miércoles, 4 de noviembre de 2015

también yo vi a triple h ganarle a cactus jack


también yo vi a triple h ganarle a cactus jack
era una noche de febrero y papá seguía en la oficina
hizo frío y el nuevo siglo se anunciaba con la avidez de un violador
peleaban encerrados dentro de una jaula que bien pudo ser una pecera
/ o el propio paraíso
dos los hombres que no eran hombres sino máquinas analíticas 
dos los emblemas de fuego saliendo de la axila de un dios encadenado
dos los jinetes del relámpago que recorrían el mismo páramo otra y mil veces
cactus jack apareció como el enano de un espectáculo circense 
campeón del polvo debajo de los muebles de los anuarios olvidados
/ de la pelusa dentro del oído
contra él no pudieron ni los contratos ni las orugas ni el hambre de las luminarias 
porque cactus jack masticaba marejadas y escupía esquizofrénicos
cactus jack se cogía al cielo y los hombres hacían del miedo una letanía
cactus jack no sangraba porque su cráneo era autopista descubierta
/ para asombro de batracios
contra él no pudieron ni el undertaker ni bret the hitman hart ni hulk hogan
pero triple h fue más fuerte más feroz
en su pectorales la implacable maquinaria de la violencia
en sus cabellos la rabia desmerecida de todos sus ancestros
en sus ojos la seguridad de quien se quiere victorioso antes del abordaje
el viejo cactus jack se defendió a como pudo
fue elefante embistiendo a su cazador aunque de todos modos caiga abatido
fue nuestra infancia cuando algún petardo graciosamente
/ nos reventaba ambas manos
y recuerdo aquella noche avanzando con la languidez de los deudos
y recuerdo a cactus jack convirtiéndose en artefacto de arena
reducido por algo más que golpes y patadas y llaves de sumisión
recuerdo al tiempo en su papel de saboteador de terrorista de novio celoso
el tiempo reclamando derechos que sólo ambiciona alguien no invitado a la cena
testarudo cactus jack se defendió como mejor supo
pero triple h fue la tormenta el desaire el futuro 
y mientras lo sacaban en una camilla con la espalda destrozada
un posible trauma craneoencefálico múltiples escoriaciones por todo el cuerpo
/ y un hombro dislocado
cactus jack levantó el único brazo útil y se despidió
/ igual que la caja negra de un avión
con afán de tristeza pero también afán de valentía
con ganas de gritar yo estuve donde este niño hoy engulle al mundo
y duré lo mismo que duran esos largos sueños que uno defiende a pesar del arrojo
esto puede confirmarlo cualquiera que haya estado allí
cuando triple h finalmente venció a cactus jack
fue la misma noche en que papá no regresó a casa
la noche en que todos los héroes entraban de espaldas al bosque


jueves, 31 de julio de 2014

De cuando bruscamente la tarde se ha aclarado



Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes.

«Los jardines», Jorge Guillén

Su recuerdo implora lluvia. Y es que llovía cuando vio a Simón por primera vez. Estaban todos dentro del salón, acomodados en sus pupitres, con el cuaderno de la primera asignatura sobre la paleta. Simón llegó tirado de la mano de su madre, empapado por el aguacero. La mujer se acercó a la puerta con paso lánguido, de marsupial asustado, y ni siquiera se fijó cuando Simón, libre al fin del yugo maternal, se quedaba atrás, escurriéndose en el pasillo. Parecía desorientado, inseguro de todo a su alrededor, como si las paredes concurridas por dibujos del sistema circulatorio y el territorio nacional le presentaran una lúcida amenaza. Llevaba un pequeño capote amarillo que caía hasta sus rodillas, para luego dar apertura a unas botas de hule, amarillas igualmente, concediéndole un semblante de girasol malogrado. La maestra, acreedora de un núbil amor secreto, compartido en todo el salón, fue la primera en notar su timidez, su miedo. Fue por eso que, esquivando a la mujer en la puerta, prefirió saltarse varios peldaños formales hasta llegar al insólito visitante.   
—Parece que hoy tenemos un nuevo amiguito —dijo.
Consciente por fin de su desorientación, la mujer retrocedió y, con voz propagada, trató de enmendar su abandono.
—Simón, mi amor, qué hace allí afuera, a ver, venga para acá. 
Distraído todavía, pero no ausente, el niño avanzó con indiferencia, a ritmo retrasado; cada ladrillo era una pequeña prueba para Simón, un reto en el que deseaba fracasar con todas sus fuerzas. Cuando alcanzó el umbral, reveló en su rostro un tono afligido aunque resuelto; estar allí parecía molestarle, infringirle algún extraño padecimiento que sólo él podía comprender. ¿O parece poco ser el único ente ajeno para un grupo tan bien congeniado que es casi una especie de supercomputadora integrada por diminutos pero importantísimos nano-circuitos? Otros podrían asegurar que temblaba, y si lo hacía no sería más por el frío de la mañana que por el suplicio de aquella escena. Libre de cualquier duda, la maestra, volviéndose al resto del grupo y ejerciendo su blando poderío, ordenó: 
—¿Cómo decimos cuando tenemos visita?
Y el resto, pulgas amaestradas de algún espectáculo circense, al unísono:
—¡Buuueeenooos díííaaas!
Entonces Simón pareció despertar, abandonar una etapa de trance, desprendiéndose de sí mismo y encontrándose ahora frente al salón, finalmente sin excusas ni resguardo, solo, completamente solo, arremetiendo con aprensión.
—Bu… bu... buenos días —se mordía los labios y apretaba los puños contra su cuerpo—; me… me llamo Simón —y por un segundo casi arranca a llorar. 
Como parte de esas desasidas coincidencias de este mundo que nunca parecen completarse, había en todo el salón un único puesto vacío. Y generalmente estas coincidencias hospedan daños colaterales; hay siempre un vulnerado y un perpetrador. Es una quiniela no justa pero sí generosa. Para ponerlo así: de ese hombre elegir otra ruta, de no pasar por ese parque a esa precisa hora, de haber evitado el tranque, ¿cuál hubiese sido su destino? ¿Cuál el de su traductor? Si hubiesen manejado su jeep por la calle de otro barrio en otra hora ambos estarían vivos, y el vídeo hoy no mostraría más que unos soldados defendiendo un punto estratégico, pero en su lugar tenemos a un hombre caminando, un hombre intercambiando ciertas palabras, un hombre que es obligado a acostarse con el pecho a tierra ([1]). Concluida esta mediocre deducción empírica, de una u otra forma, en otra escuela o en otra ciudad, ambos terminarían siendo los grandes amigos que alguna vez fueron. Nunca se ha sabido de una enfermedad que cambie su trayectoria. Sería inútil anotar, para esta parte, al lado de quién estaba el único pupitre libre.
Que esto tampoco sorprenda: compartieron recorrido. Simón vivía en la Colonia Centroamérica, un complejo habitacional destinado al establecimiento de los obreros y sus familias, al menos en principio; más allá, al norte, estaba el barrio San Cristóbal, un vecindario pobre, invadido por el hampa de menor calibre. Personajes cotidianos y humildes, sin encanto ni trascendencia.   
—¿Te gusta Batman?
Le llevó un poco de trabajo dar con la voz que se acomodaba desde atrás, tratando de atribuirse mayor potencia que las risotadas de los niños más grandes.
—¡¿Que si te gusta Batman?!
Dos sorpresas se llevó al atender, primero, que quien llamaba era Simón, pero no el Simón que había conocido horas antes y que se había pasado la mañana enmudecido, su atención jamás divorciada del pizarrón, anotando desesperado cada tabla de multiplicación en su cuadernito de hojas cosidas. Había algo distinto: un entusiasmo en sus ojos, la forma en cómo sus dedos sofocaban la cabecera del asiento, una fiereza que en aquel entonces no comprendería pero que muchos años después llegaría a entender y hasta a envidiar. Con algo de pasmo, también con pereza, le dio lo que tanto buscaba.  
—Sí.  
—A mí también —terció Simón.
Viajaron el resto del camino en silencio. Un recorrido escolar, y esto puede confirmarlo quien alguna vez haya usado uno, podría ser un ecosistema de estudio para el más entusiasta de los antropólogos. Al fondo, en los asientos traseros, viajan los de los últimos años, los de secundaria, cultivando la dulce tiranía del que casi alcanza la mayoría de edad. Las niñas al frente, congregadas como gallinas que buscan el sueño, protegidas por la señora encargada del recorrido, una mujer madura con un trasero de proporciones planetarias. Los de edad media con sus walkmans, escuchando los casetes que estuvieran de moda, los que sus papás pudieran comprar.
—¿Sabés por qué me gusta tanto Batman? —siguió Simón—: Porque no pudo salvar a sus papas. Eso lo hace diferente de los demás superhéroes, porque a él no lo mueve la justicia o la moral, ni siquiera le interesa combatir el crimen —hablaba y en los bordes de su boca florecían unas venas azuladas que parecían pequeñas horcas intentando estrangular su voz. Igual no paró—: A Bruno Díaz lo impulsa la culpa, la rabia de saber que fue incapaz de defender lo que más amaba, lo que más le importaba. En muchas maneras —concluyó—, ése es su único poder: el dolor. Por eso Batman me gusta tanto.     
Enmudecieron sentenciosamente. Cuando el microbús dejó los semáforos de Lozelsa, Simón, indiferente por unanimidad, se redujo nuevamente a su asiento y se dedicó a estudiar una enorme fila a las afueras de un edifico blanco([2]). Llegaron a su casa, en una de las entradas marginales de la colonia; lo primero a la vista era un discreto patio frontal con bastante maleza, no podada quizás con el afán de engalanar un poco más la estructura, maltratada a todas luces. El conductor preguntó al niño nuevo si la dirección era la correcta. Simón asintió, y la encargada del recorrido abrió la puerta, liberando un gemido de bisagras hambrientas de aceite. Antes de bajar, Simón, sin intentar insinuarlo, se sometía a un compromiso que ninguno de los dos hubiese previsto; un contrato que nunca aceptaron firmar, ahora inquebrantable.
—Mañana hablamos más de esto, amigo —y bajó: he allí la segunda sorpresa. Su única respuesta posible, mientras el microbús corregía curso al barrio San Cristóbal, fue abrazar la pequeña mochila de Batman. 
Ni bien había vibrado la campana del primer turno, al día siguiente, cuando Simón cumplía ya con sus obligaciones nomológicas. Parecía un jorobado, trayendo un quiste a cuestas. Sin negociar, vertió el contenido de su mochila en el pupitre vecino: una tras una fueron saltando portadas arrugadas y maltrechas, como parásitos que escapan de una barriga demasiado congestionada. Su emoción no fue para menos; su disimulo, con todo, fue exquisito. Jamás había tenido uno en sus manos; sus acercamientos al género habían sido limitados, por no decir vulgares. Gastaba sus sábados atendiendo la pobre programación matutina de Fox Kids, que por muchos años creyó suficiente, incluso esencial. Recuerda a Bill Bixby fingiendo compungido para las cámaras, mientras Lou Ferrigno desgarraba prendas dos o tres tallas más pequeñas; recuerda los gritos de Burt Ward al ser engullido por una almeja devora–hombres; recuerda a alguien vistiendo unas ridículas mallas, de nombre Nicholas Hammond, balanceándose entre edificios, y ninguno de esos impermutables momentos podía compararse al instante en que vio un cómic asomar por la mochila de Simón. Fue un renacimiento, una revelación. Si alguien pidiera definir la felicidad, o algo capaz de acercársele un poco, por favor: retroceda dieciocho palabras.
—Te los presto todos —dijo con mandato, con autoridad—, pero con una condición.
—Ajá —preguntó, a sabiendas de que aceptaría lo que fuera—, ¿y qué condición es ésa?  
—A partir de mañana, en todos los tiempos libres que tengamos, entre clases, en el recreo, en el recorrido, te voy a hacer preguntas, y me las tenés que responder todas correctamente, o si no te los quito. No me importa si tengo que ir hasta tu casa, te los quito. 
—Está bien —accedió. 
—Esperáte, que no es tan fácil —ajustó. ¿Con qué potestad este niño hasta ayer retraído lo chantajeaba ahora de una manera tan apacible y repugnante a la vez? Peor aún: ¿por qué accedía?—. Las preguntas que te voy a hacer no son sobre la trama, o sobre quién le ganó a quién, si Flecha Verde es más fuerte que Linterna Verde, nada de eso. Lo que te voy a preguntar es si en verdad entendiste lo que está allí, si lo comprendés con sinceridad, si sabés de qué están hablando. Y si respondés correctamente, te los podés quedar todos, sin excepción.
Por poco y no aguanta las ganas de proferir un vitoreo, un ¡aleluya! allí mismo, pero la maestra, atrincherada tras su escritorio, había empezado a mirar con inquietud, queriendo determinar el convenio que se gestaba bajo sus propias narices. Tomó todos los que pudo, eran tantos, y los metió rápido en su mochila.
—Está bien —prometió—: es un trato —y sellaron todo con un apretón de manos, pues eran niños, y de niño uno imita a los adultos, y los adultos imitan a otros adultos que sí responden a su palabra.
Se trataba de una competencia en clara desventaja, una carrera con distintas línea de salida: Simón, siempre a la delantera, aprovechaba cualquier chance para interrumpir su trayecto, esperando que cayera de bruces contra su propia ignorancia.
—¿Por qué J’onn J’onzz decidió ser un marginado?
—¿Cuándo reconoció Mjölnir al doctor Blake?
—¿Qué ganaba Rick con liberar a la bestia? 
—¿Para qué darle vida a una estatua de arcilla?
—Mi favorito es Cíclope, porque es un líder, porque está dispuesto a dar la vida por su equipo, por los suyos. ¿Y el tuyo?
No lo consiguió. Sorteó todos sus exámenes arteros, cada una de sus artimañas. A decir verdad, nunca analizó bien por qué Simón recurriría a mecanismos tan imprudentes sólo para acercársele. Después de todo, a esas alturas y por si hubiera que aclararlo, Simón era su único amigo, y viceversa. Hubo un atributo de Simón, apartando cualquier avenencia, que nunca dejó de espantarle: su desarraigo. Unos niños de sexto grado llegaron hasta el pabellón y empezaron a atacar a varios niños, sin aviso ni tregua. Simón estaba sentado, comiendo meneitos con tortillitas en su lonchera de Flash, cuando uno de esos niños grandes se le acercó y, sin advertencia de por medio, comenzó a patearlo. ¿Con qué objeto? Quitarle su merienda, probar su soberanía. ¿Cómo respondió Simón? Nada, no hizo nada; se quedó allí, simplemente sentado, recibiendo la agresión del imbécil. Lo que pasa a continuación es sorprendente: Simón se pone de pie, mira al niño grande directo a los ojos, le da la espalda, y simplemente se marcha. Lo lógico toma lugar: el niño grande en cualquier momento se le vendrá encima, igual que un toro de lidia, rehusándose a caer sin antes dar una última cornada. Lo terrible sucede: el niño grande se da la vuelta y corre la cortina de su rostro, impávido, consumido, una hoja en blanco. Cuando la tropa de agresores notó que Simón se había alejado bastante, decidió perderle de vista y castigar al único testigo de semejante ofensa: su amigo. Desde ese día, antes de irse a la cama, mientras se lavaba los dientes y buscaba su rostro en el espejo, trataba de imaginar qué descifraría ese niño en los ojos de Simón, en aquellos dos asteroides yertos que se inflamaban sólo cuando hablaban de cómics, cuando llegaban a esa estación de fantasía y escapismo. Simón era un proscrito de los demás, de sí mismo. Un exiliado por vocación. ¿Pero quién es capaz de ocuparse de los demonios ajenos cuando apenas se tiene tiempo para los propios?
—¿También te gusta Supermán? —preguntó sin entenderlo.
—Pues sí, claro.
—Igual a mí —confesó—; a mi mama no.
—¿Por qué?
—Porque no y ya —limitó. Luego sus demonios se apresuraron a arruinarlo todo—: ¿Vos sabés que no tengo papa, verdad? 
—No, no sabía, nunca me habías dicho. 
—Pues no tengo. Ahorita te estoy diciendo.
—¿Y dónde está?
—Mi papa se murió en la guerra.
—Ala, no sabía.
—Pues sí.
—Mi pésame, Simón —respondió como un completo tonto que recurre a condolencias vacuas para rellenar esos vacíos que se instalan entre dos personas que han decidido exceder la frontera del duelo.
—Gracias. 
Bajaron la guardia y se quedaron sentados, justo allí, en el patio de recreo. Era septiembre. El viento soplaba intermitente, como un asmático cansado. No tan lejos, un pelotón de otro grado correteaba. Se perseguían entre sí, y cuando apenas llegaban a tocarse, o tan siquiera rozarse, el último en ser tocado emprendía la cacería de los otros, incluyendo al que le obligó a ser perseguidor. Éste era hostigado con mayor orgullo. Atraparlo, someterlo nuevamente, era cuestión de orgullo, de engreimiento. Fue claro, hasta ese momento, quién perseguía a quién. Porque pudieron quedarse callados, como si nunca hubieran abierto esa zanja a la que luego se lanzaron de cabeza; pudieron fingir que no halaron las greñas de la hiena que dormía.
—Dice mi mama que mi papa no se murió en la guerra porque le hayan disparado o porque haya pisado una mina; dice que fue Supermán. Que a mi papa lo mató Supermán.
Para cuando pudo poner todo en perspectiva, era un invitado más en la fiesta de cumpleaños de Simón, que curiosamente coincidía con la víspera del suyo. Era octubre y su mamá y él estaban en casa de Simón. A pesar de contar con la edad suficiente para asistir por cuenta propia a tales aprietos sociales, algo lo motivó a insinuarle que no quería ir solo, y ella lo entendió de maravilla. Aparte de algunos tíos borrachos y varios primos de veintialgo que habían vuelto de Miami, no había ningún otro niño en la fiesta. La madre de Simón, que se llamaba Blanca y a la que no había visto desde aquella mañana en el colegio, decidió usar un vestido blanco que le remarcaba los muslos, haciéndola deseable hasta para alguien de diez años. Atentamente, se presentó con su madre y se aseguró de que estuviese cómoda a cada momento, si quería más gaseosa, otro plato de arroz chino, una cervecita. Su madre siempre se permitió congeniar hasta donde la cordialidad lo consintiera. Después venían las contestaciones flojas, los tópicos barajados con desánimo; por su parte, Simón y él retomaron su diatriba, justo donde la habían dejado. Cada encuentro era una pared graffiteada sobre la que podían volver a dejar constancia cuantas veces  así desearan. Pasaron toda la tarde en el patio, sobre la maleza; desde la casa imperaba el merengue, junto un aplauso descoordinado y revoltoso. Algunos asistentes comenzaban a irse, y los que quedaban se marchaban sin prisa, como una peste que espera al exterminador; otros permanecían sentados, los mayores sobre todo, en total borrachera o en planes de alcanzarla; los miami–boys se apoderaron del  equipo de sonido y celebraban alrededor de un incipiente reggaetón panameño. Simón terminó su interrogatorio y, al no encontrar mayor motivo para permanecer en esa casa, entró a buscar a su madre. La encontró sentada al comedor, con medio vaso de ron y coca–cola y limón entre manos; la mamá de Simón, Blanca, estaba fumando. No sabía que fumara. Se acercó con la ventaja de la discreción; Simón completaba sus pasos, siguiéndolo precavidamente. Todo en la casa había ganado un aspecto lúgubre, hosco. En la habitación del comedor, un gran espacio que hacía a su vez de sala de estar, no cabía ni una sola sombra más. Lo único distinguible eran los cigarrillos de Blanca, la mamá de Simón, crepitando cada vez que sus dedos dejaban otro más en el cenicero, abandonado a su suerte. Una pared, al otro extremo de la habitación, se desentumía. Por sincronía, deslizándose con la mirada, su madre empezó también a prestarle atención a la pared, o no a la pared, sino a algo en ella, un detalle, un indicio, una foto. Un pequeño paralelogramo que se proyectaba sucinto, minúsculo, sin esplendor. Sin comprender bien de qué se trataba, Blanca y Simón los obligaban a pertenecer, a saber. A abandonar el santuario de la nulidad. Fue él quien, luego de regresarse a Simón y verlo parado como un mentecato, con el gesto insulso de quien está a punto de no guardar más un secreto, supo que la quinta persona en la habitación, la persona ni a cinco metros de él y su madre, casi invisible, esa persona que no debió estar allí, era su padre. 
—Fue en el ochenta y cuatro que nos conocimos. Venía de una familia muy humilde; su mamá era empleada doméstica y también lavaba y planchaba por aparte, y su papá era ebanista. Yo lo conocí en la universidad, porque aunque era pobre era también muy pero muy inteligente, brillante, y se consiguió una beca con la Revolución para estudiar Electrónica en Alemania, pero no quiso irse porque dijo que no quería dejar solos a sus viejitos, que en cualquier momento se le podían morir y que no, no se iba. Su mama, doña Hilda recuerdo, lloró y se lamentó muchísimo por lo que había elegido, pero creo que al final realmente no quería que se fuera, más bien quería que se quedara para que le hiciera compañía; creo que ella de verdad también pensaba que se podía morir en cualquier momento y al final, ya ves, las cosas salieron al revés —hizo un pausa y miró el reloj de pared como si aguardara el acontecimiento de algún evento importante, la llegada de un invitado sin confirmar, pero quién querría presentarse a una fiesta sin festejado, al onomástico de un fantasma—. Como no se  fue,  se metió a estudiar Psicología en la UNAN([3]), y allí lo conocí yo. Como era bien inteligente, ya te dije, facilito pasaba las clases, lo nombraron monitor para nosotros, los que no íbamos tan bien. Yo creo que él hubiera sido un gran psicólogo, no de esos mañosos que hoy sólo ponen un dizque consultorio y se ponen a estafar a la gente, diciéndole lo que ya saben. Bueno, poco después vino el Servicio([4]) y él decidió irse, defender el nuevo país que apenas estábamos empezando a construir, y yo claro que al principio tuve miedo, mucho miedo, porque nosotros ya andábamos jalando, pero decidí que era tonto ponérmele a reclamar algo, y decidí mejor animarlo, darle aliento, porque al final ése era su destino —tomó la cajetilla y, haciéndola girar con sus dedos, sacó otro cigarro. La otra mujer conservaba silencio, respetuosa, atendiendo lo que Blanca tuviera por confesarle. ¿Qué obligación tenía ella de atender abnegada todos los disparates de la mamá de Simón? La respuesta, de nuevo, permanecía detrás suyo, mudo y mortificado—. Prometimos escribirnos, no perder contacto. A veces las cartas tardaban mucho en llegarme y a él también. Pero llegaban, eso sí. Así supe de las expediciones, de las semanas que pasaban sólo caminando, pasando hambre; de los primeros enfrentamientos con la Contra, de los compañeros que morían en combate. Supe de cuando salieron para Wina y cuando bajaron luego a Yaoska. Eso fue en diciembre. Luego los mandaron para Wamblán, y de allí al cerro La Colonia, y luego otra vez marcharon hacia Mollejones, que es como una caminata de diez o quince días, porque prácticamente tenían que explorar, vos sabés que todo eso era pura montaña, ahora ya no tanto creo, pero en aquel entonces era selva nada más, para donde miraras. Ya entonces en sus cartas estaban los primeros rumores. Me escribía de un hombre que otros BLI([5]) habían visto y que habían reportado por la radio, unas semanas antes. Lo extraño, al principio, era la forma en cómo se referían a él: alto, guapo, de barba. Yo nunca me hubiera imaginado de quién se trataba, ¿y vos? —la mujer no asentía pero tampoco prestaba lugar a la discrepancia. Simplemente se quedó allí, ecuánime, escuchando la invención de Blanca. Lo único que intentó romper aquel filamento de comunicación, sin conseguirlo, fue un ruido desagradable, gutural: un miami–boy devolvía el arroz chino y las cervezas. La mamá de Simón no dijo nada,  ni siquiera si limpiaría después, y continuó—. Después sólo supe que su BLI, el Simón Bolívar, se internaría en un operativo de ataque, que se llamaba Interarmas, y que atacarían por sorpresa un campamento de la Contra que estaba al otro lado del Río Coco. Eran, en teoría, como más de tres mil contras; ellos, los del Simón Bolívar, eran como doscientos. Es cierto que eran menos, pero tenían el elemento sorpresa a su favor, además el apoyo de varios BM–21, que eran unos lanzacohetes grandotes y que estaban en Wamblán, a varios kilómetros, pero que igual podían llegar hasta el campamento enemigo. Ésa fue la última carta que recibí. El operativo nunca se llevó a cabo. A todos los mataron después. Lo curioso fue cómo pasó, y esto lo sé del único sobreviviente: la noche previa al ataque, estaban ocultos entre la selva al otro lado del río, cuando sintieron una ráfaga de viento, rapidísima, que les caía desde el cielo. Un bulto tocó el suelo soltando una gran bulla, como si fuera el choque de dos carros, pero no era una bomba. Los que hacían posta no alcanzaron a decir nada: les cortaron la garganta, pero no con navaja sino con calor, como con fuego, porque las heridas estaban cauterizadas y no sangraban. Algunos saltaron de sus hamacas, o del espacio de tierra que usaban para dormir, intentaron dispararle, defenderse, sin éxito. Uno a uno fue destrozado, descuartizado. Los agarraba y los jalaba, igual que en esa telenovela brasileña cuando ataban a los esclavos a dos caballos y luego los dejaban correr salvajemente. Alguien avisó por radio a Wamblán y empezaron a disparar los BM–21; el único sobreviviente me dijo que vio cómo los misiles le rebotaban, igualito que si fueran pelotas de hule. Yo no me imagino lo que es matar a doscientos hombres sin sentir nada, ni asco ni vergüenza ni culpa. El único que quedó vivo, el mismo que me ha contado toda la historia, se tuvo que tirar debajo de un montón de cadáveres, algunos completos y otros despedazados. Un brazo aquí, una pierna allá. Y desde allí, desde su escondite, asomándose por la carne muerta, vio que quien los atacaba era sólo un hombre, uno nada más, y lo reconoció de inmediato. Cuando terminó, cuando creyó que ya todos habían muerto, se fue de nuevo, así como si nada, tan poderoso como llegó. Esto lo sé porque cuando nos vinieron a avisar y a dejar el cuerpo, o lo que quedaba, el sobreviviente que te digo, vino a la vela. Tenía cara de muerto, de alguien que ha visto al infierno comisionar sucursales sobre la tierra. Después del entierro, nos regresamos juntos en bus y me contó todo esto. Me dijo que él le había contado que tenía una embarazada esperándolo, y que así me reconoció fácil en el cementerio, porque era la única con el vientre abultado. Me contó todo lo que había visto y quién era el que los había atacado. Claro que al principio no le creí, pero para qué me iba a estar engañando. Y quién sabe qué más había hecho antes ese maldito; yo digo que es también el responsable de los ataques en Corinto, en San Juan del Sur, en Puerto Sandino, en San Juan del Norte. Y no te has preguntado por qué la Contra nunca sufría bajas por las minas, como si alguien pudiera ver debajo de la tierra para luego avisarles. Y qué me decís del Pájaro Negro, qué avión ni qué ocho cuartos, puros cuentos, era él también, estoy segura. Imagináte, pues, lo cerca que estuvimos de ganar la guerra, porque para que el gringo tuviera que mandarlo a él, puchica, quiere decir que estaban cagados, los condenados. Reagan hijueputa estaba cagado. Tal vez pensaban que también teníamos misiles, como los cubanos. ¿Que si sufrí? Pues claro, era mi novio, era mi marido al que me mataron, pero sé que respondió a algo mayor, que se entregó a una causa más grande. Lo que a veces me entristece es que ya Simón estaba en panza y que nunca pudo conocer a su papá, el pobre; mi consuelo es saber que al menos sabe cómo murió y a qué le hizo frente —terminó, dejando a la otra mujer absorta; Simón sonreía, mientras Blanca encendía otro cigarro, complacida. El desaliento fue la única sensación permisible en esa mesa.
Esa misma noche su madre le prohibió ver a Simón nuevamente. Preguntó por qué, y sólo respondió que porque así lo mandaba. Regresaban a casa en un viejo taxi Lada, mientras un locutor de radio predicaba sobre el arrepentimiento y la expiación.
—Mama —trató de hacerla entrar en razón—, pero Simón es mi único amigo.
—Yo sé, mi amor, pero vas a ver qué fácil va a ser dejarle de hablar —dijo, con harta razón. 
Lo primero que hizo fue aproximarse a Simón en la escuela, pero fue ignorado. Igual el resto de la mañana; al día siguiente, la misma actitud. Había pasado la semana entera preparándose en vano, repasando páginas, muertes, renacimientos. Sentía que debía hacerlo entrar en razón, hacerlo reaccionar. No le parecía justo renunciar a un vínculo tan fuerte sólo por las fruslerías de dos mujeres solitarias. Pero las semanas pasaban y Simón cada vez lo evitaba más; no sólo eso, sino que lo sorprendió con una postura más retraída, a veces violenta, dado al asalto. Incluso cuando intentó devolverle sus cómics hizo un amago de agredirlo, pero sin satisfacerlo. Comprendió por fin que la mamá de Simón también le había prohibido verlo.
Convendría una pobre alegoría sobre la memoria, compararla con un asiento vacío donde sólo alcanza a sentarse el más aguzado. Decir que es una cantimplora con muchos agujeros, un grito de auxilio en una isla desierta. ¿Por qué? ¿Para justificar la demencia de Simón, de su madre? ¿Para no sentirse abandonado como lo fue por ese niño, dándole un propósito del cual luego renegaría? A final de cuentas, sería como respaldar al Hombre que ha abrazado tantas veces el centro de este planeta tan insignificante y mísero; a Quien ha caminado sobre el rostro del universo sin detenerse a pensar en la magnitud de sus actos; Alguien incapaz de contabilizar el número de catástrofes que ha detenido sin nada más que sus propias manos desnudas. Porque las márgenes se evaporan y cuesta saber quién escribe el relato y quién es el mártir. Con honestidad, ¿por qué habría de importarle haber o no haber matado al papá de Simón? Simplemente se alejó del campamento en llamas, mientras su cuerpo inerme se retorcía entre el fango y la mierda. Atrás dejaba la montaña que era sorbida por los labios de la noche, como un fruto apetitoso, sin ningún otro sonido además de la combinación de madera y piel siendo devorada por el fuego.
Ha dejado de llover. Se separa  un momento de la laptop y se asoma por la ventana: la tarde tiene un aspecto sucio, indecente. Pareciera que el cielo está tratando de decirle algo, como si pidiera que por fin se dé por vencido. Camina hasta la caja que minutos antes ha dejado sobre el comedor: un amigo, otro sereno cautivo del mismo call–center, le ha provisto con una generosa dotación de títulos, una dosis sensata que le permita alardear cuando la gente ya se canse de hablar de Gaza o de Lynch, lo que venga primero. Busca un cuchillo en la cocina y se dispone a abrirla. Su contenido no podría enorgullecerle más: hay varios títulos de editoriales independientes, el T.K.O. en toda coartada de intelectual posmoderno; los arcos completos, en edición de lujo con pasta dura, de «Civil Wars», «House of M», y «Avengers VS XMen», además de los primeros volúmenes de «AllNew Uncanny XMen», «AllNew XMen», y «The Superior Spiderman». Por igual está «Batman: Year One» de Miller, que junto a «The Dark Knight Returns» de Miller también, y «The Killing Joke» de Moore, completan la Santísima Bati–Trinidad. Sumerge la mano un poco más y algo muerde en el fondo de la caja. Un escorpión, piensa al comienzo. Tira de su ponzoña y encuentra un veneno peor: «AllStar Superman». Morrison. Quitely. DC. Se permite contemplarlo: el pecho brusco, henchido; el rostro transparentando valor y ferocidad; estalla el azul de su uniforme, la capa roja ondeando libre, esa enorme consonante rojiamarilla ciñéndole el torso. Un hombre como ningún otro hombre. Un dios caminando entre nosotros.
Imagina que Simón habrá alcanzado la pubertad y sus fatigosas consecuencias; habrá descubierto los verdaderos avatares de la vida, desencantándose finalmente de la distopía y sus falsos modelos de bienestar: pareja estable, una casa, muchos hijos. Se pregunta también en qué punto Simón habrá desenmascarado el engaño de su madre. ¿A temprana edad o en las aristas de la madurez? ¿Y cuál fue su castigo? Varias opciones viables se le ocurren: retirarle definitivamente la palabra, comprender que el único interés de la viuda no era mentirle sino protegerlo, buscar la verdad que engloba a su padre.  Aunque hay también una última alternativa que termina siendo la más verosímil: Simón continúa creyéndolo todo. 
Revisa nuevamente este documento: sigue abierto, sin guardarse. No sabe si terminarlo o no. Podría publicarlo en alguna revista de breve circulación nacional o en algún sitio web escasamente visitado. ¿Si Simón se entera y lo lee y lo busca para reclamar lo que para él sería una invasión a su privacidad y a su vida personal? Que llegue a leer esto es una posibilidad. El mundo es un estacionamiento muy solicitado. ¿Perderá los estribos? ¿Intentará hacer algo? Simón se vuelve una nadería, ¿pero el padre? ¿Si en realidad nunca murió y sólo se separó de la madre de Simón? Peor: ¿la mujer fue abandonada durante el embarazo y, creyendo que evitaría un laberinto de traumas, mintió diciéndole que en realidad había muerto como los que se ofrendan a la patria, como los que entregan su pecho desnudo a la inmolación? El viejo vive y leerá este relato. Ya no importa. Su historia no le pertenece más. Es sólo un personaje que nunca estuvo y que sin embargo sigue tan presente como una herida de infancia, un árbol imposible de derribar, la argamasa de escombro y ceniza que una casa incendiada vomita. Una existencia frívola y superficial, injustamente magnificada por una muchedumbre de mentiras. Un hombre que conoció el triunfo del ascenso, su posterior gloria pasajera, la inminente caída. Un invicto del olvido. Un padre del que cualquiera hubiera estado orgulloso.  





([1])  Anotar esta dirección: barrio Riguero, de los semáforos de Residencial El Dorado, 100 metros al oeste, 200 metros al sur. O bien: de los Talleres Modernos, 200 metros al norte, 100 metros al oeste, siempre en el barrio Riguero. Preguntar por Juan Francisco Espinoza Castro.
([2]) Misma fila que después, con algunas variantes en su longitud, se mudaría a los alrededores del Interbank, Banic, Bamer, entre otros.
([3]) Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua.
([4]) Servicio Militar Patriótico. Decreto No. 1327, aprobado el 13 de septiembre de 1983 y publicado en La Gaceta No. 228 del 6 de octubre de 1983. Derogado en 1990 por Violeta Barrios viuda de Chamorro.
([5]) Batallones de Lucha Irregular. Primera línea de ataque y defensa del Ejército Popular Sandinista.

domingo, 27 de octubre de 2013

Something terrible, por Dean Trippe


Un breve pero conmovedor relato de dolor y supervivencia. Comparto aquí una de las escenas finales de la novela: nuestro protagonista, que es también el autor, descubre en la ficción, más que un escape, un puerto seguro para anclar todos sus demonios. Y díganme: ¿acaso no es ése el fin de toda creación, de todo el arte?

Foto: Ayer tuve la dicha de toparme con una excepcional novela gráfica: Something terrible, de Dean Trippe. Un breve pero conmovedor relato de dolor y supervivencia. Comparto aquí una de las escenas finales de la novela: nuestro protagonista, que es también el autor, descubre en la ficción, más que un escape, un puerto seguro para anclar todos sus demonios. Y díganme: ¿acaso no es ése el fin de toda creación, del arte?




Aquí, en este siguiente link, pueden comprar la novela gráfica de Trippe: http://www.tencentticker.com/somethingterrible/. Vamos, cuesta sólo un dólar, qué esperan.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Ceguera


Dicen que el amor está en la calle,
pero yo no lo veo.
Dicen que parece una horda de estudiantes
corriendo en medio de las estelas de humo,
llorando por motivos ocultos, químicos, interiores.
Dicen que el amor es así, feroz;
y valientemente tonto como los jóvenes.
Yo bebo mi café de las 6:00 de la tarde buscándolo.
Anhelando dar con él en algún rostro anónimo,
en dos manos que se juntan apenas, sin darse cuenta.
Lo busco en los malecones, en los cines, en las
                                                                        paradas,
en los callejones,
en un gesto secreto debajo de la mesa...
Pero nada.
Nada.

Dicen que el amor está en la calle,
pero yo no lo veo.

/ Magdalena Camargo, poeta panameña.

domingo, 4 de agosto de 2013

DICHOS DE AGUR



Tres cosas hay que me han impresionado
y una cuarta sigo sin descifrar:


el sonido que hace el cuello del Guasón al fracturarse.
Heywood Floyd y sus gritos a mitad del espacio.
La sospechosa facilidad que posee la poesía para trastornarse a sí misma.
Y el vómito sanguinolento de una anciana con úlceras
que vi a los cinco años y que siempre en sueños vuelve para aterrarme. 


lunes, 15 de julio de 2013

POETAS PERDIDOS EN LA MUERTE [*]


A Omar Elvir, por supuesto

Hay tardes en que me acuerdo de ellos, otras veces sólo de él. Para entonces, mi primer hijo tenía unos ocho años de haber caído en combate, y mi otro hijo, el menor, estaba en Europa realizando estudios de Química. Por mi parte, nunca busqué o necesité otra pareja sentimental, podía (quería) estar sola. Era algo que me había prometido a mí misma desde el día en que enviudé. Aquellos años, y todo lo que se vivía, eran suficientes para mí y mi soledad. Para mantenerme empecé a alquilar los cuartos vacíos de mi casa, tres en total. Si bien es cierto que siempre existió algo de peligro al dejar entrar a cualquier extraño a mi hogar, nunca tuve problemas con nadie. Jamás. Y eso es mucho decir para aquella época, cuando no se sabía si la persona que te daba la mano era en realidad un amigo o sólo un espía de la contrainteligencia, un yanqui agente de la CIA. Aunque, para ser franca, ¿qué podría querer el imperio con una vieja como yo? Pero eso era lo que nos decían, y mujer precavida vale por cien. Había casos de casos, eso que ni qué. Una vez se quedaron unos acróbatas que vinieron con un espectáculo de un circo ruso y que al final, no sé para qué, se quedaron en el país; en otra ocasión se hospedó una pareja de músicos salvadoreños (ella en el canto y él en la guitarra) que iba sólo de paso, pero que prefirieron conocer Nicaragua a fondo, pues me confesaron que deseaban estar al tanto de todos los pormenores del proceso de revolución; hubo una vez una muchacha muy bonita que me alquiló un cuarto por dos meses, pero una mañana, cuando no habían pasado ni dos semanas desde su llegada, se marchó diciendo que tenía asuntos por atender. Me abrazó diciéndome al oído que nunca más nos volveríamos a ver. Y así fue. Como decía, en esos años una veía de todo, pero siempre lo recuerdo a él con mucho cariño. A ellos, a los dos.  
Era mexicano, de eso estoy segura. Lo deduje por su acento y por lo que decía. A veces se le escapaban palabras como chingón o chale o cuate, cosas así. Vino solo, cerca de mayo o junio. Había viajado hasta Sudamérica y había recorrido todo el trayecto hasta acá al puro raid; qué loca es la juventud, ¿verdad? Cuando le pregunté cuánto tiempo pensaba quedarse me dijo que no lo sabía, que sólo buscaba a un amigo y que esperaba encontrarlo pronto. Pregunté por su nombre y sólo dijo Mario. Pero tenés apellido, ¿verdad?, ¿o sos sólo Mario?, insistí. No, Mario Santiago, así me llamo, contestó. Yo creo que era medio loco, o al menos me da esa impresión. Salía por la mañana y no regresaba hasta en la noche, o a veces ni se aparecía a dormir. Vestía siempre una chaqueta de cuero, de esas grandes, sofocantes, que me recordaba a la de Pedro Navaja, sólo que en color negro. Siempre leyendo: en el desayuno, en el almuerzo, en la cena. Creo que dormía hasta encima de los libros y no de una almohada, va a creer. Siguiendo con mi inusual huésped, era poeta. Sí, así como lo oye. Me contaba historias de México, de la ciudad donde vivía, de otro montonero de poetas jóvenes, de su mejor amigo (otro, no el que vino a buscar), de un viejito apellido Guerra que era el mero mero de las letras en su país, y de otras cosas de las que ya no me acuerdo. A veces me leía sus poemas, pero eran demasiado para mí y yo sólo enmudecía y sonreía para él, cuando en verdad no había entendido nada. Una noche toqué a su puerta para avisarle que la cena estaba lista, y como nunca contestó, decidí entrar. Estaba sentado en el suelo, fumando y escribiendo en una pequeña libreta que siempre llevaba en un bolsillo de su chaqueta, como él mismo me dijo después. Pregunté qué escribía y dijo que un poema para un amigo. ¿Para el amigo que andás buscando?, pregunté. Sí, dijo y volvió a zambullirse de nuevo en su libretita, como si yo no estuviera ahí o como si yo no existiera del todo y él habitara en su propio mundo.
Una tarde regresó muy contento, pero no vino solo. El hombre que lo acompañaba, según lo que me dijo, también era poeta. Doña Yolanda, le presento al amigo que andaba buscando, el poeta Beltrán Morales, dijo el mexicano, tratando de hacer las debidas presentaciones. Era un hombre bastante alto (para mí todos son altos), que usaba unos lentes gruesos y un tupido mostacho. Recuerdo que vestía bastante extraño: usaba una chaqueta verde, como una especie de frac, aunque puedo estar equivocada; llevaba una corbata roja mal anudada encima de una camisa blanca; cargaba también un saco de lona, lleno de lo que parecía ser un montón de libros. Se miraba algo distraído, como ausente. A veces bajaba la cabeza y se mordía los labios. O eso creí al principio, porque luego de fijarme detenidamente vi que en realidad hablaba, como si desvariara. Se sentaron un momento en la sala y empezaron a platicar. A mí no me gusta escuchar las conversaciones ajenas, pero ellos insistieron en que no me moviera, que yo estaba ahí primero. Hablaron de muchas cosas que no entiendo, ni antes ni ahora. Pero en cierto momento, y esto sí lo entendí, el de chaqueta verde dijo que ellos morirían y que nadie los recordaría. Mi inquilino asintió con la cabeza, pero como queriendo y no queriendo a la vez. Prefiero el abismo a ser uno de ellos, amigo, dijo el mexicano. Luego, el de chaqueta verde dijo que la poesía terminaría matándolos y que no había forma de detenerla. Dicho esto, yo sentí una especie de escalofrío en la base del estómago, algo muy feo, como si alguien viniera y clavara su puño en mi vientre y empezara a juguetear con sus dedos dentro de mí, revolviéndolo todo; los dos hombres callaron. El mexicano se levantó y pidió a su amigo que esperara un momento en la mecedora mientras él buscaba algo importante en el cuarto. La sala volvió a sumirse en el silencio. Luego, el hombre de chaqueta verde se levantó, fijó su mirada en mí, y sin palabra de por medio, abandonó la casa. El mexicano salió del cuarto con un montón de hojas en la mano, preguntando por su invitado. ¿Y mi amigo?, preguntó. No sé, se fue de repente, no dijo nada, respondí. El mexicano se asomó a la calle y pudo ver la figura del hombre de la chaqueta verde aún alejándose. Gritó: ¡Beltrán, carnal, espera!, y corrió hasta alcanzarlo. Yo no pude evitar (aún hoy sigo sin saber por qué) asomarme a la puerta y verlos ahí, caminando, a un paso seguro pero impreciso. Ahí me quedé, contemplando cómo se perdían en la noche, igual que una navaja clavándose en la herida abierta de esta ciudad.
Ya después, el mexicano y Beltrán (que ya no siempre traía su chaquetón verde, a veces optaba por otro tipo de prenda, más ligeras, así que terminé llamándole por su nombre: Beltrán, así nomás) se quedaban más seguido en la casa. Se sentaban en la mesa de la sala a fumar y a conversar mientras revolvían un montón de papeles; yo les preparaba cafecito y les decía: muchachos, no trabajen tanto, que se van a morir sobre tanto papelero, y ellos sólo se reían. Es que se quedaban muchas veces hasta medianoche; yo me iba a dormir y los dejaba ahí, bostezando y cabeceando pero insistentes en sabrá Dios lo que hacían. Una mañana, bien tempranito, salía de mi cuarto, creo que con los ojos todavía chilicosos, y ahí estaban ellos. Discutían en voz alta. No se sorprendieron cuando me vieron salir a la sala, ni pararon tampoco. No sé de qué o por qué peleaban, pero se miraban algo agotados. Vea qué curioso: no se miraban molestos, sino exhaustos de tanto trabajo creo, y eso los estaba llevando a tener diferencias. No sé cuánto tiempo pasaron así. Trabajaron semanas, meses. Mi madre me enseñó a mantenerme de lejos en los asuntos que no son ni de mi incumbencia ni porvenir; a no ser metida, pues. Pero lo que ellos estaban haciendo, sea lo que fuera, los estaba desgastando a un nivel en que parecían más fantasmas que hombres, más huesos que carne, más ese conjunto de papeles que un mexicano y un nicaragüense.    
Me acuerdo de un día en especial en que Beltrán vino solito a buscar al mexicano, pero éste andaba dando unas vueltas quién sabe dónde. En fin, como el mexicano no estaba lo invité a pasar. Preparé café (todo el que viene a mi casa sabe que, a pesar de las dificultades económicas por las que paso, siempre podrá encontrar una tacita de café caliente y una conversación casi igual de sabrosa) y nos sentamos en la sala a platicar. Era la primera vez que estábamos solos los dos. Como yo soy bien hablantina, parezco una chachalaca a veces, me puse a preguntarle un montón de cosas, y viera qué lúcido el hombrecito. Me empezó a hablar que de sus hijos, que de sus libros, que de la Colonia Centroamérica era la mejor carne asada. Bueno, pasamos buen rato volándole merengue a los recuerdos, hasta que no me aguanté y le pregunté de una buena vez: mirá, ¿y ustedes qué tanto hacen todos los días? Entonces me quedó viendo con una cara como de asustado, pero como de enclaustrado también, encerrándose en la respuesta que no me quería dar. Es un proyecto personal con Mario, me dijo, pero por ahora no queremos revelar mucho porque aún está cuajándose. Ahhh, le dije. Sí, siguió hablando, y tenemos que apurarnos, no sé dónde estará este jodido, no nos queda mucho tiempo. ¿Es que tienen que entregárselo a alguien?, le pregunté. No, pero tenemos poco tiempo, dijo. Repentinamente hizo algo como en señal de levantarse, pero en lugar de eso buscó en su saco (nunca lo dejó de andar) una bolita de papel. La abrió y la desarrugó y comenzó a leer: era un poema de cómo un amigo suyo cae de un edificio, desnucándose, de alguien que muere de lepra, de que luego escucha a la Guardia asesinar ancianos y niños, la sangre corriendo, y de que ya no puede callar teniendo tan de cerca, cerquita, a la muerte. Y empecé a pensar: también la he tenido tan a mi lado que de extender mi brazo podría sentir la palma de su mano, su fría y huesuda mano; ¿entonces por qué no me ha llevado a mí, si me ha quitado casi todo?
Ya vio, habló mirándome a los ojos, tenemos poco tiempo. Pues sí, le dije, todos tenemos poquito tiempo, hay que saber aprovecharlo. El mexicano llegó al ratito, llevaba una cara de afligido que me provocó entre benevolencia y lástima. Se sentó y calló por unos segundos. Inesperadamente, así de sorpresa, dijo que tendrían que cancelar todo porque debía devolverse inmediatamente para Argentina. ¿Pero qué pasó?, preguntó Beltrán, aunque yo también quería saber. No te lo puedo contar por ahora, pero es necesario que regrese, respondió el mexicano. ¿Qué puede ser tan grave que no podés decirme?, le dijo Beltrán. El mexicano, con los ojos prendidos de un agujero en una pared por donde se escabullían dos ratoncitos que ya me tenían loca, dijo: le encontré la pista a los versos inéditos de una poeta que quiero que esté en el proyecto, su nombre es Claudia Saldaña; tengo que apurarme: no sé si me la encontraré a ella o a su espectro. Beltrán, insatisfecho o decepcionado, sólo se limitó a asentir, se puso de pie, me agradeció por el café, caminó hasta la puerta, y, antes de salir a la calle, se regresó al mexicano y le dijo: vos sabés que hay algo más grande que nosotros dependiendo de esto. Les escribiré a todos en cuanto pueda, estoy seguro de que comprenderán, dijo el mexicano, que estaba bastante triste, eso sí, con cara de niño moto. No, no me refería a ellos, dijo Beltrán. ¿Entonces quiénes?, preguntó el mexicano. El oficio, Mario, le dijo, el oficio, y se fue. Esa misma tarde el mexicano, luego de pasar horas encerrado en el cuarto, salió (me consta) a buscar a Beltrán. Pasó días fuera y cuando regresó me dijo que no había logrado dar con él. Poco tiempo después el mexicano se marchó, en un domingo gris y nublado; nunca más lo he vuelto a ver. Tampoco a Beltrán.
Tengo una amiga, que vive de aquí como a las tres cuadras, que tenía un hijo que vivía en Canadá. De vez en cuando hablaban por teléfono, al menos una noche por semana. La otra vez él le preguntó cómo andaban las cosas por acá, y ella le dijo que nada bien. Tengo ganas de regresarme, le confesó. No, mi amor, quedáte allá, qué vas a venir a hacer acá, mejor hacé allá tu vida que, de todas maneras, ya me voy a morir yo. Ay mamita, no sea loca, no diga esas cosas, pedía su hijo. Cómo no, mi amor, le decía ella, ya la siento cerca. Me contó eso y una semana después él estaba muerto de una trombosis. Veintiocho años y con una trombosis, qué pecado. Creo que a eso se refería Beltrán, con lo de la muerte: sabemos de ella y de su proximidad, pero nadie nunca sabe cuándo ni dónde se presentará. Lo único que queda por hacer, si somos capaces, es no quedarse callado, gritar lo más fuerte que podamos, enfrentar la muerte hasta donde los pulmones permitan. Imagínese, todo lo vivido y perdido, lo que tenemos hoy y mañana no. Mi esposo, mis padres, mi hijo; aquellos dos extraños que aparecieron como el verano, como las palabras que, por mucho que repitamos, nunca conseguimos gastar, sino que permanecen como complemento de nuestra nostalgia. Por esos dos, deben de haber como veinte historias más por ahí. Se miraban cientos de casos así en la Managua del ochenta y cinco. Sólo hay que buscar.



Posdata de septiembre de 2010. Este relato está inspirado en una entrevista que realicé, por motivos académicos, en el mes de octubre del 2004 a la señora Yolanda Cardoza, ciudadana nicaragüense de 67 años de edad, originaria del departamento de Carazo. Doña Yolanda se trasladó a la capital luego de la muerte de su primer hijo, Edgar Mendieta, asesinado durante un enfrentamiento con la Guardia Nacional en Diriamba, su natal ciudad. Su hijo menor, Hugo, viajó a la URSS para estudiar gracias a una beca del Estado luego del triunfo de la Revolución. Hoy en día es profesor en la Universidad Nacional de Ingeniería. Doña Yolanda, luego de la partida de Hugo, decidió mudarse al antiguo domicilio de sus suegros ya fallecidos, herencia de su también difunto esposo, ubicada en la Colonia 14 de Septiembre, en la residencia N-948. En ese entonces, mi único interés era escribir una crónica sobre la vida de doña Yolanda, distinguida habitante del populoso barrio, con motivo del cuadragésimo aniversario de su fundación; no obstante, lo que terminó por contarme me llevó a más que eso. 
Mario Santiago (años después llegaría a llamarse Mario Santiago Papasquiaro) fue un poeta mexicano fundador del movimiento de vanguardia conocido como infrarrealismo. De acuerdo a mis cálculos, cerca de 1983, con su entrañable Roberto Bolaño ya en España, decide viajar a Sudamérica y recorrer el continente entero hasta regresar a México. Según lo que he leído, especialmente en algunos blogs repletos de especulaciones, Santiago pasó cortos períodos en Rio Grande do Sul (no le costaría el idioma: por su colindancia con la pampa argentina predomina un portugués bastante gauchesco), Cochabamba (motivado por Víctor Jara), y la Rosario del Che. Rechazó ser huésped de Cintio Vitier y Fina García Marruz en La Habana; se cree que buscó la tumba de Camilo Torres sin éxito; cerca de Quezaltepeque, escribiría un epitafio para Roque Dalton. Cuántas madrugadas le habrán descubierto vagando por las avenidas, taciturno y comprometido; con qué otras tiranías se habrá encontrado. Tuvo estrecho contacto con los sindicatos de obreros, movimientos estudiantiles, grupos itinerantes de teatro callejero, indígenas desplazados; experimentó, sin mucha complicación, con la narrativa. De aquí data su primera aventura prosaica: un brevísimo tomo de cuentos experimentales, dejado en manos de un inescrupuloso editor chileno que, a la larga, terminaría desechando; supongo que no habrá encontrado valor alguno en aquellos textos, le habrán parecido estrafalarios, crípticos, repletos de imágenes inentendibles, abusando tal vez de la imaginación, como ángeles corriendo desnudos de la cintura para abajo; supongo, también, que tal vez pudo haberlo perdido. El poeta Fernando Vargas Valencia, me contó, no antes de una buena ronda de tragos paralela al Simposio Internacional Rubén Darío, acerca de ciertos testimonios de la estadía del mexicano en Bogotá, aunque no del todo comprobados. Extraoficialmente leí, de nuevo en blogs, que llegó a entrevistarse con Jotamario Arbeláez, poeta nadaísta, y que incluso protagonizaron algunas peleas en varias cantinas. No tan al sur, un amigo estudiante de Letras en la Universidad de Costa Rica, luego de mi insistencia con el tema, respondió a mis correos electrónicos con una clara crónica digitalizada de La Nación, donde un periodista sintetizaba, de manera bastante socarrona, cómo los peones de las bananeras eran cada vez más estrafalarios, hasta haber conocido a un mexicano que decía ser poeta.
Beltrán Morales, poeta nicaragüense reconocido por su talento, ironía, sarcasmo e irreverente actitud crítica. No preciso de la fecha exacta del primer encuentro entre Morales y Santiago. Algunos familiares del poeta, fuera de entrevista, me confesaron que Morales vivió por un corto período en el Distrito Federal, en un cuarto de azotea de Licenciado Verdad, para los convulsos años setenta. Viajó de manera ilegal, casi clandestinamente, esperando encontrar suerte con las editoriales mexicanas; bastante inverosímil me parece esta versión, pues Morales pudo haber publicado, por ejemplo, con EDUCA, la editorial centroamericana regentada por el escritor Sergio Ramírez, su cuñado. De estas experiencias nace Hombres de muñequera blanca, poemario hasta hoy inédito, escrito a destiempo, fluctuando entre la Avenida Roosevelt y Tlatelolco. Prosigo. Allá, en los tiempos más aciagos, fue auxiliado por el poeta Ernesto Mejía Sánchez, docente en la Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que a veces era visto rondando el campus. Usaba el pelo largo y siempre hablaba de la poesía en Grateful Dead. Tengo entendido que Morales, obviamente, nunca se matriculó; esto no le fue impedimento para merodear todo lo concerniente a las letras: presentaciones, conferencias, ciclos de lectura, lo que fuera. Se hizo de algunos maldicientes, enervados por su ácida crítica durante los talleres de poesía; el resto de talleristas se sentían intimidados por su sola presencia, sus patillas, sus textos, la convicción en sus palabras. No en vano el poeta místico Ernesto Cardenal tildara a Morales de izquierdista revoltoso. Casi lo matan a golpes luego de que le gritara asesino a  Gustavo Díaz Ordaz, retándolo a la mitad de un audiencia convencida pero silenciada; de milagro no fue encarcelado y deportado. Esta historia, en parte, es corroborada por el poeta Julio Valle-Castillo, quien sí estudió en la UNAM y que también pudo compartir con Santiago y Bolaño. Incluso, el poeta Valle-Castillo me presentó, cuando lo visité en su residencia capitalina, una fotografía de su archivo personal en donde aparecen él, Morales, Lupita Ochoa y Cuauhtémoc Méndez, infrarrealistas los últimos dos. Lamentablemente, Valle-Castillo no supo especificar si Morales y Santiago en efecto convivieron aquí, juntos, en Nicaragua. 
Basta leer un poco la obra de Bolaño para tener pruebas de su relación con Morales; ¿y Santiago? Sí, material de Morales aparece en Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, antologado por Bolaño; es, incuestionablemente, un personaje de Los Detectives Salvajes; figura también en El bardo insufrible: Nueve ensayos poéticos, también de Bolaño, próximo a publicarse por Anagrama; pero, ¿qué pudo haber querido Mario Santiago con Beltrán Morales? Mi teoría, que aseguro está lejos de la argumentación sin fundamento de un párvulo escritor, es la siguiente: preparaban una antología. Una antología de poesía latinoamericana. Cuando visité a doña Yolanda por segunda vez, me mostró, entre álbumes atiborrados con fotografías de épocas conspicuas, un archivero ya en desuso, lleno de papeles; la primera vez nos limitamos a tomar café y conocernos. En ese archivero descubrí, en un viejo cartapacio de cuero, grabado con las siglas M.S. y B.M., un conjunto de papeles: poemas sueltos de distintos autores. En la última hoja, leí Lo que aguarda bajo la bota del amo, seguido de una especie de introducción, una declaración de cómo la poesía corría peligro en los orbes de poder y de cómo era necesario regresarla a su lugar de origen: bajo la suela del todopoderoso oficialismo. Regresarla a lo ilegal, a la marginalidad. Más que una presentación o un prólogo, era un manifiesto, firmado por Santiago y Morales. Luego, había una lista de poetas, que, dichosamente, tuve la oportunidad de copiar en ese momento, y que aún hoy conservo:

Andrés Caicedo (COL) Edgar Altamirano (MEX)
René Dávalos (PRY) Isabel de los Ángeles Ruano (GTM) 
Amada Libertad (ES) Mario Santiago (MEX)
Jorge Debravo (CR) Nilton da Silva (BRA)
Raúl Núñez (ARG) Luis Hernández (PER)
Tato Laviera (PR) Livio Ramírez (HON)
Armando Rojas Guardia (VEN) Chuchú Martínez (PAN) 
Enrique Lihn (CHL) Elder Silva (URY)
Rina Tapia (BOL) Reynaldo Mariani (ARG)
Felipe Granados (CR) Linda Wong (NIC)
Adrián Javier (RD) Roberto Bolaño (CHL)
Beltrán Morales (NIC) María Emilia Cornejo (PER) 
Guadalupe Ochoa (MEX) Antonio Preciado (ECU)
Pedro Pietri (PR) Berta Alicia Peralta (PAN)
Amílcar Colocho (ES) Luis Rogelio Nogueras (CUB)
Juan Chow (NIC) Rodrigo Lira (CHL)

Pero hasta acá con las buenas noticias; explicaré el acabóse de mi hipótesis: por motivos irrelevantes para este contexto, tuve que ausentarme varias semanas de la capital. Cuando regresé con doña Yolanda, una infortunada gotera había filtrado las aguas del reciente invierno y había destrozado buena parte de los documentos guardados en el archivero, incluyendo los poemas del cartapacio. Muere así, lastimosamente, la única evidencia que podría validar mi historia, lo cual, aunque no haga falta decirlo, arruina por completo mi demostración y mi pretensión de encontrar un fragmento de valor en este piélago literario, mugriento de tanto silencio y ostracismo.
Proporcionaré, ya como consuelo, algunos datos perennes: Mario Santiago murió atropellado en la noche de un México D.F. de 1998; Beltrán Morales falleció una tarde de 1986, en un manicomio de Managua; la referencia a Claudia Saldaña, muerta allá por el 76, es lo que se conoce como un mal guiño literario; doña Yolanda aún vive sola y adora recibir visitas, por si a alguien le interesa.

[*] Relato publicado en mi libro Flojera 
(Centro Nicaragüense de Escritores, Colección Narrativa, 2012).