la universidad no
me había atrasado tanto. Sólo estaba en deuda con el profesor de Literatura
Venezolana, a quien le tenía que entregar un trabajo sobre cualquier escritor del
grupo La Alborada. Elegí a Salustio, porque era evidentemente un profundo
equivocado en la vida, como yo. Su obra, esa extraña maravilla, había sido
ignorada casi sistemáticamente por la crítica. Me dediqué a un poemario suyo
cuyas articulaciones estaban enraizadas en la sífilis. Y creo que a partir de
allí empezaron a salir de la sombra –erróneamente, sólo luego lo sabría– mis
incómodas sospechas. En la observación de mis genitales lo primero que noté
fueron unas pequeñas manchas blancas. Luego vinieron un par de llagas y más
adelante unas pequeñísimas verrugas oscuras, todo aderezado con una voraz
picazón que me hacía ir constantemente a los baños de la emisora y de la
Escuela a rascarme. Me rascaba como si estuviera buscando un mundo feliz detrás
de mi piel. Sólo cuando estaba a punto de arrancármela, y las sombras rojas se
hacían una masa uniformemente siniestra, me detenía. Y así pasaban los días,
entre mis uñas abalanzándose furibundas sobre mi piel, los Trece sonetos con
estrambote a Sigma de Salustio y el tedio infinito del trabajo, que no me
permitía en medio de la erecta rigidez de sus horarios una mínima visita al
venerólogo.
El sábado en la noche fui a casa de Mayra, quien me había pedido ayuda
con los ojos reventados en llanto –¡Julián, Julián!–, para hacer una
instalación que guardara el concepto y las ideas centrales de Umberto Eco en
sus Apocalípticos e integrados. –¡Es que a mis profesores se les ocurren unas
cosas! –decía Mayra entre moqueada y moqueada.
Mientras estaba junto
a ella frente a su mesa de trabajo, mientras nos embutíamos la tercera botella
de vino y yo intercalaba mis ideas respecto a su obra con uno que otro insulto
a Julián –a quien conocía perfectamente por el raquetball– comencé a rascarme
(ya era un acto inconsciente) con la ferocidad de costumbre. La picazón se
había extendido y ya abarcaba toda la parte baja de mi costado, el vientre y la
parte superior de mis piernas. Me levanté un poco la camisa y mientras mis uñas
desataban su furia sobre mi barriga se desprendió, repentinamente, un mínimo
pedazo de piel. Lo tomé entre mis dedos y lo observé. Entonces tuve la
impresión de que la piel danzaba entre mis manos. Puse el trozo de la dermis a
contraluz y la revelación se estrelló contra mis ojos como un pelotazo de
raquet cuando no se tienen los lentes protectores. Efectivamente, algo allí se
movía. Acerqué la cosa viva a mi vista y un helado cuchillo comenzó a
recorrerme desde la punta de los pies hasta el sitio que debía ocupar mi
aureola de San Idiota. Era un animal, una especie de mínima medusa que agitaba
sus tentáculos desesperada al haber sido extraída de su hábitat. Horrorizado,
llamé la atención de Mayra. Ella se acercó, se enjugó las últimas lágrimas,
puso cara de bióloga a punto de encontrar la vacuna contra el cáncer y comenzó
a gritar de felicidad: –¡Es una ladilla, un cangrejo, un piojo púbico!
Tiré el animal al piso y corrí al baño. Me quité la ropa y hundí mi
cabeza sobre mi estómago, la giré hacia mis costados, la derramé entre mis piernas.
Las pequeñas manchas y cada una de las mínimas verrugas eran esos malditos
animales. Los había catires, rojizos y morenos. El asco comenzó a fustigarme,
una espesa náusea me recorría de punta a punta, la grima me engullía, el horror
me cercaba. Empecé a rascarme con desafuero, a halarme los vellos de toda la
zona afectada, a echarme agua compulsivamente, a arrancarme los malditos
animales del cuerpo. Ahora lo entendía todo. Y entender era caer en el más
franco de los horrores.
Me vestí y salí del
baño tan aterrorizado y arrecho como toro lacerado en pleno mediodía de la
corrida. Le grité a Mayra y le exigí una explicación de su alegría. Ella se
atragantó en una gruesa carcajada y sólo cuando yo abría la puerta para irme,
corrió, me tomó por un brazo y me aseguró que eso se quitaba así de fácil, y
chasqueó los dedos.
Eso se quitaba así de fácil. Con chasquido y
todo. La frase me parecía totalmente descolgada de la realidad. Mayra comenzó
una perorata sobre las formas de contagio de los piojos púbicos, sobre lo
sencillo del tratamiento, sobre la multiplicación de los huevos, la
reproducción de las bestias, sus formas de andar por los vellos y qué sé yo
cuántas cosas más. Mayra, creo no haberlo dicho, era lectora rigurosa de Muy
interesante.
Pero a mí todo me
sonaba el triple de lo espantoso que era. Se contagiaban por dormir en la
intemperie o en moteles cuyas sábanas estaban contaminadas, por usar toallas o
ropa interior con huevos, o por tener contacto sexual con una persona invadida,
ya que los piojos se desplazaban de un cuerpo al otro deslizándose por las
vellosidades. Para tratarlos había que comprar alguna loción que matara a los
ya creciditos, pero había también que afeitarse todo el cuerpo, del cuello
hacia abajo, para que no fuera a quedar algún huevo prendido a un vello,
provocando el renacimiento de la comarca entera.
Sabía perfectamente
que yo no había dormido en ninguna parte que no fuera mi casa o la de Eugenia
desde hacía más de tres años. Ergo: la hija de puta esa me los había pegado,
porque ella seguro los había adquirido de su nuevo amante como la primera flor del
enfebrecido amor. Eso me hacía olvidarme por un momento de las muérganas
ladillas, cuyos movimientos de patinadoras de hielo los sentía ahora con
acabada precisión por todo mi cuerpo. Me obligaba a pensar en el odio titánico
que sentía por Eugenia, por su amor de anime y mentiras, por el ensangrentado
puñal de su abandono, por la herida atroz de su traición, por mi largo y hondo
amor nunca más correspondido.
Salimos a buscar una
farmacia de turno y fue absolutamente imposible hallar alguna. Los farmaceutas
del Este estarían repatingados en las playas de Margarita, Mochima, Morrocoy o
Choroní. Le pedí a Mayra que me dejara en mi casa. Una vez allí me desnudé y,
con una lupa en la mano derecha y una tijera desinfectada con alcohol en la
izquierda, comencé a arrancarme cuánto animal se me atravesara entre la piel y
la mirada. Los malditos piojos se insertaban en la epidermis y se hundían
levemente en ella, cuando por fin atracaban en la dermis se aquietaban,
haciendo guarida. Había que abrir con el borde de la tijera y halar hacia
arriba, deslizarlos a lo largo de todo el vello que habían elegido como torre
de operaciones y echarlos luego en un pote para incendiarlos después, infames
pecadores, maléficos inquisidores. En eso se me fue la noche. Como a las cuatro
de la madrugada desistí de tan absurda empresa. Me faltaban centenares de
manchas por explorar. Me eché a la cama, agotado. Y me dormí al son de las
caricias y carreras de los pequeños monstruos en mi piel.
A la mañana siguiente
me despertó Mayra con un telefonazo. Que me vistiera rápido, que me iba a pasar
buscando para continuar con la cacería de farmacias. Me lavé la cara y me di un
baño violento para lavarme la sangre ya seca que me había dejado la guerra
nocturna. Luego busqué en Internet información sobre mis enemigos y encontré el
nombre de la sustancia mágica que los aniquilaría: lindano. Mayra tocó el
intercomunicador y bajé raudo como suicida en azotea hasta su carro. Repetimos
el recorrido de la noche anterior en vano. Luego nos dirigimos hacia el Centro
de la ciudad y por fin allí encontramos una farmacia abierta. Me bajé del carro
y le pregunté a una mujer delgada, ojerosa y trasnochada si tenía algún
medicamento con lindano. Me miró como si le exigiera un recital de poesía
turca.
–¿Para qué sirve eso?
–Para los piojos púbicos.
La mujer comenzó a mirarme el cierre del
pantalón y se quedó así durante unos segundos, como esperando captar el
movimiento de los bastardos bajo el jean. Un golpe de tos por mi parte me
devolvió su mirada, de ojo a ojo, de ojera
a ojera.
–No sabría decirle –gruñó–. Tendría que
preguntarle a su médico el nombre exacto del remedio.
Me monté de nuevo en
el carro y seguimos el recorrido. Pasamos al lado del edificio donde vivía
Julián y a Mayra se le aguaron los ojos. Yo encendí el reproductor. En la
emisora universitaria, Soledad Bravo aullaba segura y convencida que no puedo
ser feliz, no te puedo olvidar. Apagué el aparato. Cruzamos la calle del
edificio en el que vivía mi tía Gertrudis y en la esquina apareció otra farmacia
abierta. Me bajé. Entré. Un hombre moreno arreglaba los frascos de vitamina C.
Una mujer despeinada bostezaba tras el mostrador. Le pregunté si tenía algo con
lindano. Arrugó la cara como un bulldog y se acercó a la computadora. Copió el
nombre, pulsó un par de teclas y me miró:
–Nada. ¿Cómo para qué sirve eso? –arrojó
con voz de narcoléptica a punto de caer rendida.
–Es contra los piojos púbicos.
El moreno dejó a un
lado las vitaminas y se acercó a mirarme. La mujer había posado sus ojos en la
entrepierna de mi blue jean (manía femenina, ésta, de lo más desagradable para
un hombre en mi situación) y parecía ahora bastante alejada de su anterior
somnolencia.
–¿Tendrá algo? –le
espeté.
–Déjeme preguntarle a la doctora... –dijo
mientras parecía temblar.
Se dio la vuelta y se acercó a un pasillo
trasero mientras una ancianita calva entraba a la tienda.
–¡Doctoraaaaaaaaaa!
¿Tenemos algo para los piojos públicos?
El hombre de la
vitamina C irrumpió en una sonora carcajada.
–Púbicos, quise decir –corrigió ella.
La doctora recomendó
un medicamento con nombre de culebra y la mujer lo trajo segundos después.
–Esto sirve –aseguró.
–Si te cura los piojos públicos también te
cura los púbicos, chamo –le hizo coro el moreno. La anciana calva presenciaba
con asco toda la escena.
Pagué y cuando me
disponía a salir la viejecita me interpeló:
–Oye, ¿tú no eres familia de..., de...., vive
aquí mismo, cómo es que se llama?
Comencé a sudar frío
y la cara horrorizada de mi tía se dibujó ante mí nitidísima. Seguramente la
calva aquella era amiga de Gertrudis y tomaban juntas el té todas las tardes
mientras jugaban bridge. No cabía duda: mi tía le había mostrado fotos de la
familia y de allí me conocía.
–Del cantante éste de moda, ¿cómo es que se llama?
Negué con la cabeza
agradeciendo la equivocación. Luego salí disparado mientras el vendedor me
deseaba suerte en el genocidio.
Cuando me monté en el
carro, Mayra lloraba amargamente. Había encendido la radio de nuevo –la emisora
universitaria– y Silvio Rodríguez chillaba que ojalá por lo menos que me lleve
la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos,
en todas las visiones. Apagué el aparato y decidí que no escucharíamos nunca
más la emisora universitaria. Los cantautores de trova y protesta eran, en el
fondo, una sarta de infelices despechados.
Invité a Mayra a
desayunar. Ella se limpió las lágrimas con la franela y estacionó el carro en
una arepera cercana.
–Aquí cenaba con Julián cuando volvíamos de la playa –susurró con la
última moqueada. Nos bajamos y entramos al local. Tomamos la mesa de la esquina
y a juzgar por el gentío calculamos que sería el único lugar de comida abierto
en la ciudad. Yo pedí una Reina Pepeada y Mayra una de guayanés. Algo, aparte
de los piojos púbicos corriendo por mi cuerpo, me causaba una extraña
incomodidad. Una presencia en el lugar. Mayra me preguntó que por qué tenía esa
cara de estreñido y le dije que no me sentía muy bien. Me dijo que de bolas que
no, que ella tampoco. Y entonces encontré el factor apestoso que me causaba la
tumoración del alma. Unas nueve mesas hacia la izquierda estaban Eugenia y su
nuevo amante, amapuchaditos, airosos, felices. Sentí que una flor carnívora se
abría en mi estómago y comenzaba a devorarlo todo desde adentro. El mesonero
colocó las arepas y los jugos sobre la mesa. Comencé a quedarme sin aire. Mayra
me miró preocupada y le señalé la mesa de Eugenia.
–Coño –dijo–.
¿Quieres que nos vayamos a otro sitio?
Eugenia volteó en ese
momento y me vio. Alzó la mano en un saludo amistoso y siguió conversando con
su nuevo galán. Seguía con su mirada constante, su palabra precisa y su sonrisa
perfecta, que yo hubiera querido se le acabaran, escoñetado y pálido como
estaba, sin respirar casi.
Mayra
interrumpió mis silenciosos quejidos sorprendida.
–¿Ese carajo es el
nuevo novio de Eugenia? Pero si yo lo conozco. Es Marcelo. Estudiamos juntos.
Siempre ha intentado salir conmigo, pero nunca le he parado bolas.
Le pedí a Mayra que
nos fuéramos. El mesonero nos puso las arepas para llevar y Mayra se bebió su
jugo de un trago. Agarramos la autopista y llegamos a mi casa. Le di
ochocientas gracias a Mayra por todo y subí. Eché la arepa a la basura, me fui al
baño y me desnudé. Recorrí mi rostro apagado, mi mirada caída, la persistencia
indeleble de mi amor por Eugenia soldada a mis facciones. Decidí dejarme de
autotorturas y puse un disco de Celia Cruz a todo volumen. Comencé a aplicarme
el tratamiento. La loción era algo pastosa, pero a fuerza de frotarla terminaba
corriendo bien por toda la piel. Seguí las instrucciones al pie de la letra y
en cuestión de minutos mi cuerpo estaba empapado de la crema blanquecina. El
contacto de ésta con las áreas más irritadas provocaba una especie de fuego
supremo, un ardor incontenible en toda la piel, una aproximación prometeica al
mundo. Celia Cruz juraba que la vida era un carnaval. Me costaba creerle. Acaso
un carnaval de máscaras rotas y trajes raídos. Apagué el equipo.
Decidí ponerme al día
con mi trabajo sobre Salustio. Ahora que sabía que no tenía sífilis, me era más
fácil aproximarme a los sonetos con estrambote. Mayra también había pensado, en
principio, que su herpes era sífilis. Desde segundo año de bachillerato, cuando
hicimos una exposición juntos sobre la sífilis –en aquella ridícula materia
llamada “Educación para la salud”–, se nos antojaba que cualquier posible
ensañamiento genital contra el bienestar corporal propio podía devenir en
sífilis. Y eso nos aterrorizaba. Nuestra exposición, unos doce años atrás,
había sido de lo más escabrosa y alarmista. Busqué en una vieja enciclopedia
médica de mi padre la historia de la sífilis, sus síntomas y tratamientos. Y
luego devoré por tercera vez los sonetos de Salustio. “Eres un fuego fatuo muy
sucio y mortecino”, le escupía el poeta a la enfermedad, mientras yo sentía el
fuego fatuo de la loción apuñalando mi cuerpo. “Soy as de la sífilis y soy su
asesino”, se envanecía el arsénico en una oda salustiana, mientras yo sentía
que los piojos púbicos comenzaban a huir despavoridos ante el ataque del
Crotamitón, que no arsénico ni lindano.
En un par de horas tenía listo el trabajo. Cerré el libro de Salustio,
apagué la computadora y me dediqué a retirar a los animalitos drogados y
muertos que colgaban de mis vellos. La plaga parecía tocar a su fin. Entonces
me puse a pensar en Mayra y en Julián, en Eugenia y en Marcelo; y una satánica
idea invadió mi estrujado corazón; mi aún despierto, aunque aletargado, cerebro.
Llamé a Mayra inmediatamente y le conté mi
plan.
–Eres un desgraciado
–me dijo mientras prorrumpía nuevamente en un acceso de llanto. Luego me tiró
el teléfono.
Sí, era posible que
yo me estuviera convirtiendo en un desgraciado, pero las circunstancias me
habían impulsado a ello. Más que probado estaba que mientras no lo fuera, el
oleaje de la vida me seguiría revolcando, tirándome de cara contra la arena,
clavándome corales en las piernas, el pecho, los genitales y el corazón. Sí, me
estaba convirtiendo en un desgraciado, pero la historia me absolvería.
Un par de horas más
tarde Mayra me llamó. Cuando iba a empezar a recordarle que ella era una mujer
perfectamente sana unos meses atrás, que siempre andaba sonriente y que
encontraba la luz hasta en el foso más foso del Hades, me dijo que lo había
pensado.
–¿Sabías que 80% de
las prostitutas y 3% de las monjas tienen herpes genital? ¿Sabías que toda mi
vida he odiado a putas y monjas? No hay derecho. No es justo que a mí me pasen
estas cosas. Tienes razón. ¡Que se jodan nuestros malefactores!
Aplaudí su decisión
sin dejar de preguntarme cómo tres monjas de cada cien podían tener herpes. De
cualquier forma estuvimos de acuerdo en salir a celebrarlo. Fuimos al bar de
Conrado, el sitio perfecto para el despecho en esta urbe. Pero ni los tangos
más amargos de la Rinaldi y la Varela, ni los boleros más destructivos de Toña
y Daniel, ni el estruendoso dolor de garganta de La Lupe, ni las rancheras
suicidas de Chavela y Jorgito nos sacaron de nuestras nuevas y jugosas
sonrisas. Conrado nos observaba sorprendido desde la barra. Los borrachos
tristes que pululaban por todo el local nos miraban de reojo, los ojos llenos
de envidia y desdén. Por primera vez en la historia, Mayra y yo éramos un par
de gallinas en el baile de las cucarachas.
Después de una larga
celebración nos fuimos a casa. Cuando Mayra me dejó en el apartamento sentí
unas repentinas ganas de besarla. Una alucinación, sin duda. Pensé en lo
fantástica que hubiera sido Mayra para mí. En lo bien que nos la llevaríamos
como pareja. A ambos nos gustaba la misma música, los mismos libros, las mismas
películas. Ambos frecuentábamos los mismos lugares, amábamos las mismas playas.
Vivíamos bastante cerca. Sabíamos todo el uno del otro. Nos conocíamos de toda la
vida. Nunca cuajaba un silencio incómodo entre nosotros. Hubiésemos podido ser
una pareja perfecta. Pero la perfección es un delicado vidrio que de nada se
hace ruina, trasto, rastrojo, picadillo. A esa hipotética unión de nosotros le
hacía falta carne y deseo también, hubiera opinado cualquier locutor de la
emisora universitaria.
Me acosté y miré el reloj. En un par de horas debía irme al trabajo.
¿Valdría la pena dormir? Pensé en Eugenia, en su voz amarga y serena, en su
manera de abrazarme y de acariciarme la nuca. Pensé en su cuerpo entre mis
brazos, en el peso de sus senos –el izquierdo más voluminoso que el derecho– en
la palma de mis manos, en acariciar sus firmes y deliciosas nalgas, en las
palmaditas que tanto le gustaban, en el temblor de su cuerpo la primera vez. En
su agudeza al conversar, en su mirada profunda sobre las cosas, sus críticas
paralizantes de la literatura light, las telenovelas criollas, los partidos
políticos y las religiones que restringían el delicioso abanico de la dieta
diaria venezolana. En su odio profundo a Cortázar, Antonioni y Miles Davis: en
nuestras peleas al respecto. Pensé en lo mucho que adoraba a esa mujer. Un
piojo intentó escalar mis abdominales para llegar al pecho. Lo aniquilé entre
mis uñas. Me di cuenta de cuánto extrañaba a Eugenia. Supe lo irremediablemente
solo que estaba y estaría sin ella. Volví a llorar, después de casi una semana
en supuesta calma.
Me levanté, entonces,
y me dediqué al chequeo periódico de mi cuerpo. Sin duda la loción cumplía con
su trabajo. Los movimientos de piel habían desaparecido casi por completo. Me
fijé en que los animalitos, una vez separados de la dermis, no podían
desplazarse con facilidad si no tenían vellos a su disposición. Noté también
que los huevos permanecían intactos, como púas orgullosas en el alambrado
púbico. Mayra me lo había advertido. Era imprescindible atacarlos con hojilla.
Me dispuse a iniciar
el patético ritual. Aparté algunos piojos que aún se tambaleaban ante el primer
ataque de la loción y los eché por la poceta. Reservé, sin embargo, uno de cada
especie en un pequeño frasco vacío de antidepresivos. Guardé uno catire,
semejante a un corazón albino. En el fondo de su vientre saltaba la delicada
forma de su esqueleto. Rescaté también uno colorado. Esa era la variedad más
hermosa. Poseía un color escandalosamente ruborizado y era todo él un magnífico
cúmulo de sangre fresca y brillante. Salvé, finalmente, a uno de los oscuros.
Feo, soso, menos vital que los otros, algo más gordo y pesado. Pero sentía que
el Arca no estaba completa si faltaba alguna de las especies. Luego me arranqué
una mínima mata de vellos para que pudieran ejercitarse en paz.
Me metí en la ducha y
me di un baño de agua hirviendo. Y procedí entonces a desnudar mi cuerpo de
toda protección. Unté la crema de afeitar en cada resquicio de mi piel, del
cuello hacia abajo, y comencé a pasar la afeitadora. A abrir surcos pálidos en
mi pecho, a aclarar mis piernas, a devastar la siembra vellosa de todo mi ser.
Tardé horas en estar listo, completamente lampiño y desamparado. Y entonces me
regué la loción aniquiladora por última vez. La piel parecía haberse
sensibilizado y los rasguños de mi pulso tembloroso durante la afeitada se
convirtieron en focos de un intenso ardor. Sudé, sufrí, padecí y casi llegué a
llorar de nuevo. La guerra contra los piojos púbicos se parecía demasiado a
ciertas etapas de los procesos del duelo amoroso. Pero finalizado el rito tuve
la certeza de que esa batalla había concluido. Y tenía todas las razones del
mundo para sospechar que la victoria total –la de la guerra– era mía. Me
dediqué, entonces, a hervir toda mi ropa, todo lo que a mi alrededor pudiera
albergar algún piojo púbico travieso que tomara cartas en el asunto de las
venganzas y propiciara mi reinfestación. Herví sábanas, toallas, alfombras,
camisas, interiores, medias, pantalones. No quedó un solo rincón del
apartamento sin revisar. Sí, la batalla campal había tocado a su fin.
Me volví a acostar. Estaba totalmente acabado, exhausto, agotado. Necesitaba
una gorda dosis de descanso. Aunque pronto me debía levantar decidí dormir al
menos un rato. Pero la siesta se infestó de horribles pesadillas. Soñé que era
un ciclista maricón. Que me desplazaba por una carretera de montaña y de
repente veía a otro ciclista que era Eugenia, pero convertida en hombre.
Deteníamos nuestras bicicletas y nos quitábamos la franela. Nos echábamos sobre
la grama y Eugenia (Eugenio, se llamaba en el sueño) me preguntaba los secretos
de la lozanía de mi piel lampiña. Yo le daba por respuesta un beso profundo,
húmedo, devorador. Con los ojos cerrados. De repente sentía un brazo suyo
rodeándome. Luego el otro. Y luego otro más. Y otro. Entonces abría los ojos y
Eugenia(o) se había convertido en un inmenso piojo púbico de los oscuros. Allí
me desperté. Me lavé la cara y me serví un trago. El tiempo de la venganza
debía comenzar.
Desde el trabajo
llamé a Julián, para invitarlo a jugar raquet, que hacía tiempo que no
echábamos una partidita. Quedamos en vernos al día siguiente, en la noche,
porque su nueva novia tenía el cumpleaños de su papá y él no quería nada con la
familia de nadie. Muy poco tiempo juntos y esas cosas, tú sabes, no vale la
pena complicarse. Sí, en la cancha que esté libre, a las siete. Perfecto.
Colgamos. En la emisora estaban transmitiendo el programa sobre Pablo Milanés.
Me fijé en que, desde la voz de la nueva locutora, mis guiones sonaban algo
rebuscados y no muy aptos para ser radiados. Imaginé las quejas de mi jefa
cuando acabara la transmisión. La vida no vale nada, aseguró el trovador. Y,
claro, yo no podía dejar de darle la razón.
También llamé a
Mayra. Sí, ya había cuadrado con Marcelo, le había pedido ayuda para la bendita
instalación, ella no entendía del todo las propuestas de McLuhan y Marcuse, al
menos no las percibía como antinómicas y, en cualquier caso, cómo llevar eso a
la práctica, era un kilo de estopa debajo del Titanic. Sí, Marcelo estaba
encantado, había aceptado ayudarla, él era realmente bueno en eso de llevar la
teoría a la práctica. Uno de esos chicos que sabe sacarle el jugo a los
conceptos y validarlos como frutas, un hombre en contra de la inacción perenne
de las teorías. Le dije a Mayra que con eso era suficiente, me estaba vendiendo
al bastardo como el hombre ideal para Eugenia, me hacía sentir el doble de
idiota de lo mucho que ya yo me sabía. El asunto –cerró Mayra a modo de
disculpa eclipsada– es que mañana viene a mi casa, cuando salga de su oficina.
Yo iré temprano a comprar el vinito vasco y el salmón, y antes de que llegue Marcelo
mi casa estará llena de velas y rosas, las sábanas de seda negra ya en la cama
y el trofeo venéreo de mi cuerpo ansioso por atacar y destruir. Cuando colgué
con Mayra sentí que nos estábamos comportando como unos niños. Y entonces cayó
una inmensa nube sobre mi conciencia, una nube que estaba a punto de estallar
en aguaceros morales. Con esa nube me fui a la casa. Al llegar me di un par de
cachetadas frente al espejo, puse un disco de Coltrane al máximo volumen y me
eché de nuevo en la cama, para blanquear mi mente, alejar la nube y caer en el
dulce oleaje del sueño profundo mientras tarareaba, cada vez más débilmente,
“Naima”.
Y así, unas veinte
horas más tarde, Julián y yo corríamos por toda la cancha, de una pared a la
otra, detrás de la bola azul. Golpeábamos con ferocidad, descargando en la
pelota nuestros problemas: él su estrés laboral de hombre exitoso, yo el dolor
y la ira de mis bajos sentimientos, él con la seguridad de quien ha resuelto
todo en la vida, yo con el horror contenido del abandono y odiándome por lo que
estaba a punto de hacer. Jugamos tres partidas y Julián las ganó todas,
obviamente. Luego nos fuimos a las duchas y conversamos a todo grito mientras
nos bañábamos. Yo terminé rápido y salí. Me sequé velozmente y me puse manos a
la obra. Le contaba de mi reciente soltería y de cómo podían cambiar las cosas
para uno de la noche a la mañana mientras buscaba en mi bolso el frasquito de
antidepresivos con los piojos púbicos (el catire, el colorado y el moreno) y me
los colocaba en la palma de la mano (el colorado no se movía, quizás había
muerto). Julián se seguía duchando y me daba ánimos tratando de convencerme de
que la soltería tenía sus ventajas, bastaba imaginar la cantidad de culitos a
los que ahora tendría acceso en completa libertad y sin remordimientos. Yo reía
y le decía que aquélla era una gran verdad (aunque sabía que ningún culito,
aparte del de Eugenia, podía representar la más mínima emoción para mí), luego
le preguntaba que cómo le estaba yendo con su nueva novia o si la cosa no era
tan formal y aún estaba experimentando la variedad y el caos. Mientras me
respondía, aunque en medio de los nervios del delincuente primerizo no pude
escuchar lo que contaba, tomé sus interiores limpios (los había dejado fuera
del bolso, junto con el resto de la ropa con la que se reincorporaría al mundo
después del polideportivo) y les sembré mis tres pequeñas bestias en las
costuras internas, aquellas en las que descansaría el peso de sus testículos.
Los observé detenidamente, eran tan pequeños que no podían ser vistos sin
previa advertencia. Sólo el piojo rojizo resaltaba un poco. Julián cerró la
llave del agua y yo arranqué al bicho rojo de los interiores, lo tiré al piso y
coloqué la prenda de Julián encima del jean, donde estaba antes, inocentemente
malicioso. Luego fingí que me terminaba de secar y me amarré la toalla a la
cintura. Miraba a Julián de reojo mientras se escurría el agua del cabello y me
decía que si quería me acompañaba un rato al Chicago, un nuevo bar en la
avenida Sucre en el que, según le habían dicho sus amigos, había muchas mujeres
solas, guapas y hambrientas. Le dije que no, que las partidas me habían chupado
todas las fuerzas, que tal vez otro día, y entonces Julián tomó los interiores
en sus manos y les estiró la liga para ponérselos. Un piojo púbico metafísico
se abrazó a mi alma y empezó a desangrarme la conciencia. Entonces le grité que
no lo hiciera. Julián me miró sorprendido y no logró articular palabra. Yo le
dije que me diera los interiores, que me los entregara inmediatamente, y me
acerqué a él para quitárselos. Julián alzó la mano amenazante y yo me le lancé
encima para arrancarle los interiores. Él me empujaba desconcertado y en el
forcejeo se me cayó la toalla. Julián me vio totalmente lampiño y enrojeció. Luego
soltó una carcajada y me dijo que parecía un ciclista maricón así sin pelo,
pero enseguida se enserió de nuevo y en sus ojos leí la duda, la pregunta. En
ese momento le arranqué los interiores de las manos y corrí a tirarlos en una
de las pocetas.
Julián se acercó con
la intención de caerme a coñazos y yo le dije que sí, que aunque no era
ciclista sí era maricón y siempre había estado enamorado de él. Julián detuvo
el puño en el aire y me miró con náuseas. Luego regresó a su bolso, se vistió
rápidamente y se dispuso a salir. Antes de hacerlo volvió hasta donde estaba y
se detuvo a pocos milímetros de mí. Me dijo que si lo volvía a buscar me
partiría la cara. Luego salió de los vestidores. Yo me quedé en un rincón de
los baños, desnudo, desolado. Pensaba en qué diría Eugenia de todo esto. Luego
empecé a reírme: una risa que fue creciendo hasta apoderarse de todo mi cuerpo
y obligarme a retorcerme en el piso. Tres tipos entraron al baño. Me levanté
rápidamente y me vestí. Recogí mis cosas y antes de irme me acerqué a la poceta
del interior. Me asomé y descubrí a los dos piojos flotando inertes en el agua.
Bajé la palanca y salí. El piojo metafísico también había muerto y yo me
sentía, por primera vez desde la separación de Eugenia, en paz.
Llamé a Mayra por
teléfono, debía contarle todo y evitar que le pegara el herpes a Marcelo y, por
ende, a Eugenia. Me atendió con voz de Dalai Lama y antes de que le dijera nada
me aseguró que Marcelo se acababa de ir y que no había hecho lo planeado. Me
advirtió que esto sería doloroso para mí, pero que aunque cuando Marcelo entró
a su casa ella ya había desistido de nuestros planes, él le había contado que
estaba saliendo con una nueva chica que lo tenía enamoradísimo, que no hacía
sino pensar en ella y que gracias a ella empezaba a entender que se podía vivir
tranquilamente en fidelidad. Yo me quedé en silencio y Mayra me pidió que me
fuera a su casa, que la disculpara por mandar al trasto nuestra idea, que
pasara por allá, yo necesitaba su apoyo y no debía estar solo, así dijo. Le
aseguré que no debía preocuparse de nada, que yo estaba bien y Julián, también,
a salvo. Que mejor nos veíamos mañana, quería dormir.
Esa noche soñé con
Mayra. En el sueño hacíamos el amor largamente y con desesperación. Cuando
terminamos, aún desnudos y sudorosos, con las sábanas revueltas y el cuerpo
saciado, hablamos del asunto y convinimos en que ambos nos sentíamos
incestuosos. Me desperté en la madrugada y me preparé un sándwich de queso con
mermelada. Pensé en Eugenia y me pareció que el amor tenía su ritmo y cumplía
sus ciclos, que todo muere, ya se sabe, y que el tiempo, el implacable, el que
pasó, sólo su huella triste nos dejó, qué cagada. Imaginé a Eugenia subiendo a
un globo que se elevaba por los aires y me la arrancaba de la tierra. Eugenia y
el globo interceptando los cielos, desvaneciéndose en el azul, haciéndose
sombra y límite, convirtiéndose en nada. Por un momento sentí el deseo
verdadero de que Eugenia fuese feliz junto a Marcelo. Y la soledad me aplastó
definitivamente.
Me fui al baño y me
dediqué un buen rato a observarme el cuerpo. Los primeros cañones ya asomaban
en mi piel. Tomé la antología de Salustio y la acaricié un rato, pero no quise
leer ningún poema. Encendí el tocadiscos y puse a girar el plato vacío. Me
quedé mirándolo con fijeza y se me aguaron los ojos, pero no aparté mi vista de
la aguja de diamante colgando inútil en el aire, la goma negra girando
interminable. Sentí que las lágrimas comenzaban a correr copiosamente mejillas
abajo y tuve la certeza, profunda y absoluta, de que nunca fue tan perfecta una
derrota.
Roberto Martínez Bachrich (Venezuela, 1977)
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